Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ᴄᴜᴀᴛʀᴏ

ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ᴄᴜᴀᴛʀᴏ
━━━━━━━━━━━

━━━CANTA, OH MUSA, SOBRE LA JOVEN SEMIDIOSA QUE FUE ENTREGADA POR AMOR.

Dos años transcurrieron, y Antheia era tan feliz en Rodas. Su culto se había hecho más grande, extenso y su nombre se había enaltecido. Nunca se había sentido tan amada y respetada.

Aunque sin duda el título que más amaba haber recibido era Antheia Mētér Paidón. Antheia, madre de los niños. Los niños que llegaban al templo, huérfanos para vivir bajo su manto, o con sus familias para entregarle ofrendas y agradecerle por su protección, habían anestesiado la herida que su hija había dejado con su muerte.

No la cerró, pero alivió el dolor.

Y se sorprendió cuando muchos de esos niños, resultaron ser hijos de dioses. Niños abandonados por ser demasiado peligrosos, por atraer monstruos, por ser resultado, muchas veces, de infidelidades.

Se enojaba con esos padres, pero no con los hijos. Nunca con los niños. Había descubierto que los amaba profundamente, le encantaba estar con ellos y ellos la amaban.

Y así, muchas niñas llegaron a su templo buscando algún día convertirse en sus sacerdotisas. Nunca había tomado niñas porque ella sabía lo que era recibir una enseñanza así desde tan pequeña, no era fácil y muchas no sabían lo que implicaba. Prefería que esperaran a crecer y cuando eso ocurría, si aun lo deseaban, lo serían.

Pero a veces, lo que uno planea, no es lo que resulta.

Y así llegó a sorprenderse cuando un atardecer, Hécate se apareció en su templo, llevando consigo una niña de diez años.

—¿Tienes una hija? —preguntó asombrada.

Hécate hizo una mueca algo inconforme y asintió.

El aire fresco de la tarde se filtraba por los jardines del templo, donde los niños jugaban y las flores comenzaban a cerrar sus pétalos. A lo lejos, los niños no parecían notar el cambio en la atmósfera, pero algo en el entorno de Antheia se había alterado.

La diosa de la magia no se atrevía a ver a los ojos a la otra mujer. No cuando sabía que estaría furiosa.

—¿Cómo...por qué...? —balbuceó.

Antheia se quedó paralizada, sus palabras atrapadas en su garganta. La pequeña niña de diez años, de cabello largo y oscuro, estaba al lado de la diosa, mirando con ojos grandes y curiosos. Su presencia, tan tranquila, contrastaba enormemente con la tormenta interna que Antheia sentía.

El aire del atardecer parecía volverse más denso, como si toda la naturaleza estuviera a la espera de una reacción. Antheia cerró los ojos un momento, respiró hondo y se acercó un paso más a Hécate, su cuerpo tenso, los labios apretados.

—¡¿Por qué no me lo contaste?! —La voz de Antheia salió más fuerte de lo que había planeado, llena de frustración y desconfianza. Sus manos se cerraron en puños, luchando por no explotar.

Hécate levantó la vista finalmente, los ojos llenos de una mezcla de tristeza y resignación. Su mirada, normalmente severa, ahora parecía llevar consigo una carga mucho más pesada.

—Lo siento —dijo en un susurro. Miró a su hija, apenada—. Los dioses no somos muy buenos para recordar algunas cosas, incluso si son nuestros hijos.

—¡¿Es una broma?! ¡Yo recuerdo a todos, y no son mis hijos!

—Lo sé, lo sé...pero los niños son parte de tu dominio, es entendible que los recuerdes, pero a veces el tiempo se nos pasa tan rápido que ni siquiera nos percatamos y cuando nos damos cuenta...ya se nos escapó entre las manos.

Antheia miró a la niña. Era hermosa.

Apretó los dientes, luchando por calmarse, pero la rabia seguía burbujeando dentro de ella. No podía comprender cómo Hécate podía haberse olvidado de algo así.

—¿Y por qué la has traído?

Hécate por fin reunió el coraje para verla a los ojos.

—Antheia, tú no tienes hijos de sangre —dijo con cuidado de no herirla—. No sabes que una de las reglas que tenemos, es que no podemos involucrarnos de manera directa en la vida de nuestros propios hijos. Deben forjar el camino del héroe sin la ayuda de sus padres. Por eso muchos semidioses que han venido a tí, no eres su madre biológica. Pueden acudir a tu guía sin romper las reglas.

