ᴘʀᴏʟᴏɢᴏ
ᴘʀᴏʟᴏɢᴏ
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━━━LOS RELATOS DE LA MITOLOGÍA GRIEGA ERAN PARTE DE LA TRADICIÓN ORAL.
Muchos nunca fueron transcritos, y, a lo largo de las épocas, algunos se perdieron. Este es uno de esos relatos.
En el decimoquinto día del mes de Hekatombion de aquel año, los dioses olímpicos se reunieron en consenso para dar paso a la formación de una nueva deidad.
La luz dorada del sol se filtraba a través de las grandes columnas de mármol, proyectando sombras largas sobre el suelo cubierto de hojas de laurel. Entre los dioses, el silencio era casi palpable, pues todos sabían que aquel acto pasaría tarde o temprano.
Zeus, el rey de los dioses, se encontraba al frente, su mirada penetrante fija en la pareja frente a él.
—Así que finalmente estás lista —dijo, su voz resonando con el poder de un trueno—. Ten en cuenta que no solemos dar este regalo a muchos a mortales, mucho menos a una que no ha hecho nada glorioso para merecerlo.
Antheia tragó saliva y asintió.
—Sin embargo, yo creo que Antheia está mejor capacitada que muchos otros mortales para tomar un poder así —intervinó la reina Hera.
Afrodita asintió gustosa.
—Me he asegurado de entrenarla como corresponde.
—Se nota —comentó Demeter con una sonrisa falsa.
Los dioses observaban a Antheia con ojos que variaban entre la curiosidad y la incertidumbre. La joven estaba de pie ante ellos, su cuerpo aún marcado por la experiencia de la maternidad, pero en su interior había algo distinto, algo que la hacía brillar de manera inesperada. La incertidumbre que la había acompañado hasta ese momento parecía desvanecerse, reemplazada por una serenidad inusitada, como si la decisión que estaba a punto de tomar fuera la correcta.
Zeus, que no se había movido ni un centímetro desde que la reunión había comenzado, fijó su mirada en su hijo.
—¿Estás seguro que está lista, Apolo?
El dios asintió.
—Sí, padre. Lo hemos hablado y ambos estamos de acuerdo.
Hubo un murmullo entre los presentes.
—Yo no lo creo—dijo Atenea con seriedad—. Le estaremos dando un poder que no sabe manejar, que no ha ganado con su propia gloria.
—No todos los caminos hacia el poder son los mismos —respondió la diosa del amor, su voz cargada de una sutileza que no pasó desapercibida.
Zeus asintió, viendo la interacción entre las dos diosas, y levantó una mano para poner fin a los murmullos.
—Aunque ya se había establecido hace tiempo, votaremos para que nadie quede inconforme. ¿Votos en contra? —Solo Demeter y Atenea levantaron la mano—. Supongo que eso lo decide todo.
Antheia clavó sus ojos en cada dios. Sabía que Afrodita y Ares votarían a su favor, era su nieta después de todo y el logro más grande por el que la diosa del amor había trabajado. La reina Hera le había tomado cariño, por supuesto que la aprobaría.
Y Artemisa tampoco era una sorpresa. La diosa le sonrió suavemente y asintió.
Le había sorprendido el señor Poseidón. No había hablado jamás con él, pero ahí estaba, alto y musculoso, de cabello negro rizado y una barba larga, llevaba el torso descubierto y una tunica verde que se aferraba a sus caderas. Era ciertamente guapo, no tanto como su esposo, pero lo era. Y le sonreía. Mucho.
Decidió pasar al siguiente dios. Hermes. Le guiñó un ojo. Hacía días que no sabía nada de él, pero Hermes le había enviado hace unas semanas una enorme cesta de moras.
A su lado estaba un dios joven. Hermoso, de cabello negro largo, ojos azul oscuro penetrantes, vestía una túnica de colores brillantes de seda y satín, bordadas con oro y una corona de flores en la cabeza. Dioniso, el más nuevo de los hijos de Zeus.
Tenía una copa de oro en sus manos y le dio una sonrisa graciosa antes de levantar la copa en su dirección.
