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ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ᴏᴄʜᴏ

Este capítulo va dedicado a -sabricult por su cumple.

¡Feliz cumple Celes!

ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ ᴏᴄʜᴏ

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━━━LA VENGANZA ES UN CÍRCULO VICIOSO, EL QUE ATACA, LUEGO ES AGREDIDO Y VOLVEMOS A EMPEZAR.

—Hiciste bien —dijo Hera—. Ya era hora de que aprendieran su lugar.

Estaban caminando por los jardines del palacio de la reina. Hera caminaba a su lado, agarrando su brazo en un toque suave.

—Agradezco su consejo, su majestad. Ninguna se atreve a decir algo, ni siquiera las musas. Inclinan la cabeza cuando me ven pasar.

Hera se rió por lo bajo.

—Veo que te has adaptado más que bien a tu nuevo lugar. —Pasaron cerca de un rosedal, disfrutando del aroma—. ¿Apolo aún no regresa?

—No —respondió encogiéndose de hombros—. Pero la muchacha no era importante, por lo que oí, solo le interesaba porque toca maravillosamente la lira, pero desde hace tiempo que solo me pide a mí tocar para él. No es de su interés, y por lo que he notado estos dos días, los demás están demasiado asustados para intentar desafiarme.

—¿Y si se entera? —insistió.

Antheia pensó en eso.

Cuando tomó la decisión en ese momento, lo decidió. Si su esposo no la protegía, ella misma lo haría. Y tal como iban antes de empezar a llevarse mejor, dudaba que Apolo pudiera hacer algo peor a lo que ya había hecho. Sería lo mismo de siempre: humillarla.

—Si se entera y se enoja, pues aceptaré lo que haga —respondió—. Y luego él tendrá que atenerse a las consecuencias de ello.

Hera sonrió, una expresión de aprobación y algo más, una chispa de complicidad.

Había algo casi maternal en su actitud, una ironía considerando la relación tensa que mantenía con sus propios hijos, peor con sus hijastros. Pero, en ese momento, Antheia sintió que estaba siendo preparada para un juego más grande, un tablero donde cada movimiento debía ser calculado con precisión.

—Eres más interesante de lo que esperaba, Antheia —comentó Hera, volviendo su mirada hacia ella—. Y me alegra ver que tienes la fortaleza para tomar decisiones difíciles. Las mujeres en nuestra posición a menudo deben ser más fuertes que sus esposos. El poder real está en nuestras manos, si sabemos cómo usarlo.

Antheia asintió nuevamente, interiorizando cada palabra.

La crueldad estaba en su naturaleza. El amor era el arma más letal que existía, y ella era hija del amor. Y si debía usarlo para sobrevivir, lo haría sin dudarlo.

Hera continuó caminando, y ella la siguió, apreciando el suave crujido de la grava bajo sus pies.

Al volver al palacio, Liria la esperaba con el baño listo.

Se sumergió en el agua cálida, permitiendo que la relajante temperatura aliviara la tensión acumulada.

—¿Desea algo más, señora?

—No, déjame sola —murmuró—. Tómate el día para ti misma, estaré bien.

—¿Está segura?

—Sí —sonrió—, ve a ver a ese novio tuyo.

Liria se sonrojó.

—¿Lo sabía?

—Awww no fue muy difícil. He visto como te brillan los ojos cuando ese sátiro anda cerca, y él no es muy disimulado, se pone tan torpe que pareciera llevar campanas en todo el cuerpo.

La ninfa se rió, y le agradeció antes de marcharse.

Se quedó sola, el agua cálida rodeándola y el aroma de los aceites esenciales llenando el aire. Cerró los ojos, por fin relajada en mucho tiempo.

El sonido del agua al moverse la adormeció hasta casi quedarse dormida. Por eso se sobresaltó cuando la puerta se abrió abruptamente. Liria entró apresurada, nerviosa.

—Lamento molestarla —dijo tomando una toalla de lino e instándola a salir—, pero el señor Apolo volvió.

Antheia se detuvo un momento, sintiendo como si una mariposa revoloteara en su pecho. No se había dado cuenta de que lo había extrañado hasta ese momento.

—¿Dijo algo? ¿Preguntó por mí?

—No estoy segura, cuando lo vi estaba entrando a la sala de música.

—Probablemente extrañó su lira, cuatro días de caza lo debe haber inspirado —comentó pensativa—. Busca mi mejor vestido, por favor.

Estando en el palacio, Apolo la llamaba sin falta cada noche. Necesitaba estar lista para entonces.

Liria le untó el cuerpo de aceite y la salpicó con rosas y canela. Le cepilló el pelo hasta que tuvo el brillo de las obsidianas.

Le trajo la cena, que consistió en fruta y queso con pan frito, todo acompañado por una jarra de vino mezclado con miel.

Luego se sentó a esperar. La tarde se convirtió en noche, y aún no había recibido ninguna noticia suya.

Se paseó por la habitación, comenzando a impacientarse. Se volvió a sentar en el borde de la cama, la mirada fija en la puerta, como si de alguna manera esperara que él apareciera de repente.

Para cuando se dio cuenta ya era madrugada.

No se había sentido así desde su primera noche de casada. Esperando horas a alguien que no mostró siquiera interés en saludar.

Por la mañana se levantó de mal humor. Mal humor que empeoró cuando Liria le confirmó las noticias.

—Anoche las nueve musas estuvieron con él.

—¿En su habitación? —preguntó haciendo esfuerzos para que no se notará como su voz se rompió a media oración.