Sus ojos seguían fijos en la niña, que no dejaba de mirarla con esa calma inquietante, como si ya supiera todo lo que se estaba diciendo y, sin embargo, no mostrara ni una pizca de sorpresa o miedo.

—¿No puedes involucrarte en su vida? —repitió Antheia, casi sin darse cuenta de que las palabras salían de su boca en un susurro. Su voz, normalmente firme y llena de autoridad, sonaba rota, como si estuviera lidiando con una verdad demasiado grande para asimilar.

Nadie le había dicho eso. No es que importara, sus hijos, si algún día tenía, serían de Apolo. Aunque ahora estuvieran peleados, sus hijos solo serían de su esposo. Así que serían dioses, nadie la separaría de ellos.

Pero su pequeña Lyriana. ¿De haber vivido, tendría que haberse alejado de ella?

Hécate asintió, una sombra de culpabilidad cruzando su rostro. Sabía el dolor que Antheia había pasado. La vida le había dado cientos de hijos, pero sabía que ella anhelaba un bebé en su vientre. Uno que naciera de ella.

—La he traído aquí, porque mi deseo es que tú la tomes bajo tu cuidado.

Antheia respiró hondo, su pecho se tensó, y sus manos se relajaron lentamente, aunque todavía sentía una punzada en su interior.

—Como los demás niños.

—No —dijo firme—. Más que eso. Quiero que sea tu mano derecha, tu sacerdotisa principal. Entregada completamente a tí.

Las palabras de la diosa de la magia flotaban en el aire pesado, como una maldición invisible que la asfixiaba. No sabía cómo responder, cómo reaccionar ante esa propuesta tan inesperada. Todo en ella estaba en guerra. El temple que había construido con tanto amor y dedicación, el cariño que había encontrado en sus niños, en sus discípulas, todo eso estaba en peligro de desmoronarse ante la mirada de esa niña, esa extraña que parecía comprender demasiado, que parecía ser parte de algo que ni siquiera ella podía entender.

La niña de cabello oscuro, con sus ojos grandes e inquietantes, no apartaba la vista de Antheia. Su mirada no mostraba miedo, ni confusión, solo una calma que la desconcertaba aún más. Como si todo esto fuera parte de un plan que ya se había tejido mucho antes de que ella siquiera imaginara lo que estaba sucediendo.

—Hécate, sabes lo que pienso sobre...

—No lo pienses así. No lo veas como lo que te hicieron a tí —trató de explicarse. Tomó la mano de la diosa entre las suyas—. Sé que sabes lo que siento. Lo que representas en mi corazón.

Antheia le sostuvo la mirada. Claro que lo sabía. Era imposible negarlo y ella, siendo hija de quien era, percibía sus sentimientos.

No iba a mentir diciendo que ella no se sentía igual a veces. Hécate despertaba un cariño tierno. No perdidamente enamorada. Eso nunca lo había sentido. Tampoco una pasión desbordante como la que sentía por Apolo.

Pero sentía algo. Aunque no sabía cómo describirlo.

—Nunca te pediría que traiciones tus votos por mí —continuó Hécate—, así que permíteme hacer esto para calmar el ardor que provocas. Mi hija como muestra de mi cariño. Te acompañará siempre, será una leal amiga.

Aquello le robó el aliento a Antheia. Sus ojos se llenaron de lágrimas. No podía creerlo. Era una muestra de amor tan maravillosa.

Se colocó en cuclillas frente a la niña para poder verla a los ojos.

—¿Cómo te llamas?

—Raissa —dijo la niña. Entonces una enorme sonrisa adornó sus labios. Le faltaba un diente y tenía la nariz llena de pecas—. ¡Adópteme, señora! Sé cocinar, limpiar, lavar la ropa, no como mucho y si me lo pide, no hago ruido. Verá que no se arrepentirá.

Antheia parpadeó, atónita y luego rompió en risa.

—¡Qué hermosa! —exclamó encantada—. Está bien, Raissa. Puedes quedarte conmigo.

Hécate observó la escena en silencio, sabiendo que el futuro de su hija estaría ahora en manos de Antheia. Y sonrió. Verlas juntas era un sueño.