El señor Hefesto ni siquiera estaba prestando atención, o al menos no lo demostraba, más interesado en el artilugio en sus manos; pero sabía que le tenía un especial cariño, después de todo, Hefesto había pensando durante mucho tiempo que Eros había sido su hijo. Su primer hijo. Y lo había amado con infinita ternura.
Antheia siempre pensó que Afrodita había sido cruel con él. Le había creado una ilusión alrededor de su hijo que luego rompió sin piedad.
Aún así, el señor Hefesto seguía amando a Eros como a su hijo, afecto que era recíproco por parte del dios del amor; y que se había extendido a Antheia.
Luego miró a las dos diosas restantes.
Comprendía por qué Atenea se negara. Ella estaba considerando todos los pros y contras, no era nada personal contra Antheia, de hecho, la diosa de la sabiduría siempre había sido cordial; solo que no consideraba que estuviera lista o que lo mereciera como era habitual.
Aunque no sabía por qué Demeter no la consideraba apta.
A su lado, Apolo le dio una sonrisa pequeña y le besó la mejilla antes de encaminarse hacia su trono.
Miró a los doce. Sentados en lo alto, con el tamaño propio de colosos. Antheia se sentía una hormiga frente a ellos.
«Y pronto seré igual» pensó respirando profundamente.
Los dioses guardaron silencio mientras Zeus hacía un gesto hacia Hebe, quién había estado de pie a un costado en silencio. La diosa de la juventud se abrió paso hacia ella, sosteniendo en sus manos un cáliz de oro.
La tensión en el aire era densa, y los dioses se mantenían en su lugar, observando en silencio el procedimiento. La luz del sol seguía filtrándose a través de las columnas, bañando todo con un resplandor cálido. Antheia, aunque había estado nerviosa al principio, ahora sentía una calma imprevista al ver la aprobación en los rostros de los dioses que la respaldaban. Pero en su pecho, una chispa de duda aún persistía.
Recordó la conversación que había tenido con Apolo antes de entrar.
—¿Cómo sabré qué dominios obtendré?
—Pues...nosotros solo lo sabemos. Nacemos con ello —dijo frunciendo el ceño—. Cuando un mortal es transformado es...bueno, supongo que lo que más lo marcó en su vida humana.
Hebe avanzó lentamente hacia Antheia, su delicada figura bañada en la luz dorada, su paso seguro. Con una sonrisa serena, se detuvo ante ella y levantó el cáliz de oro que llevaba en sus manos, un cáliz que brillaba con una luz propia, cargada de un poder antiguo y profundo. La diosa de la juventud le extendió el recipiente.
—Bebe, Antheia —dijo Hebe, con una voz suave pero firme—. Este es el acto final para convertirte en una de nosotros. El poder de los dioses fluirá hacia ti, y serás una nueva deidad, una que caminará entre nosotros como igual.
Antheia no titubeó. Miró el cáliz, sintiendo la energía que emanaba de él, sintiendo que sus manos temblaban levemente. Sus dedos rozando el oro frío, y llevó la copa a sus labios. Los ojos de los dioses la observaban con expectación.
Siendo una semidiosa, Antheia podía beber néctar y ambrosía; pero beberlo directamente desde aquel cáliz era otra cosa. Solo los dioses podían beber de él, porque si un humano lo hacía, la comida de los dioses quemaría toda la humanidad en ella.
Al beber sintió una explosión de energía recorrerla, una fuerza vibrante y pura que la llenaba por completo. Su cuerpo tembló por un momento, como si luchara por contener la magnitud de la energía que había absorbido. Un resplandor dorado comenzó a emanar de su piel, iluminando su rostro, su figura, y proyectando sombras danzantes sobre el suelo de mármol.
Los dioses la observaban en un silencio absoluto, cada uno de ellos inmóvil, como si el tiempo hubiera quedado suspendido en ese instante. Era el momento en que una nueva deidad tomaba su lugar entre ellos, el momento en que la mortalidad dejaba de existir en su ser, transformándose en algo mucho más grande, más eterno.
Al abrirlos, sus ojos brillaban con una intensidad que no tenían antes. Ya no era la joven mortal que había sido; algo en su interior había cambiado.