—En la sala de música. Dicen que llegó emocionado con nuevas ideas y quería trabajar en ellas.

Asintió. Podía entender eso, pero al menos hubiera saludado.

Pero esto se repitió los siguientes tres días. Y cualquier intento de entrar en la sala de música fue bloqueado.

—Prohibió la entrada a todo el palacio, señora —dijo Ankos—. No quiere distracciones.

Al quinto día por fin tuvo noticias.

Estaba bordando después de cenar cuando Liria entró en su habitación emocionada.

—Quiere verla —dijo tomando el cepillo y el perfume para arreglarla.

—¿Ahora?

—Ahora mismo.

Se levantó de su asiento con un suspiro, dejando a un lado el bordado. Se dirigió al espejo mientras Liria la preparaba con apresurada eficiencia. La mujer no pudo evitar sentirse una mezcla de nervios y frustración; después de tantos días de espera, no sabía qué esperar de esta reunión.

Liria terminó de acomodarle el cabello y le ajustó el vestido.

—¿Está en su habitación? —preguntó subiendo las escaleras del ala este.

—Sí.

Se apresuró hasta sentir que sus pies flotaban en el mármol. Al llegar a la puerta, la dejaron pasar sin decir nada.

Entró asegurándose de acentuar el movimiento de caderas y con una sonrisa suave que se esfumó al darse cuenta quien estaba allí.

La joven que había castigado estaba sentada al lado de él. Debían haber estado cenando juntos antes de su llegada.

Ella le sonrió con burla.

Antheia tragó saliva y respiró hondo antes de hablar.

—¿Me mandó a llamar, mi señor?

Apolo bebió de su copa, haciéndola sentir frustrada. La dejó sobre la mesa, y la miró con frialdad.

—¿Quién te crees para mandar a azotar a alguien de mi templo? —cuestionó con voz dura.

—Esta mujer me insultó —replicó.

—¡Son calumnias! —exclamó ella—. Nunca la insulté, no hice ni dije ninguna cosa que pueda ser considerada irrespetuosa.

—¡Me llamaste puta!

—¿Y dónde está la mentira en eso? —Antheia miró a Apolo al escuchar aquello—. Tu única función es abrir las piernas para mí, nada más. Pero te he dado demasiadas libertades y ahora te tomas atribuciones que no te corresponden. Azotas y lanzas amenazas, dejaste entrar a Hera a mi palacio como si fuera una amiga que es bienvenida aquí. ¡Esa mujer intentó matar a mi madre, tiene prohibida la entrada!

Quería replicar algo, ser capaz de defenderse mejor, pero aquello la había descolocado. Creía que habían llegado a un mejor trato que este.

—Yo...

—¡Suficiente! —gritó—. Ya no quiero seguir escuchándote. De verdad crees que estás por encima de todas. Que me haya mostrado más amable contigo no significa que tienes derecho a hacer lo que quieras. No olvides de donde vienes, no eres más que una ofrenda de paz, una simple mortal insignificante, perfectamente reemplazable. Que no se te olvide de nuevo.

Apolo mentía. Vergüenza, el dios de la verdad, mintiendo.

—¿Cómo puede tratar así a su esposa? ¿Y además en presencia de esta descarada?

—Parece que no vas a aprender —masculló apretándose el puente de la nariz—. ¡Ustedes cinco, salgan! —ordenó a los tres sátiros y ninfas que estaban sosteniendo las bandejas y jarras—. Esta noche, la "señora del palacio" nos va a servir.

—Apolo...

Tomó una copa de oro y volteó el vino sobre la alfombra.

—Muévete y sírvenos —ordenó con frialdad—. ¡Ahora!

Se quedó helada por un instante, sintiendo cómo el mundo se cerraba sobre ella. La humillación la golpeó como una ola fría, pero apretó los dientes, dispuesta a no romper a llorar en ese instante pese a lo mucho que le ardían los ojos.

Con movimientos deliberadamente lentos y dignos, se dirigió hacia la mesa donde estaban las jarras de vino. Su corazón latía con fuerza, y la vergüenza quemaba en sus mejillas, pero mantuvo su expresión serena. Tomó una de las jarras y comenzó a servir, asegurándose de no derramar ni una gota. Luego, se acercó a la joven que había sido la causa de todo este lío.

La muchacha la observaba con una sonrisa maliciosa, disfrutando claramente de la humillación que había logrado. Esta última apretó los labios, controlando el impulso de tirarle el vino en la cara.

—Gracias, querida —dijo la joven con un tono de burla mientras llenaba su copa.

Antheia no respondió, limitándose a inclinar la cabeza ligeramente. Con cada segundo que pasaba, sentía que su dignidad se desmoronaba, pero se obligó a seguir adelante.

La cena continuó en un incómodo silencio, roto sólo por los murmullos ocasionales de los demás. Permaneció de pie, observando cómo Apolo conversaba con la joven ignorándola, coqueteando abiertamente frente a ella.

Cuando terminaron, Apolo se puso de pie, se acercó a ella y murmuró:

—Espero que esta lección te haya servido —dijo con una voz firme y autoritaria—. No olvidarás tu lugar de nuevo, ¿verdad?

Asintió. Y él la despachó sin siquiera dirigirle la mirada de nuevo.

Y lo agradeció. No le importó saber que la otra se quedara ahí, porque lo único que quería era alejarse lo más que pudiera de allí.