—Gracias —dijo, su voz un susurro lleno de gratitud.

Antheia asintió, pero le dio una mirada seria.

—Al menos ven a verla de vez en cuando. Que no olvide tu rostro.

—Lo haré.

Hécate no quería sonar una mala madre, pero también le gustaría haber podido decirle que en realidad no quería que ella la olvidara. Pero sabía que Antheia no se lo tomaría bien si le decía que si venía, sería verla a ella en lugar de a Raissa.

Los dioses eran egoístas. A Antheia aún le faltaba aprender eso.

Les dio una última mirada y se marchó.

Raissa tomó la mano de Antheia y la miró.

—Le gustas mucho.

Antheia sonrió.

—Lo sé. Ella también me gusta.

—¿Entonces...eres algo así como mi nueva madre? ¿Se van a casar?

—Soy tu nueva madre, si así deseas llamarme, pero no me casaré con ella. Primero porque ya estoy casada. Y segundo, porque no se puede. Las mujeres solo se casan con hombres.

Raissa frunció el ceño.

—¿Y los hombres se casan con hombres?

—No, los hombres también se casan con mujeres. Pero a veces, es muy común que los hombres se amen.

—No comprendo. ¿Las mujeres no pueden amarse?

Antheia miró al jardín, donde varias de las mujeres que vivían en su templo estaban reunidas. Allí, algunas podían vivir libremente su amor, protegidas bajo su amparo, las reglas sociales no se acataban ahí.

—Sí, pueden. Pero no tenemos la misma libertad que los hombres.

Raissa frunció el ceño.

—Ser mujer es muy complicado.

—Lo es, sí. Pero también es hermoso.

—¡Sí, me gusta ser mujer! —exclamó la niña—. Solo desearía que no existieran los hombres.

Antheia se rió.

—Los hombres son un incordio, pero aunque no nos gusten, son necesarios.

—¿Para qué?

—Bueno, así como existe el día y la noche, el frío y el calor, la maldad y el bien, los hombres y mujeres son complementos.

Raissa la miró fijamente.

—Si es por el sexo, ya lo sé todo.

Antheia levantó las cejas, sorprendida.

Ella también a su edad sabía todo. Las sacerdotisas de Afrodita le habían enseñado desde temprana edad todo lo que debería saber para complacer a los hombres, sobre todo a dioses, y luego, cuando se había establecido con quién se casaría, la misma Afrodita le había enseñado todo lo que necesitaria saber para complacer a Apolo.

Pero ahora, teniendo tantos niños a su cuidado, viendo la inocencia en sus ojos, la ternura de su alma; ella prefería que se mantuvieran así, lejos de todo lo que, en su opinión, debería ser solo para adultos.

Las cosas de adultos corrompían a los niños. Los volvía crueles, ambiciosos, egoístas y malos. Los niños, con la guía correcta, eran puros.

El mundo sería un lugar mejor si todos los adultos vieran con la mirada de un niño.

—¿Cómo lo sabes?

Raissa se encogió de hombros.

—Los he visto.

Antheia la miró sin saber qué decir.

—Está bien... ¿tienes hambre?

—¡Sí!

≿━━━━༺❀༻━━━━≾

Raissa amaba vivir en el templo.

Encontró allí lo que era vivir como una niña, sin responsabilidades innecesarias ni preocupaciones. Aún así, le encantaba seguir a Antheia todo el tiempo y aprender todo lo que fuera necesario para que, cuando llegara el momento, volverse su sacerdotisa.

Pensaba que no había mujer más hermosa, maravillosa y única que Antheia. Era su modelo a seguir, aspiraba ser como ella algún día, y no se refería a ser una diosa, aunque Antheia le había dicho que algún día le daría la inmortalidad; sino más bien como mujer. Quería ser igual a ella, valiente, fuerte, digna y amada.

También le encantaba poder jugar con otros niños, aprender a leer y escribir, lo cual era algo que nunca pensó que era posible, siempre le habían dicho que no eran cosas para que una mujer aprendiera. Pero en el templo de Antheia, habían maestros que tenían la obligación de enseñarles, porque Antheia quería sacerdotisas cultas, no solo en las artes, también en ciencia, medicina, filosofía y política. Quería verdaderas eruditas capacitadas en todas las ramas de estudio.