Poderosa, de una belleza deslumbrante como solo Afrodita poseía. Un halo rojo como la sangre la envolvía. Todo parecía completamente diferente. Los colores, los olores, su corazón latía con una fuerza que la conectaba con todo lo que la rodeaba: las hojas caídas del laurel, las sombras alargadas por el sol, los murmullos de los dioses.
Zeus observó en silencio, sus ojos fijos en Antheia. El rey de los dioses había visto muchas transformaciones a lo largo de los siglos, pero la de ella era diferente. Había algo en su presencia que parecía reconfigurar el aire a su alrededor, como si el mundo se hubiera ajustado a su nuevo poder. Un poder que no venía de la gloria en batallas ni de un sacrificio heroico, sino de una singularidad interior, de la paz que había alcanzado al abrazar su destino.
Apolo la miraba con cariño. En los últimos días se había dado cuenta que solo Antheia podía comprenderlo de una forma que se negó a aceptar durante mucho tiempo.
Le dolía en el corazón que su hija hubiera muerto y casi haberla perdido a ella para darse cuenta que no quería a nadie más como su esposa a su lado.
La nueva diosa se levantó con gracia, su mirada llena de determinación, pero también de una nueva comprensión de sí misma. La luz que la envolvía comenzó a disiparse poco a poco, pero la esencia de su poder permaneció, una presencia resplandeciente que no podría ser ignorada.
—Está hecho —dijo Atenea, rompiendo el silencio.
Antheia los miró. Descubriendo en sí misma un poder que no pensó jamás llegar a sentir. Ya no les temía, los veía como lo que eran. Lo mismo que ahora ella era.
Y supo que Apolo había tenido razón cuando dijo que sabría qué dominios le pertenecían. Lo sentía en sus venas.
La lealtad, la traición, las promesas hechas y las rotas, la fidelidad y el deseo de venganza. Y todo aquello que nace de eso: el amor humano, el matrimonio, las familias, la amistad, el compañerismo.
La diosa de la lealtad había nacido ese día.
Y aunque el mundo de los dioses estaba a punto de cambiar, nadie sabía exactamente qué papel jugaría ella en él.
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La pareja ingresó al templo del dios bajo la atenta mirada de todos sus sirvientes. Apolo sostenía su mano en alto, su agarre era fuerte y seguro. Antheia no sabía qué pensaba de cómo habían cambiado las cosas en pocas semanas, pero lo habían hecho y ahora todo era diferente. Durante un año, había recorrido esas mismas escaleras con su orgullo herido, acompañada de burlas y murmullos perforando su confianza.
Los sirvientes estaban alineados a ambos lados, inmóviles como estatuas, pero sus miradas hablaban por ellos. Ya no había desprecio en sus ojos, ni las sonrisas maliciosas que tantas veces la habían acompañado. Ahora había miedo.
No el mismo miedo que habían aprendido a tenerle, sino uno más profundo. Un verdadero terror ante el conocimiento de que cualquier falta de respeto, Antheia ya no ordenaría a nadie un castigo, sino que lo haría ella misma con un solo movimiento de mano o incluso con la mirada.
Y le gustó tanto ese poder.
Subieron las escaleras hacia lo más alto del segundo piso y al llegar a la cima, Antheia se detuvo, mirando hacia abajo a todos. Se dio cuenta que en un pequeño rincón estaban las Musas, todas menos Calíope que seguía prisionera la Garganta del Samaria. Pero el resto estaba ahí, y también todas las amantes de Apolo. Torció los labios, disgustada. Le gustaría tanto que se deshiciera de todos ellos, pero al menos, hasta dónde sabía, Apolo no había vuelto a llamar a ninguno a su cama desde el día de los juegos.
Su esposo la miró, esperando a ver qué hacía y luego miró a los demás, dándose cuenta de lo que ella quería. Frunció el entrecejo, apenas casi imperceptible, pero todos lo notaron. Inmediatamente, inclinaron sus cabezas al unísono, un gesto que habría parecido impensable apenas unos días antes. Antheia alzó la barbilla, complacida.
Nada había ocurrido como ella quería, pero no estaba disgustada con los resultados. Era más de lo que había esperado, si era sincera.