Aguantó hasta llegar a su habitación, cerró la puerta con un clic suave pero definitivo. El aire dentro del cuarto parecía pesado, cargado con la mezcla de su humillación y su ira contenida. Se apoyó contra la madera, cerrando los ojos mientras las lágrimas, finalmente liberadas, caían silenciosas por sus mejillas.

Rompió en llanto desconsolado, sintiendo cómo el aire le faltaba. Se desplomó en el suelo, abrazando sus rodillas contra sí.

La sensación de opresión en su pecho aumentaba con cada latido de su corazón, que martilleaba con fuerza en sus oídos. Las lágrimas se mezclaban con el sudor en su rostro, mientras el mundo a su alrededor se desdibujaba y cerraba sobre ella.

Intentó controlar su respiración, pero cada intento fallido solo intensificaba su pánico. Sentía como si una mano invisible apretara su garganta, impidiéndole inhalar profundamente. Un nudo en su estómago se retorcía, y la sensación de ahogo se hacía insoportable. El eco de las palabras de Apolo resonaba en su mente. Cada repetición de esas palabras era un dardo afilado que penetraba su corazón.

Se arrastró hacia la cama, apoyándose en uno de los postes para intentar levantarse. Sus piernas temblaban y se dejó caer en la cama, su cuerpo temblando incontrolablemente. La habitación se sentía demasiado pequeña, las paredes se cerraban sobre ella, atrapándola.

El sonido de su propia respiración entrecortada llenaba la habitación, mientras sus manos se aferraban a las sábanas, buscando algún tipo de ancla en medio de la tormenta que se desataba dentro de ella. Cerró los ojos con fuerza, tratando de calmarse sin resultados, su cuerpo no respondía.

Sus dedos se crisparon en las sábanas, los nudillos blancos por la tensión. Quería gritar, pero el sonido se quedó atrapado en su garganta, sofocado por el miedo y la desesperación.

Unas manos suaves le corrieron el cabello del rostro mojado, la abrazaron y se aferró a quien la acunaba como a una niña pequeña.

Poco a poco, el pánico comenzaba a ceder, aunque solo un poco. La presión en su pecho disminuyó, lo suficiente para que pudiera tomar una respiración más profunda, aunque temblorosa. Las lágrimas seguían fluyendo, pero su ritmo se hizo más lento, y su respiración, aunque todavía irregular, empezó a estabilizarse.

—Tranquila —susurró Liria contra su oído—. Todo estará bien. 

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Antheia se despertó al día siguiente sintiendo una calma extraña, como si su cuerpo y mente estuvieran suspendidos en un estado de apatía. La luz del amanecer se filtraba por las cortinas, iluminando suavemente la habitación. Liria ya estaba allí, arreglando el lugar en silencio, sin mencionar nada del incidente de la noche anterior.

Se levantó despacio, sintiendo el peso de las emociones de la noche pasada todavía colgando en su pecho. Se vistió en silencio, sintiendo la mirada de Liria sobre ella a través del espejo.

Su mente no paraba de repetir la humillante escena, y sabía que para ese entonces, seguro ya todos debían de haber sabido lo que pasó.

No se sentía con fuerzas para salir de la habitación, así que decidió desayunar allí. El resto del día se lo pasó observando por la ventana, pensativa y mortificada, sobre todo cuando escuchó risas en el jardín y lo vio allí, tan campante riendo con un montón de sus amantes, como si no hubiera sido cruel con ella hacía unas horas.

Qué ganas tenía de haberlo golpeado con el candelabro en la cabeza.

Los días pasaron lentamente, y Antheia poco a poco se atrevió a salir de su habitación, ignorando las risitas de todos, quiénes ahora se sentían todavía más envalentonados para molestarla. Burlándose de ella al pedirle cosas como si fuera una sirvienta.

Los ignoró lo mejor que pudo.

El colmo llegó cuando una semana después de todo eso, Liria se acercó a ella con pesar.

—¿Qué ocurre?

—Me informaron que el señor la espera esta noche —respondió.

Así que así eran las cosas. Ahora, después de humillarla, después de haber tonteado con sus amantes, ahora recordaba su presencia.

Antheia levantó la cabeza en alto.

—Diles que no puedo. Me duele la cabeza —espetó antes de marcharse.

Una hora más tarde, tenía a Liria en la puerta de su habitación con un brebaje en la mano.

—Dice que beba esto y que vaya —dijo avergonzada.

Antheia tomó el vaso y lo vertió en la planta que tenía sobre un mueble.

—Dile que me cayó mal al estómago, ahora tengo náuseas.

—Señora...

—No estoy mintiendo —declaró—. Me da nauseas la sola idea que ese bruto me toque.

Liria suspiró y se marchó.

Regresó veinte minutos después, completamente roja.

—¿Ahora qué?

—Dijo... —Se tapó el rostro con las manos—, hay por favor, señora, no me haga repetir lo que me dijo que haría si no va.

Antheia rodó los ojos.

—No hace falta que me lo digas, puedo hacerme una idea de las porquerías que debe haber dicho —masculló desdeñosa—. Dile que si tan urgido está, que llame a alguna de sus amantes y a mí que me deje en paz. Soy reemplazable, ¿no? Pues que use a otra, yo ya me harté.

—¡Señora, no puedo decirle eso! —exclamó horrorizada—. ¡Me mataría!

—Bien —Se puso de pie—. Trae mi capa.

—¿Va a salir?

—Sí, me voy al palacio de mi abuela —espetó saliendo de la habitación con Liria detrás suyo—. Le enviaré una nota desde allá diciéndole eso yo misma.