Una vez conoció a las señoras Atenea y Artemisa cuando vinieron a visitar a su señora, y ambas diosas estaban encantadas con el trabajo que Antheia realizaba allí. Ambas prestaron sus conocimientos para que el templo creciera más y más.

Raissa no mentiría, pero esas visitas sin duda eran sus favoritas. En ellas podía mostrar lo mucho que había avanzado, y lo más importante, podía hacer sentir orgullosa a Antheia.

La primera vez, casi se desmayó de los nervios, pero ver la sonrisa en el rostro de su señora valió la pena.

Las tres diosas se habían reunido en torno a ella, quien sostenía una lira con dedos firmes pero delicados.

Se sentó en un banco de mármol tallado, con el rostro irradiando concentración, y sus manos se movían con gracia sobre las cuerdas del instrumento. Había practicado durante semanas para ese momento, un recital improvisado ante las tres diosas. El sonido que emergía de la lira era un canto melodioso, lleno de ternura y fuerza, que hablaba de las emociones que la pequeña aún no podía poner en palabras.

Atenea la observaba con interés. No era frecuente que una niña tan joven mostrara un talento tan prometedor y, sobre todo, una dedicación tan absoluta. Artemisa, a su lado, tenía una expresión tranquila, sus ojos brillando mientras escuchaba. Ella, melliza del dios de la música, tenía estándares altos en cuanto a aquellos que tocaban el instrumento de su hermano; pero debía reconocer que la niña la estaba sorprendiendo. La caza y la guerra eran su ámbito, pero también podía apreciar la belleza de un alma pura expresándose a través de la música.

Antheia, por su parte, no podía ocultar el orgullo que sentía. Sentada al centro, no apartaba la vista de Raissa. Sus labios se curvaron en una sonrisa suave mientras observaba cómo la pequeña hacía suya la música, comunicando una pasión que era imposible ignorar.

Cuando la última nota resonó en el aire, Raissa levantó la mirada hacia las diosas, esperando con el corazón acelerado una reacción. El silencio que siguió fue breve, pero para ella pareció eterno, roto finalmente por el aplauso de Antheia.

—Fue hermoso, querida.

La niña bajó la cabeza, ruborizándose.

—Gracias, mi señora. Lo hice lo mejor que pude.

Artemisa se cruzó de brazos y asintió con aprobación.

—Es más que suficiente. Tocas con el alma, pequeña. Pocos mortales logran transmitir esa clase de emociones con sus manos.

—Estoy de acuerdo —añadió Atenea, su tono más reflexivo—. Si pones el mismo empeño en todos tus demás estudios, tienes un gran futuro por delante.

—Aún me falta mucho por aprender —murmuró la niña, levantando la mirada hacia las tres diosas, sus ojos brillando con un fervor nuevo—, pero dedico cada día a aprender con mucho entusiasmo. Deseo ser todo lo que mi señora merece.

—No seas modesta, pequeña. Esa pieza que acabas de tocar me ha recordado los sonidos del bosque al amanecer. Tienes potencial.

—Estoy agradecida por sus palabras —murmuró sintiendo como sus orejas ardían por el rubor.

Antheia se inclinó hacia adelante, tomando la mano de Raissa con un gesto maternal.

—Lo has hecho maravillosamente, Raissa, querida. Tu entusiasmo ya me hace feliz. Estoy muy orgullosa de ti.

El rostro de Raissa se iluminó con una sonrisa tímida, y sus ojos brillaron de emoción.

—Gracias, mi señora. Sus palabras significan mucho para mí.

Otras ocasiones, eran el señor Hermes y el señor Dioniso quiénes visitaban a Antheia. Les servía vino y tocaba para ellos también, pero la señora Antheia no le permitía quedarse mucho tiempo. Decía que era demasiado joven para escuchar las conversaciones con ellos.

Aunque una vez se coló detrás de la ventana para escuchar.

El aroma a vino flotaba en el aire, y las risas suaves de los dioses llegaban hasta ella, que se asomó discretamente detrás de la ventana. Antheia y Dioniso estaban sentados en almohadones de plumas, mientras se reían de la historia que Hermes contaba.