Se mantuvo erguida, disfrutando del silencio absoluto que había caído sobre el templo. Era un silencio que hablaba más que cualquier palabra, lleno de sumisión, temor y respeto.
Los sátiros y ninfas que servían en el templo se habían arrodillado temblando, llenos de miedo. Las Musas no se atrevieron a levantar la mirada; sus delicadas manos apretaban sus túnicas. Se permitió mantener su mirada fija en ellas unos segundos más de lo necesario, disfrutando del sutil temblor que recorrió a algunas de ellas. Clio apartó la mirada, y Euterpe dio un paso atrás como si quisiera desaparecer entre las sombras.
«Así está mejor» se dijo, satisfecha.
Los amantes de Apolo, algunos aún ataviados con adornos que ella reconocía como obsequios de su esposo, se mantenían apartados, intentando desaparecer en las sombras.
Una sonrisa apenas perceptible curvó los labios de Antheia.
«Es un buen comienzo» pensó, aunque no podía negar que quería más.
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Antheia no sabía que debía esperar de su nueva divinidad. Veía el mundo con otros ojos y se sentía como un bebé aprendiendo a caminar con pasos torpes.
Sabía que ahora debía empezar a crear un culto, pero no cómo o dónde.
—No sé qué se supone que debo hacer —admitió nerviosa. Nunca se había sentido así, no era normal en ella.
Apolo le sonrió.
—Tranquila, no tienes por qué empezar ahora —dijo tomando su mano—. Por ahora vayamos a Delfos, allá estarás más tranquila y en un ambiente de paz.
Antheia, sin saber qué más hacer, aceptó.
Aprender a moverse como una diosa era todo un reto y al mismo tiempo tan sencillo como respirar. Cerró los ojos e hizo caso a la vaga explicación que su esposo le había dado. Una sensación de movimiento vertiginoso, aunque sus pies no se movían, la envolvió. No había ruido, solo un susurro, como el murmullo del viento a través de los árboles. Era difícil describirlo, pero lo más extraño era la luz: un destello dorado, cálido, que la rodeó y pareció envolverla, transformándose en miles de pequeñas partículas que giraban a su alrededor.
De repente, sus pies tocaron tierra firme, y el mundo volvió a formarse frente a sus ojos. Abrió los párpados lentamente, como si temiera descubrir que todo había sido un sueño. Pero no lo era.
El aire era más puro, más vibrante, lleno del aroma de pinos, flores silvestres y tierra húmeda.
En la vastedad del monte Parnaso, donde los pinos se elevan como columnas hacia el cielo, ambos emprendieron la marcha hacia el Santuario de Delfos. El dios, radiante en su esplendor dorado, avanzaba con paso firme, mientras que a su lado caminaba la recién nacida diosa, cuyos pasos eran ligeros pero indecisos, como los de un cervatillo que se aventura por primera vez fuera del bosque.
Antheia sabía que podría alcanzarlo con facilidad, pero estaba demasiado entretenida observando todo a su alrededor con sus nuevos ojos. Todo se sentía tan diferente a cómo lo veía cuando era humana.
Se detuvo a medio camino y alzó la vista hacia las copas de los pinos que se mecían suavemente con la brisa. Cada aguja parecía un diminuto cristal verde, resplandeciente bajo la luz del sol. Podía distinguir cómo el rocío se deslizaba por ellas en diminutas gotas, reflejando arcoíris efímeros que se disipaban antes de alcanzar el suelo.
El aire estaba cargado de vida, más de lo que alguna vez pudiera haberse percatado. Podía separar cada fragancia: el aroma dulce de las flores silvestres, el frescor de la resina en los árboles, la tierra húmeda que aún conservaba el rastro de la última lluvia. Incluso el viento tenía un olor, una mezcla de hojas y libertad que acariciaba su rostro mientras avanzaba.
¡Y los sonidos! Oh los sonidos, qué maravilla. Podía oír el zumbido de una abeja revoloteando entre las flores, el distante murmullo del río Castalia, y el crujido de las ramas bajo el peso de una ardilla que saltaba ágilmente entre los árboles.
Bajó la mirada al suelo y se sorprendió al ver que incluso el musgo bajo sus pies tenía una textura compleja, una red intrincada de verdes y dorados que brillaba como un tapiz tejido con luz.