Liria negó con la cabeza. Esto no iba a acabar bien.

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Afrodita se rió mientras leía la nota.

—Debo admitir que para estar enojado contigo, lo has seducido bastante bien —dijo pasándosela—. Quiere que te envíe inmediatamente.

—Es un idiota.

—Nadie dice que no, querida —Se recostó en el asiento a su lado—. Hiciste bien. Tienes todo el derecho de estar enojada. Mira que decir que eres reemplazable por alguna de esas fulanas que tiene por ahí. Aunque si quieres mi opinión, creo que su enojo es más por Hera que por esa simple noviecita.

Antheia respiró profundo.

—¿Crees que estuve mal?

Afrodita se encogió de hombres.

—Sí y no. Quizá como mortal pueda entenderte, no está bien para tí hacer enojar a Hera, pero como diosa... —Soltó un suspiro pesado—. Lo que diste a entender, es que temes más a Hera de lo que temes a Apolo.

—Le temo más a Hera que a Apolo —admitió—. A mi esposo lo detesto.

—Pero bien que te gusta yacer con él —bromeó Afrodita.

—No puedo negarlo, lo detesto, pero me gusta demasiado el placer de estar con él.

Afrodita se rió.

—Te he educado bien —dijo dándole palmaditas en el brazo—. Y el sexo enojado es maravilloso.

Antheia no iba a contradecirlo. Le gustaba mucho como Apolo se había soltado al punto de reír con ella luego de estar juntos, pero no iba a mentir que aquella primera vez, furioso y harto de contenerse, había sido inolvidable.

Lástima que ahora haya vuelto a ser un imbécil.

—¿Puedo quedarme aquí entonces?

—Ay por supuesto que sí, el tiempo que quieras —dijo jugando con su cabello—, entre más sea mejor, así lo harás desear más.

—Lo que quiero es golpearlo.

—También puedes hacerlo, pero no conseguirás nada más que hacerte daño. O puedes golpear su orgullo.

Antheia ladeó la cabeza.

—¿Cómo?

Afrodita sonrió de una manera que le puso los vellos de punta, pero en un buen sentido. Se encontró devolviéndole la sonrisa al escuchar su plan.

Antheia permaneció en el palacio de Afrodita unos diez días, y cada uno de ellos, recibía una nota de Apolo exigiendo que regresara o lo haría enojar más. Permaneció allí hasta que Afrodita le confirmó que Apolo estaría desde ese día en el templo de Zeus por los eventos del día siguiente. Se iban a realizar los primeros juegos de los dioses, idea de la diosa Niké y Apolo quería participar en ellos.

Esa mañana, ambas se prepararon juntas y luego se encaminaron al estadio donde se celebraría el evento.

Al llegar al estadio, el bullicio de la multitud la envolvió como una ola cálida y vibrante. La luz del sol brillaba intensamente sobre el estadio, que estaba decorado con banderas y guirnaldas de flores. Había cientos de dioses, ninfas y otras criaturas, todas esperando ansiosas que comenzara.

Antheia caminaba junto a Afrodita, sintiéndose más segura de sí misma que en días anteriores. Vestía un elegante peplo dorado que destacaba sus rasgos y su porte regia; caminaba a un lado de Afrodita, quién lucía igual de impresionante. Nadie podía negar el increíble parecido entre ambas, tanto así, que muchos se volvían para observarlas y murmurar.

Y es que aún cuando Antheia era mortal y tenía una apariencia definida, mientras que Afrodita cambiaba dependiendo del simbolismo de belleza de quién la viera, era innegable la esencia que ambas compartían. Imposible negar que Antheia era descendiente de Afrodita, casi que podría haber sido su hija misma.

La diosa, siempre atenta a las reacciones de los demás, se deleitaba en los murmullos y en la atención que atraían. Se aseguraba de saludar con cortesía a aquellos que se les acercaban, mientras que Antheia mantenía una expresión tranquila.

Se sentaron en unas gradas bajas, y observó a lo lejos a Apolo hablando con uno de sus muchos novios. Rodó los ojos, por supuesto que traería a alguno de ellos.

—Tranquila, veremos si piensa lo mismo cuando acabe todo esto —murmuró Afrodita—. Hablé con Zeus, y estaba de acuerdo en que entregues la corona del vencedor, y puede que insinuara algunos detalles de lo que planeamos. Me preguntó si Apolo estaba de acuerdo y cuando le dije que sí, dijo que entonces no había ningún problema.

En ese momento, Apolo levantó la vista y sus ojos se encontraron con los suyos. Por un instante, el tiempo pareció detenerse. y entonces, su rostro se endureció, y una mezcla de sorpresa e irritación cruzó su expresión.

«Sigue enojado» pensó bajando la vista. «Bien, que así sea entonces».

—Estoy ansiosa por coronar al ganador —murmuró sonriendo.

No tardaron en iniciar, con una serie de competencias impresionantes, que incluían carreras, lanzamiento de jabalina y arquería. Y encima, estaban desnudos.

—Yo le di la idea a Ares —dijo Afrodita riendo—, que todos estarían en igualdad de condiciones y nadie podría hacer trampa.

—Usted solo quería ver un montón de hombres musculosos desnudos haciendo deportes de fuerza y resistencia —comentó por lo bajo y Afrodita le guiñó un ojo.

—No me niegues que también te ves beneficiada —dijo apuntando con la cabeza al costado.

Antheia abrió los ojos asombrada. Allí, a unos metros, saludándola con una sonrisa enorme, y tal como su madre lo trajo al mundo, estaba Hermes.