—... Y entonces, como buen ladrón que soy —terminó Hermes con una sonrisa traviesa, bajando la voz—, me llevé todas las vacas y no se dio cuenta.

—Siempre la misma historia —murmuró Dioniso con una sonrisa burlesca mirando el interior de su copa—. ¿No te cansas de contarla, Hermes?

—¿Cansarme? ¿De la vez que dejé a mi hermano mayor como un tonto? —respondió con una sonrisa traviesa—. Jamás.

Antheia soltó una risita ligera, cubriéndose los labios con la mano, su expresión llena de esa mezcla de fascinación y cariño que parecía compartir con todos sus visitantes, pero con un toque de distancia profesional que siempre mantenía.

—He de reconocer que dejar en ridículo a Apolo tiene su encanto —masculló divertida.

Dioniso levantó su copa de vino y sonrió, lanzando una mirada cómplice a su hermano y luego miró a Antheia.

—Claro que tiene su encanto. ¿Quién no querría robarle algo al gran Apolo? —bromeó dando una leve mirada a los labios de la mujer.

Antheia bajó la mirada, siendo bastante consciente de los deseos de ambos.

—No me hagas esos planteamientos, Dioniso —dijo con una risa que no alcanzó a ocultar por completo el tono serio de su respuesta—. Sabes lo que pienso.

Hermes se dejó caer al otro lado de ella. Sabía que Antheia nunca se dejaría llevar por el coqueteo, pero aún así disfrutaba de sus comentarios.

—Ah, sí, claro, claro... leal como ninguna —dijo con una sonrisa que alzó las cejas—. Pero no puedes culparnos. No podemos evitar admirar a una diosa tan... encantadora.

Dioniso asintió.

—Exactamente. Nos conformamos con tu compañía. Aunque seas un como un sol que no deja que nadie se acerque demasiado. Pero eso es lo que te hace única para nosotros.

Antheia rodó los ojos.

—Son unos verdaderos provocadores.

Raissa sabía que a ambos les gustaba mucho la señora Antheia, no como a su madre, pero parecido. Pero no importaba lo que ellos sintieran, porque la diosa era fiel a su esposo.

Había visto de lejos al señor Apolo. No lo conocía en persona porque siempre que visitaba a su señora, ambos se encerraban en la habitación de la diosa a discutir. Siempre había gritos, pero Raissa sabía que no siempre era de enojo. Como le había dicho a Antheia, ella sabía lo que pasaba entre el hombre y la mujer, sobre todo si estaban casados.

Pero cuando el señor Apolo se retiraba, siempre se iba enojado, y Antheia siempre salía enojada también. Enojada y llorando. Lo ocultaba con una sonrisa cuando los niños del templo, las mujeres y ancianos se le acercaban, pero Raissa sabía que era una sonrisa triste.

—¿Por qué siempre discuten? —le preguntó una vez.

Antheia, que le había estado enseñando a tocar la cítara, se detuvo abruptamente.

—¿A qué te refieres, querida?

—Con el señor Apolo, siempre discuten cuando vienen a visitarla.

La diosa bajó el instrumento.

—Apolo...es muy orgulloso —dijo tras unos momentos de silencio—. Y muy arrogante. No le gusta que esté aquí, tan lejos de él.

—¿Porque la ama?

—Porque no puede controlarme —replicó con seriedad—. Escúchame bien, Raissa, el amor no es controlador. El amor es crecer juntos, es apoyarse en las buenas y las malas. Apolo no soporta que esté volviéndome conocida y no tenga que ver con él, y porque no soporta verme crecer es la razón por la que permanezco aquí. Si el mostrara que me apoya, yo volvería a Delfos a su lado.

Raissa la miró con horror.

—¡¿Nos dejarías?!

—No, claro que no, cariño —dijo acariciando su mejilla—. Siendo una diosa puedo ir venir a capricho, pero al menos permanecería al lado de mi esposo. Y él también podría estar aquí conmigo.

—¿Y yo?

—¿Tú qué?

—¿Yo tendría que quedarme aquí cuando tú no estás? —preguntó con los ojos llenos de lágrimas.

Antheia la abrazó cerca de su pecho.

—No, cariño. A dónde vaya, si ese es tu deseo, siempre estarás a mi lado. En Delfos, en el Olimpo o dónde sea.