Se sobresaltó ante el repentino tacto en su mejilla. Apolo la miraba con una sonrisa divertida.
—Estás demasiado distraída hoy —murmuró.
Su mirada volvió al horizonte, donde las montañas del Parnaso se alzaban majestuosas, coronadas por una densa capa de niebla. El cielo era de un azul tan profundo que le recordó a los ojos de su esposo.
—Es como si el mundo estuviera vivo de una manera que nunca antes noté —susurró, temiendo romper la magia del momento si alzaba demasiado la voz.
—Siempre lo ha estado —respondió Apolo—, pero ahora puedes verlo en su totalidad. Es uno de los beneficios de ser una diosa: el universo se revela a ti en todo su esplendor.
Continuaron su camino, esta vez, Apolo la había tomado de la mano para evitar que volviera a quedarse atrás.
En el Santuario de Delfos, las columnas de mármol brillaban bajo el sol dándole un aire puramente divino. Antheia lo observó con la boca abierta. Aquel era el templo que Apolo había construido después de vencer a Python, la desgarradora de los montes, aquel lugar era el que antes le había pertenecido a la poderosa Gaia, la dadora de vida, aquel lugar era el centro del universo.
Conocía el santuario de su esposo en Delos, la cuna de su nacimiento, pero no el de Delfos. Este era asombrosamente majestuoso.
Los sacerdotes y sacerdotisas salieron presurosos y emocionados al ver a su dios acercarse, se arrodillaron y lanzaron cánticos y rezos con benevolencia. Antheia notó cómo sus ojos se desviaban hacia ella, curiosos, pero respetuosos. Se preguntaba si acaso ellos sabían quién era.
Los sacerdotes de Delos la conocían, Afrodita se había encargado de que supieran que la niña frente a ellos, lo había sido entonces con catorce años cuando la llevó, algún día sería la esposa de su señor. El sacerdote del pequeño templo en Volos sabía que Apolo se había casado, pero no sabía con quién.
Uno de ellos, el más anciano, con el rostro marcado por los años y las bendiciones del culto, se acercó y le dio una reverencia a Apolo. Luego, con cautela, levantó la mirada hacia Antheia. Su mirada no era la de alguien que desconociera el nombre de la esposa del dios, pero tampoco estaba llena de la admiración inmediata que evidentemente tenía a su señor. Era un respeto, quizás una curiosidad contenida.
—Mi gran señor, que alegría ser bendecidos con su presencia.
Apolo asintió con una sonrisa serena al sacerdote, pero no la presentó, no dijo nada. Solo mantuvo su mirada posada en Antheia, como si esperara que ella tomara la iniciativa.
La diosa no era tonta. Sabía que se esperaba que marcara su dominio igual que todos los dioses cuando reclamaban algún santuario, ciudad o bosque. Solo lo tomaban y los humanos debían obedecer.
Así había hecho él mismo cuando había tomado este lugar. Al matar a Python, los antiguos sacerdotes del templo de Gaia se habían sentido reacios a cambiar de culto, los había despachado lejos y puesto nuevos sacerdotes que le fueran leales a él.
Antheia sintió la presión del momento, pero se obligó a calmarse, a respirar profundamente, y algo en su interior se despertó: la sensación de que algo tan vasto como el cosmos se extendía ante ella, esperando ser comprendido, honrado. Pero, ¿cómo comenzaba a construir una divinidad desde cero?
El anciano sacerdote se mantuvo de pie, aguardando la respuesta de la diosa. A Antheia no le bastó sólo la reverencia de los demás; necesitaba entender quién era ella misma en este nuevo papel. Sus pensamientos se entrelazaban, volvían hacia sus pasos vacilantes de antes, el torbellino de sensaciones que la desbordaba.
Y por extraño que fuera, en ese momento, supo cómo era que los dioses iban reclamando más y más dominios.
Con una sonrisa agradable, pero firme, Antheia levantó la mirada hacia los ojos del sacerdote.