—No sabía que él competía —susurró levantando la mano para devolver el saludo.

Afrodita se rió.

—No actúes como si fuera la primera vez que ves a un hombre desnudo.

—No...no lo hago.

No se trataba de eso. Sino que la mirada que Hermes le enviaba la hacía sentir que ella misma estaba desnuda. Solo Apolo había logrado hacerla sentir así, pero Hermes nunca la había tratado como si fuera una prostituta. La trataba con más respeto que su propio esposo.

—Ahora viene la pigmaquia —dijo Afrodita señalando a algunos hombres que se vendaban las manos.

Entre ellos, Apolo y su abuelo Ares competirían.

Combate a combate fueron pasando a la arena, cada vez menos hasta que al final solo quedaron ellos dos. Antheia cerró los ojos cuando Apolo le dio una golpiza que, en su opinión, era exagerada.

Al final, Apolo levantó los brazos en victoria.

—Mhu...ahora con más razón quiero verte poner la corona del ganador —masculló Afrodita, cruzándose de brazos.

Antheia solo pudo asentir al ver cómo el dios se acercaba a la tribuna lejos de ella, para vanagloriarse con quienes lo animaban con fervor. Ella se mordió la mejilla para no mostrar lo disgustada que estaba.

—Iré a consolarlo —dijo Afrodita viendo a Ares alejarse molesto.

Hubo un entretiempo para pruebas artísticas y musicales, lo que por supuesto, era en honor a los Juegos Piticos que su esposo había instaurado en Delos hacía trescientos años como castigo por matar a Pitón. Y Apolo estaba encantado de seguir siendo el centro de atención.

Antheia negó con la cabeza al ver el ridículo que hacían sus amantes animando de aquella manera tan escandalosa. Lo vio acercarse nuevamente a ellos. No estaban tan alejados de ella, y era difícil ignorar la conversación.

—¡Eso fue asombroso, señor Apolo! —alcanzó a escuchar entre el bullicio—. Gracias por traernos.

Él se rió suavemente.

—No es de nada, me alegra tenerlos para animarme.

—Pensamos...pensamos que la traería —dijo una joven con un rostro delicado y cabello rojo. Su tono era despreciativo—. Últimamente solo pasaba tiempo con ella.

Apolo sonrió, un gesto frío que no alcanzó sus ojos. Se inclinó hacia el joven y, aunque su voz estaba baja, Antheia pudo oír cada palabra como un veneno que se escurría hacia ella.

—No me hubiera servido de nada —respondió con una leve risa—. Es demasiado aburrida, no me alegra los días como ustedes, mis amores. Es por eso que es tan amargada, no puede competir contra ustedes.

La chica rió, complacida por las palabras de Apolo. Otro, un hombre con una musculatura impresionante y un semblante seguro, intervino con una voz profunda.

—Si yo tuviera una esposa así, no perdería el tiempo con ella. Especialmente si me hiciera sentir como si tuviera que disculparme por disfrutar de la vida. Esas mujeres siempre piensan que pueden cambiar a uno.

Apolo asintió, y su expresión se tornó pensativa, como si considerara seriamente lo dicho.

—Pero parecía muy encantado con ella —recriminó una de las musas—, ¿tanto te ha impresionado?

—¿Antheia? —cuestionó con una ceja alzada y estalló en carcajadas—. No, claro que no. Vale menos que una esclava, y ya no tiene ningún encanto.

Esas palabras perforaron a Antheia como dagas invisibles. Sentía como si su dignidad hubiera sido pisoteada frente a todos los dioses, ninfas y mortales presentes. Se mantuvo erguida, resistiendo el impulso de gritar.

¿Aburrida? ¿Amargada? ¿Que no estaba a la altura de ninguno de ellos? ¿Que no tenía encanto?

¡Era un vulgar mentiroso!

Decía eso cuando ambos sabían que la realidad era otra. Era encantadora, graciosa y deseable cuando no había noche que no deseaba pasar con ella, cuando le pedía que cantara para él o cuando se presionaba contra ella al entrenar y terminaba susurrando al oído todo lo que deseaba hacerle.

Estaba necesitado por ella cuando sus ojos se dilataban al verla. Había estado necesitado los últimos diez días que había exigido su regreso pese ahora estar diciendo que lo aburría.

¿Y ahora decía que valía menos que una esclava? Bueno, entonces no iba a molestarle la sorpresa porque al parecer, no era su esposa.

—No tienes que estar celosa.

Bajó la vista a la persona apoyada en la baranda que separaba la grada de la arena.

—No lo estoy.

Hermes sonrió de lado. Tenía una sonrisa hermosa, no seductora o encantadora como la de Apolo, sino una traviesa, igual a un niño haciendo travesuras.

—No has parado de mirarlo desde que llegaste.

—Eso no es cierto, señor —dijo con tono juguetón—. Lo vi a usted y lo saludé.

—Ah sí, un saludo encantador. Aunque supongo que es comprensible si estás celosa, eres su esposa después de todo.

—No creo que él lo recuerde.

—A veces Apolo es difícil de comprender —respondió usando las manos para saltar sobre el barandal y sentarse en él. Antheia hizo un enorme esfuerzo por ignorar que estaba sentado frente a ella, completamente desnudo—. Porque en mi opinión, tu belleza es sinigual.

Sonrió. Hermes sabía cómo halagar su vanidad.

—Que mi señora no te escuche.

Hermes se inclinó hacia adelante, mirándola con diversión.