Raissa sonrió, cerrando los ojos y disfrutando el aroma a jazmines que el cabello de Antheia desprendía. Nunca querría abandonar su lado.

El tiempo pasó quizá demasiado rápido y pronto Raissa cumplió diecisiete años. Se había convertido en una joven hermosa, inteligente y graciosa, que bajo el cuidado de Antheia, floreció.

Su cabello oscuro caía en suaves ondas hasta su cintura, y sus ojos, vivos y curiosos, parecían llevar consigo un mundo de sabiduría adquirida. No había sido fácil para ella; había tenido que aprender, crecer y sanar.

—Raissa, ¿sigues durmiendo? —cuestionó Antheia con las manos en la cintura.

—No, no...ya estoy despierta —dijo sentándose repentinamente en la cama, pero se apoyó con el codo en la rodilla y comenzó a roncar de nuevo.

—¡Raissa!

—¡¿Eh, qué?!

—Levántate, Irene te está esperando para la lección de hoy.

—Sí, sí...ahora voy.

Antheia sabía que no era así. Negó con la cabeza, divertida. Raissa era muy diligente en todas sus tareas, pero nunca podía despertarse a tiempo.

Se encaminó hacia el jardín, pronto las estaciones frías iban a comenzar y Antheia quería disfrutar los últimos días de sol. Se sentó tranquila en una de las bancas de piedra, observando cómo los trabajadores ampliaban cada vez el terreno.

En pocos años, su templo se había extendido. Era mucho más grande de lo que hubiera esperado en un inicio. También estaban agrandando el área de fieles, que cada día crecía más y más con la llegada de más semidioses.

Los dioses deberían aprender a tener más cuidado al tener hijos.

Vio a Irene caminar hacia ella, miraba a todos lados como buscando a alguien.

—Buenos días, Irene —saludó con una sonrisa.

Su primera sacerdotisa había envejecido con los años, pero se veía tan radiante y llena de vida.

—Buenos días, mi sagrada señora —dijo inclinándose ante ella—. ¿Ha visto a Raissa?

Antheia se rió.

—¿Dónde más? Duerme.

Irene rodó los ojos.

—Esa niña —dijo haciendo un sonido con la lengua. Luego pareció recordar algo—. ¡Ah, mi señora! Casi lo olvido, llegó un mensaje para usted.

Antheia tomó el pequeño pergamino, lo abrió y leyó.

—Vaya.

—¿Ocurrió algo malo?

—No, bueno...es inesperado, pero no malo —dijo enrollando el pergamino—. Recibiremos un visitante muy importante.

Para cuando Raissa se despertó por completo, el sol ya estaba alcanzando el punto más alto en el cielo. Corrió, vistiéndose a medio camino. La señora Irene la había a reprender por llegar tarde otra vez.

Le sorprendió encontrar en el salón central del templo una gran comitiva real. Se abrió paso entre la muchedumbre de sus compañeras.

—¿Qué ocurre? —preguntó a Irene, quién estaba detrás a unos pasos de Antheia mientras ésta hablaba con un hombre vestido de seda y joyas.

—Es el rey de Tesalia —respondió Irene.

—¿El rey de Tesalia? —Raissa alzó las cejas, sorprendida—. ¿Y qué quiere?

—Al parecer, consagrar a su hija menor al sacerdocio de la señora Antheia.

Raissa no se había dado cuenta que al lado del rey había una muchacha de su edad. De cabello rubio como el trigo y usaba una túnica de colores vivos. Mantenía una postura rígida, y aunque intentaba ocultarlo, sus labios estaban apretados en una línea tensa, como si luchara por contener su frustración.

Se preguntó si la chica realmente quería estar allí o si sólo estaba obedeciendo a su padre.

Antheia, con su elegante porte, escuchaba al rey con paciencia, pero había en sus ojos un brillo que Raissa reconoció: la diosa no estaba del todo satisfecha con lo que oía. El rey, un hombre corpulento con una barba bien cuidada, hablaba con tono imperioso, como si estuviera haciendo un gran favor al ofrecer a su hija al templo.

—Mi hija es una joven de virtudes excepcionales —declaró, extendiendo un brazo hacia la muchacha—. Estoy seguro de que servirá a su causa con devoción y honor, mi señora Antheia.

Antheia inclinó ligeramente la cabeza, agradeciendo las palabras del monarca, pero su respuesta fue medida.