—Desde ahora este templo también me pertenece —dijo con voz cantarina—. Yo, Antheia, diosa de la lealtad, y esposa de Apolo, reclamo este santuario como parte de mi nueva divinidad. La verdad, la justicia y la lealtad son pilares esenciales de una sociedad civilizada. Un hombre leal, es un hombre de honor que respeta su palabra ante la verdad y la justicia. La traición ante cualquiera de ellos, sobre todo ante sí mismo, sus creencias y valores, arrastra el honor de su sangre y descendencia. Debe ser purificada mediante los castigos que nacen de las profecías. Aquí, se adorará la verdad y la lealtad, la justicia divina y la restauración del honor. Seremos los jueces del orden cósmico y moral, tanto en los cielos como en la tierra.
Su declaración había quedado flotando en el aire como una sentencia, una que los humanos no podían ignorar. En el silencio que siguió, el eco de sus palabras reverberó por las columnas de mármol, resonando en cada rincón del templo como un susurro divino.
Apolo permaneció inmóvil, observando a su esposa con una mezcla de orgullo y expectación, como si el mundo entero dependiera de ese momento. Los sacerdotes, por su parte, intercambiaron miradas.
Antheia no quería admitirlo porque eso sería humillante para su nueva condición, pero temía que le dijeran que estaba siendo arrogante y que mejor se fuera de allí.
No lo harían. No con Apolo ahí, quién no había dicho nada en todo el tiempo que habían estado en el templo; pero una parte de ella, la que aún permanecía con recuerdos y sentimientos humanos, comenzaba a cuestionarse que tan buena diosa sería si era incapaz de lograr que unos sacerdotes le rindieran culto.
No sabría qué hacer si la rechazaban. Ella sabía cómo actuar como una humana que debía ser honrada; pero aprender a ser una diosa le estaba costando, había tanto por aprender, tanto por comprender. La mayoría de los dioses nacían siéndolo, ella debía descubrir su nueva realidad sola, porque por más que Apolo la guiara, él nunca sería capaz de entender el cambio brusco por el que su mente estaba pasando.
Una caricia suave en su brazo la hizo darse cuenta que llevaba rato largo sin prestar verdadera atención a lo que pasaba a su alrededor. Miró al sacerdote, que al parecer le había dicho algo y ella no se había percatado.
El hombre se dio cuenta de ello, porque le dedicó una sonrisa suave y asintió antes de volver a repetir lo que había dicho.
—Mi hermosa señora, bienvenida sea tu presencia en este sagrado lugar. Que tu luz se una a la de Apolo, el brillante, para iluminar a todos los que cruzan este umbral.
Los otros sacerdotes se unieron al reconocimiento, inclinando sus cabezas, algunos con una reverencia aún más profunda que la anterior, mientras otros simplemente observaban con un brillo de curiosidad en los ojos.
Soltó el aire que no sabía que había estado conteniendo. ¿En qué momento había dejado de respirar?
Claramente siendo una diosa no lo necesitaba, pero era un acto tan natural.
Asintió, declarando que estaba complacida con su respuesta.
Dio un paso en dirección al interior del templo, sintiendo las miradas de todos sobre ella. Cruzó el umbral con una nudo en el estómago, una sensación de expectativa y miedo sobre el futuro porvenir.
Sabía que nada sería igual, y estos eran los primeros pasos hacia su destino.
Quiero agregar que si bien algunas descripciones quizá no encajan con el face claim elegido, es solo por una cuestión de no encontrar imágenes para los edits.
Por ejemplo, a Dioniso lo describo como de piel morena, ojos azules y rizos negros, pero no conseguí buenas imágenes para las ideas de edits de tiktok que tenía, y al menos para eso, acabé eligiendo a Austin Butler para representar a Dioniso ahí.
Lo mismo verán con Hermes, que ya no es Benjamin Wadsworth sino que es Paul Wesley, me estoy un poco aprovechando de que al ser dioses, pueden tener la apariencia que se les de la gana. Pero eso, en los edits Dioniso es Austin y Paul es Hermes, pero en la historia me había imaginado más a Benjamin al menos de Hermes, de Dioniso puede que siga siendo Austin. Al final, decidan ustedes a quién se imaginan.
Por otro lado, a partir del siguiente capitulo habrán saltos temporales constantes, de mese, años, etc. Algunos capítulos son medio autoconclusivos de las aventuras de Antheia.
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