—Será nuestro secreto entonces —susurró.

Antheia bajo la mirada, coqueta y encantada de sus atenciones. Cuando volvió a levantarla para decir algo se percató de la mirada fija de Apolo sobre ellos.

Su rostro, aún reluciente por la reciente victoria, comenzó a oscurecerse con furia. Aunque trataba de mantener una fachada de indiferencia, su atención estaba solo en ellos, tanto que ni siquiera estaba escuchando lo que decían sus seguidores.

Lejos de sentirse intimidada, se sintió complacida.

—Dime, ¿te quedarás hasta el final? —indagó Hermes, con esa sonrisa traviesa que parecía iluminar su rostro—. Me toca competir. Tu presencia me animaría a ganar.

Se inclinó ligeramente hacia Hermes. La cercanía entre ellos se sentía electrizante.

—Sí, me quedaré, con mi señora hemos preparado una sorpresa muy especial —respondió con suavidad—. Pero si lo que quieres es mi apoyo, supongo que puedo dartelo.

—¿Una sorpresa? Me has dejado intrigado.

Se acercó un poco más, su sonrisa ampliándose al ver como los ojos de Hermes revoloteaban de los de ella hacia sus labios y luego subían nuevamente, antes de volver a bajar. La multitud seguía animada por el evento, pero la tensión entre ellos no pasó desapercibida para aquellos lo suficientemente cercanos para observar.

—No puedo revelarte todos los detalles —respondió ella, susurrando con un tono lleno de complicidad—. Pero te aseguro que será memorable.

Hermes asintió, sus ojos brillando de curiosidad.

—Estoy seguro de que lo será, estaré ansioso por ver que has tramado —dijo, incorporándose del barandal con agilidad felina—. Ahora, si me disculpas, tengo que ir a prepararme. Me encantaría saber si mis habilidades están a la altura de tu apoyo.

Antheia le dedicó una última sonrisa alentadora antes de que Hermes se alejara, moviéndose con la ligereza característica del mensajero de los dioses. Mientras él se unía a los demás competidores, ella giró su atención hacia Afrodita, quien había regresado a su asiento con una expresión de satisfacción.

—Lo hiciste estupendo, querida —dijo la diosa del amor, sus ojos llenos de malicia.

Pronto comenzó la última competición. Una carrera de velocidad. Y competía contra la señora Iris.

—Escuché que han hecho una apuesta, quieren ver cuál de los dos es el más rápido —explicó Afrodita.

Tenía sentido. Ambos eran los dioses mensajeros, seguro debía ser un debate constante entre ellos. Todos los presentes se agolparon en sus asientos para observar, y la atmósfera estaba cargada de anticipación.

Cuando Hermes se preparó en la línea de salida, hizo una pausa y miró hacia donde estaban sentadas Antheia y Afrodita. Levantó una mano, haciendo un gesto sutil que parecía dirigido específicamente a ellas. Antheia sintió un cosquilleo de emoción.

Entonces se percató contra quién competirían.

Iris estaba distraída, saludando a la gente que la apoyaba, y Hermes, quién aún seguía viéndola, no se dio cuenta de que Apolo se había parado a su lado. Lo vio murmurar algo a su hermano y Hermes lo miró entrecerrando los ojos.

—Oh esto se pone interesante —masculló Afrodita, sonriendo.

Ciertamente era así. Hermes tenía un porte ligero y grácil, una expresión relajada mientras se ponía en posición de partida. Apolo, a su lado, se veía imponente y confiado. Había una rivalidad tácita entre ellos, que se podía ver desde la distancia. Quizá no para todos, quienes estaban más interesados en ver si Hermes o Iris era el más veloz y no se habían dado cuenta de las sonrisas tensas y miradas irritadas qué el dios mensajero se daba con Apolo.

Un sátiro se paró al lado de la línea, levantó el brazo, y la multitud contuvo el aliento. Un momento de silencio absoluto se apoderó del lugar. Luego, con un rápido movimiento, el juez bajó el brazo, señalando el inicio de la carrera.

Hermes se lanzó hacia adelante con una velocidad que deslumbró a todos los presentes. La multitud vitoreó, Iris iba pegada a su lado, era difícil percatarse cuál iba aunque sea un milímetro más adelante.

Al menos así fue hasta media carrera, cuando una luz destellante los sobrepasó a una velocidad que ni siquiera era posible de ver. Fue como un parpadeo, un instante Hermes e Iris se disputaban la victoria y al siguiente, Apolo cruzaba la línea de meta.

Hermes llegó de segundo e Iris detrás. El silencio se apoderó del lugar, impactados por el desarrollo final de la carrera, antes de que estallaran en aplausos y vítores.

Apolo, con una gran sonrisa de triunfo, levantó los brazos en señal de victoria, mientras Hermes clavaba sus ojos en Antheia. La joven sintió sus labios resecos, el corazón le latía desenfrenado, se dio cuenta que había contenido el aliento y ahora no estaba segura de qué pensar.

A ella le daba igual quien hubiera ganado, al final, Apolo tenía más coronas y era el campeón indiscutible, pero justo en esta competición en particular, le hubiera encantado que perdiera contra Hermes.

Mientras Apolo era rodeado por sus admiradores, celebrando su nueva victoria, Afrodita se inclinó hacia Antheia y murmuró con una sonrisa en los labios:

—Ahora, vamos a coronar al ganador.

Antheia asintió, se puso de pie. Dio una última mirada sobre su hombro hacia Hermes qué miraba sus pies con frustración, respiró profundamente y siguió a Afrodita.

Esperaba que lo que seguía lo animara un poco.

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Apolo estaba en el centro de la multitud, rodeado de dioses, ninfas y otras criaturas que lo felicitaban por su victoria. La sonrisa de triunfo no abandonaba su rostro, especialmente mientras se deleitaba con la expresión frustrada e irritada de su hermano Hermes. Había demostrado una vez más su superioridad, no solo en las artes sino también en los deportes, y esa satisfacción era palpable en el aire.

Mientras sus seguidores lo elogiaban, su mirada se desvió hacia la tribuna donde Afrodita y Antheia conversaban. Había visto a Hermes conversar con su esposa antes de la carrera, y eso había encendido una chispa de celos que no quería admitir. Durante días había ignorado a Antheia, buscando el calor que su ausencia había arrebatado de su lado, tratando de encontrar algo siquiera similar en otros brazos, sin conseguir nada cercano.

Con pesar, había acabado pidiendo y negociando su presencia en el lecho, sólo para descubrir que la muy zorra había escapado al palacio de Afrodita, y por más que había exigido una y otra vez su regreso, ella lo había ignorado abiertamente.

Fue cuando decidió que entonces, sus amantes lo acompañarían al evento. Pero entonces, otra vez esa arpía iba y lo hacía enfurecer, coqueteando sin pudor con Hermes.

Al parecer había olvidado su advertencia de mantenerse lejos de él. Esa muchachita no aprendía. Primero Hera y ahora Hermes, lo último que le faltaba era que invitara a Eros a su templo y ya sería el colmo.

Observó cómo Afrodita susurraba algo al oído de Antheia, y ella asentía con una leve sonrisa. Se veía radiante en su peplo dorado, pero su expresión era impasible, lo que lo exasperaba.

«¿Qué traman?» pensó viéndolas ponerse de pie y marcharse.

Su padre, Zeus, eligió sus destrezas y habilidades y lo instó a subir al podio de los vencedores al tiempo que pedía que todos los demás volvieran a las gradas. Un sátiro le trajo un quitón y una capa para que se cubriera y se paró en el centro, regio y orgulloso a que lo coronaran.

Zeus pidió que trajeran la corona y entonces la multitud soltó un jadeo colectivo qué resonó por todo el estadio. Apolo, confundido, se volteó hacia donde todos miraban.

Agradeció haberse cubierto porque se le puso dura con solo la vista que estaba frente a él.

Antheia desnuda. Desnuda y sonriente. Desnuda, sonriente y caminando hacia él con la corona de la victoria en sus manos.

¡¿Qué creía que estaba haciendo?!

Intentó mantenerse quieto, evitar correr hacia ella y arrastrarla a su templo para poder tomarla como deseaba desde hacía días.

Oh. Esos senos lo iban a volver loco. Se movían suavemente con cada paso. Debería ordenarle que siempre los tuviera a la vista mientras estuviera en su palacio.

Ella caminaba como si fuera una ninfa, suave y delicada, brillaba bajo los rayos de su sol, moviendo las caderas con sensualidad.

Se acercó a él, subiendo a su lado al podio y dándole una sonrisa desafiante, lo coronó.

—Felicidades, mi señor —susurró con voz burlesca.

Los murmullos comenzaron a aumentar. Levantó la vista de ella y se dio cuenta de la cantidad de ojos sobre los dos.

No. Sobre Antheia.

Su victoria opacada por su belleza. Su mujer siendo el objeto de deseo de todo el estadio. Vio a Hermes, su tío Poseidon, un montón de otros dioses menores, todos viéndola como si fuera un trozo de carne jugoso.

Entonces comenzaron los gritos. Todos ellos alabándola.

¡¿Arpía descarada, qué había hecho?!

Sintió la furia inundarlo. Arrojó la corona al suelo, se quitó la capa y la cubrió con ella. Tomándola del brazo, la hizo bajar del podio, y se la echó sobre el hombro.

Hubo más vitoreos, probablemente no notaban la ira que Apolo sentía, pero Antheia sí. La fuerza con la que la sujetó le dejaría marcas, pero valió totalmente la pena ver su máscara quebrarse y robarle la atención.

—¡Bájeme! —exclamó Antheia ante tal brusquedad.

Apolo entró en su templo bajo la atenta mirada de varios de sus siervos.

—¡Cállate! —espetó dándole un golpe en el trasero, a lo que Antheia soltó un grito ofendida.

Avanzó rápidamente por los pasillos, sus pasos resonaban con fuerza, cada uno cargado de la tensión y la ira que se había acumulado en su pecho. El silencio en el templo era ensordecedor comparado con el bullicio del estadio, y el dios podía sentir su sangre hervir con cada momento que pasaba.

Al llegar a su habitación, gritó con fuerte estruendo a los guardias que nadie lo molestara y entró. La depositó con búsqueda en el suelo. Antheia tropezó ligeramente, pero se mantuvo erguida, con una expresión que desafiaba el enojo de su esposo. Sus ojos se encontraron, y Apolo vio rojo ante tal desafío. Era como si lo retara a reaccionar, a perder el control.

Él apretó los dientes, conteniendo un gruñido.

—¿Qué crees que estabas haciendo? —rugió. El eco de sus palabras resonó en las paredes del templo.

No respondió de inmediato. Se tomó su tiempo para ajustarse la capa que él le había arrojado encima, cubriendo su desnudez.

—Solo hice lo que debía —respondió con un tono dulce, que apenas ocultaba su ironía—. Mi señor Zeus necesitaba que alguien entregara la corona y mi señora Afrodita pensó que yo era la candidata ideal.

—¡Eres mi jodida esposa! —bramó y todo el palacio se sacudió—. ¡Te dije que no hicieras nada para avergonzarme!

Antheia levantó la barbilla en alto.

—¿Esposa? ¿Eso soy? ¿No "solo soy una puta para su placer que vale menos que una esclava"? —Con cada palabra dana un paso más cerca—. Bueno, si soy todo eso menos su esposa, no veo en que lo avergoncé. ¡Solo cumplí la voluntad de los dioses!

Cada palabra era como una puñalada a su orgullo. Quería sacudirla, hacer que se humillara y suplicara perdón. Pero ella no retrocedió ante su ira.

Su franqueza, su falta de arrepentimiento, solo alimentaba su frustración. Pero había algo más, algo que no quería admitir: la imagen de su esposa, orgullosa y segura, reclamando el escenario como si fuera suyo, le había provocado una mezcla embriagadora de celos y lujuria.

—A la vista del Olimpo, eres mi esposa —replicó, inclinándose sobre ella, la voz baja y cargada de peligro—. Tú eres mía. Nadie más tiene derecho a verte así.

Antheia lo miró, sus ojos brillando con una mezcla de desafío y algo más oscuro.

—Le dijiste a todos que soy poca cosa —masculló entre dientes, con la misma furia que él tenía, olvidó todo protocolo y respeto que le debía por ser un dios y ella una mortal. Ya no le importaba. Clavó un dedo en su pecho—. ¡Vives humillándome y haciéndome menos! ¡En un año me convertirán en una diosa y seré tu igual, y ya no voy a seguir tolerando este trato! —gritó empujándolo lejos suyo.

Por un instante, Apolo se quedó en silencio, su furia creciendo como un volcán a punto de erupcionar.

—En un año pueden pasar muchas cosas, entre ellas, que ni llegues viva a ese momento —amenazó en voz baja—. No sigas probando tu suerte.

—Adelante, mátame —desafió—. Y estoy segura que conseguirás otra Dafne porque mi padre no tendrá piedad de tí si me tocas un cabello.

Eso lo enervó, una sonrisa burlona curvó la comisura de los labios de Antheia cuando vio el efecto que sus palabras tuvieron en él. Su mandíbula se tensó mientras la miró fijamente, dando un paso más cerca.

La tomó del cuello, acercándola a él, su rostro a solo unos centímetros del suyo, sus ojos clavados en los de ella con una intensidad que podría haber derretido acero.

—Valdrá totalmente la pena.

—Ambos sabemos que no puedes hacer eso —dices con dulzura. La sonrisa en su rostro se hace más grande a medida que él aprieta su cuello. Pasó la lengua por los dientes, divertida por su enojo. No se había percatado del verdadero poder que tenía sobre él hasta ese momento. Apolo acercó su rostro al suyo, con los ojos ensombrecidos—. ¿Soportarás no volver a cogerme?

Su pregunta lo tomó con la guardia baja. El mero pensamiento de no poder poseerla de nuevo le sacudió hasta la médula. Pero no lo demostró. No le daría la satisfacción de saber cuánto la deseaba, cuánto necesitaba sentirla bajo su control, cuánto anhelaba poseerla.

—No te creas tan importante —susurró tan cerca de su rostro que su aliento cálido le inundó los sentidos—, ya te lo dije, eres reemplazable. Tengo cientos de amantes, eres solo una más.

—Y por eso no parabas de suplicar que volviera a tu cama.

—No estás en posición de hacer tales juicios. ¿Crees que tienes algún poder sobre mí, sólo por quién es tu padre? No seas ridícula, si no fuera por el Consejo, le hubiera arrancado las alas y habría acabado con él de una vez. Y lo mismo te pasará a tí si sigues irritándome.

Por los dioses, despreciaba todo lo relacionado con él. Normalmente intentaría ignorarlo, pero después de los días que ha tenido, no puede soportar otro insulto más de su parte.

De un solo movimiento, apartó bruscamente la mano de su cuello, pero ninguno de los dos buscó apartarse.

—Dices que soy reemplazable, pero tuviste que llamar a dos, tres hasta cuatro por noche para igualar lo que yo podía hacer sola. Así que perdóname, mi señor —dijo con sarcasmo—, pero dudo que realmente seas capaz de deshacerte de mí. No cuando ya has probado de lo que soy capaz. Y si tanto quieres que vuelva a ti con el mismo deseo que he ido cada vez, entonces será mejor que empieces a darme el lugar que me corresponde, o de otro modo tendrás que obligarme a yacer contigo, y ni así obtendrás lo que realmente quieres de mí. ¿He sido clara?

La miró sin ninguna expresión en su rostro, y repentinamente sonrió. Una sonrisa que le erizó el vello de todo el cuerpo.

Se viene intensa la cosa en el siguiente....

Puntos a aclarar:

Los juegos olímpicos son del siglo VIII a.C. y esta historia está ambientada unos 900 años antes de eso. Mi explicación es que los JJOO del siglo VIII son de los mortales quienes aludieron a los juegos como una manera de detener las guerras entre los pueblos, imitando a los dioses quienes ya habían hecho esos juegos antes, de hecho el mito dice que Apolo si le gano a Ares en boxeo y a Hermes e Iris en velocidad.

Así que me estoy medio basando en eso, para los dioses fue mucho antes de que los seres humanos los instauraran.

Espero que les haya gustado.

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