—Encuentro encantador que desee servirme.

—¡Por supuesto que sí, mi señora! —exclamó el rey—. Después de todo, usted y yo somos familia, es mi deber que al menos uno de mis hijos sirva a su gracia divina.

Antheia forzó una sonrisa. Sí, familia. Se había presentado como un hijo de su abuelo, Ares.

—Sin embargo, debo preguntar: ¿es este también el deseo de tu hija?

El rey parpadeó, desconcertado por la pregunta, mientras la princesa alzaba los ojos con rapidez hacia Antheia, sorprendida por la intervención. Se formó un breve silencio incómodo en la sala.

—Por supuesto que es su deseo —respondió el rey rápidamente, con una sonrisa rígida—. Ella entiende el privilegio que representa esta oportunidad.

Pero Antheia no apartó la mirada de la joven. Con un gesto amable, extendió una mano hacia ella.

—Dime, querida, ¿qué dice tu corazón?

Raissa sintió una punzada de admiración. Era típico de Antheia actuar de esa manera, siempre priorizando la voluntad individual sobre las imposiciones externas, incluso frente a los reyes.

La muchacha dudó un momento, mirando a su padre de reojo. Luego, tomó aire y dio un paso adelante, inclinándose ligeramente ante Antheia.

—Es mi deber obedecer a mi padre, mi señora —dijo con voz baja, aunque contenía un leve temblor—. Si él cree que este es el mejor lugar para mí, entonces aceptaré.

Antheia ladeó la cabeza, escrutando a la joven como si pudiera ver más allá de las palabras.

—El deber es una virtud noble, pero pido a mis sacerdotisas una lealtad férrea, y eso solo nace de la voluntad y pasión propia. No puedo aceptarte si no eres capaz de entregar eso. Si eliges quedarte, quiero que sea porque tú lo deseas, no porque alguien más lo dicte.

La joven pareció desarmarse ante la sinceridad de esas palabras. Bajó la mirada, indecisa, mientras el rey fruncía el ceño, claramente irritado por la intervención de la diosa.

—Mi señora Antheia, con respeto —intervino el rey, con tono más severo—, mi hija está comprometida con esta decisión. Estoy seguro de que en poco tiempo comprenderá la importancia de este destino.

Antheia no respondió al hombre de inmediato, sino que sonrió con gentileza.

—Muy bien, haremos esto. Te aceptaré durante un año en un periodo de prueba, te irás preparando, pero si acabado este tiempo, sigues sin saber si deseas servirme, podrás elegir cuál es tu camino en la vida.

La joven asintió, aliviada, mientras el rey, ahora visiblemente incómodo, se limitaba a asentir también. Antheia volvió su atención hacia Raissa, que seguía observando desde el fondo.

—Raissa, querida —la llamó con dulzura—. Ven aquí, por favor.

Raissa dio un paso al frente, desconcertada, pero obedeció con rapidez.

—Quiero que le muestres a nuestra invitada el templo y sus alrededores —dijo Antheia—. Tal vez un paseo le ayude a aclarar sus pensamientos.

Raissa inclinó la cabeza con respeto.

—Como desees, mi señora.

La joven la miró con cautela, pero siguió a Raissa en silencio mientras esta la guiaba fuera del salón. Una vez que estuvieron lejos de las miradas del rey y los demás, Raissa rompió el silencio.

—¿Es esto lo que quieres? —preguntó, directa, sin rodeos.

Vaciló antes de responder, sus ojos azules oscilando entre el orgullo y la vulnerabilidad.

—No lo sé —admitió la princesa finalmente—. Pero parece que eso no importa. Mi padre ya ha decidido por mí.

Raissa frunció el ceño, pensando en las palabras de Antheia. Luego sonrió con suavidad y puso una mano en su brazo.

—Bueno, mientras estés aquí, no importa lo que tu padre piense. Lo único que importa es lo que tú decidas. Y si necesitas ayuda... yo estaré aquí.

Por primera vez, dejó escapar una pequeña sonrisa, casi imperceptible.

—Gracias.

—¿Cuál es tu nombre, por cierto? —quiso saber Raissa.

La princesa sonrió.

—Me llamo Coronis.

Ustedes leyendo la llegada de Coronis:

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro