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VIII

Vamos a ir dando fin ya al cuento, Reiji, aunque sé bien que aún no os he referido qué fue del buen Tiñas. Y es que no hubo buen término en esta historia para él, por desgracia, aunque esto ya os lo estábamos esperando, ¿no es verdad? Algo os adelanté en el relato del primer cuento que os referí, aquel primer relato mío tras mi accidentada llegada a Levantia. No, Tiñas no halló buen fin, y yo sentí muy mucho su pérdida, y esa es la verdad. Hora es de que os dé por fin cuenta.

Miri y yo hallamos al pobre Tiñas poco después de dar muerte al mecha. Lo encontramos tendido en un deslustrado jergón, en uno de los chamizos de la cantera. Muerto. Fin.

[...]

Sí, lo sé. Estaba muerto, Reiji. Lo habían molido a palos cuando lo apresaron en su chabola y había muerto después el pobre en aquella sucia cantera, solo. Dios... Por eso no se lo había llevado el vulturo en su camioneta, pues, ¿para qué hubiera querido Depape los servicios de un galeno muerto?

Bueno, guardamos silencio Miri y yo ante su cadáver, en aquella habitación llena de moscas, y no hay palabras para referir nuestro desconsuelo en aquel momento.

—Toda esta carrera, estas dos noches a la carrera... Todo para nada, Pálido... —se lamentó Miri.

Humillé el rostro. Ni a Meda ni ahora al buen Tiñas; a ninguno de los dos había podido salvar, Reiji, y el vojo se quedaba ahora sin un buen galeno, sin otro hombre de buen corazón en aquella tierra de podredumbre y enfermedad, y no abundaban allí...

¡Malditos hideputas! ¡Y maldito yo, sobre todos ellos, me dije!

Bueno. Cubrimos su rostro con las sábanas del camastro en que lo encontramos y salimos fuera; ya después lo subiríamos a algún promontorio y lo enterraríamos como era debido.

Y mientras tanto, ya clareaba. Todo seguía en silencio, aquella recién estrenada mañana. Un amanecer manchado que nació con el cielo preñado de nubes hinchadas y enfermas que presagiaban otro mal día en el vojo.

Y yo no estaba del todo en mí, y eso es cierto, Reiji. La rabia me consumía. Me senté y encendí mi buena pipa, con desgana, con objeto de hallar alguna serenidad, pero al cabo se trataba de aquella misma pipa que tallé a partir de una mazorca reconcomida, la misma que me hice en la chabola del Tiñas, ¿recordáis?, y al final resultó peor.

Bah, dejadme, no me hagáis caso...

Guardé la pipa, y entonces escuchamos un movimiento en la plazuela. Vino de la camioneta estrellada. Contuvimos el aliento un segundo y nos miramos Miri y yo, pero luego nos acercamos al automóvil, a toda prisa. Llevábamos nuestros hierros prestos y el corazón en un puño. Rodeamos el coche mi comadre y yo, cada uno por un lado, y vimos que el mecha seguía allí, inmóvil, encastrado contra la pared. Roto. Respiramos. ¿De dónde había venido pues aquel ruido? ¡Y entonces lo escuchamos de nuevo! ¡Venía del interior de la camioneta!

Abrimos la portezuela del otro lado del conductor con mucha precaución, y sí, allí estaba él. Volvía en sí con la cara ensangrentada, amoratada e hinchada por los golpes recibidos. ¡El vulturo! ¡El hideputa seguía vivo a pesar de que le habíamos dado por finado!

Pero apenas podía moverse, y no podía hablar según comprobamos, por mi fe. Tenía la boca y las quijadas destrozadas, por mi fe; sus dientes aún se hallaban engarzados en el timón de la camioneta, ya lo sabéis. Miri le ayudó a sentarse derecho en el interior del vehículo y le hizo unas cuantas preguntas, como supondréis. Y yo no sé si el vulturo no quiso o no las pudo responder; tenía las quijadas fuera de sitio y tan solo alcanzaba a balbucear majaderías, así que eché mano a los bolsillos de su chaleco y de sus calzones. Le retiré sus armas y sus pinchos al bellaco, por precaución, y al cabo en el caño de una de sus botas encontré un legajo doblado y amarillento. ¡Aquel pobre desgraciado trató de arrebatármelo, desesperado, pero le cerré la portezuela del coche en las napias! Le dejamos allí dentro para que acabara de morir de una buena vez, no se merecía otra cosa, y yo me volví y le mostré el manuscrito aquel a Miri. Ella me sonrió.

Nos separamos unos pasos más de la camioneta y se lo leí a Miri. No lo demoraré más; se trataba de las órdenes para el vulturo y decía lo siguiente, sin traba y por mi fe:

ÓRDENES DE LA PARED; SEXTO SEMAJNO (EN: VOJO, VULTURO DEL ESTE)

Avrir merkato de kartochos en la provincia del Peñón del Norte: descubrir más korsiras. (Hecho)

Impostar en las parkas de la Mina Tinta, de la Voladura y de la Cantera del Kinejo. (Hecho)

Horganizar la charga del libreto a Thuria. Hablar con el fervojo del MAGLEV; todo bien apretadito para Depape.

¡Qué trazas más groseras pero cuánto revelaban, daos cuenta!

Doblé el papel de nuevo y con gran cuidado, y me lo guardé en la chamarra. Miri y yo nos observamos entonces; la muy tuna me sonreía otra vez.

—Bueno, pues ya tenemos dónde buscar a esos padmos, Hombre del Saco... —me dijo con chanza y muy animada de repente.

—Puedes jurarlo —le contesté yo—. Cachocarne me dijo que el MAGLEV resultaba algo así como un transporte, una caravana que corre por raíles, ¿es cierto? —La muchacha asintió—. ¿Y tú puedes llevarme allí, Miri? He de dar caza a todos estos bellacos de una vez. Tengo que acabar con ese Depape.

Miri asintió de nuevo y sin dejar de sonreír con gana e indudable malicia.

Y yo proseguí:

—Cuando estuvimos con Meda tu hermano y yo en su taller platicamos sobre La Pared, y de otras cosas. Depape parece sentir debilidad por libros extraños al parecer y si no recuerdo mal... —Ahora era yo el que sonreía con idéntica malicia a la de Miri—. Bien, pues creo que conviene enterarse de qué se cuece por esos lares, Miri... ¡Por el Tiñas y por todos los que se han llevado los malditos Buscadores del Signo Amarillo, el diablo los lleve! —maldije.

—Cuidado, Buscadores, que aquí viene el Hombre del Saco otra vez —me contestó la muchacha de nuevo con chanza, y se echó a reír, la muy tuna.

En realidad reíamos los dos.

Entonces me adelanté y crucé el atrio de la cantera, a buen paso; en la tela aquella del kinejo el muchacho y su perro caminaban ahora hacia un horizonte montañoso bajo un cielo preñado de nubes amarillentas, como las que pendían en ese momento sobre nuestras cabezas. Mientras, a todo esto, una inconcebible cantidad de nombres junto a lo que parecía sus desconocidas ocupaciones se deslizaban de arriba hacia abajo, por la tela. Aquel cuento de extrañas figuras chinescas había terminado, pero en Levantia se prometían otros. Y volví la cabeza atrás. Miri levantó la vista al sol, que ya levantaba el vuelo por el cielo, y se aprestó su turbano.

—¡Vamos, Miri! —le grité—. ¡Hay que enterrar al buen Tiñas y después cavar una fosa para todos estos hideputas desmembrados! Tenemos que limpiar todo este desaguisado, por suerte el mecha de Bocaverno empezó por nosotros el trabajo. —Miri me miró de muy malas formas—. ¡No me mires así, niña! ¡Cualquier Buscador que se pueda acercar por aquí no debe sospechar que ha habido una matanza! ¡No hasta que hayamos visto qué hay de todo eso del MAGLEV, y del Cristo que lo fundó! ¡Ja! —reí—. ¡Vamos, Miri, que hay trabajo, por mi fe!

La chica me siguió al fin, muy a desgana; mientras caminaba se ajustaba su mazurca al cinto. Echó un vistazo al kinejo al pasar a su lado; el muchacho y su perro apenas resultaban ya dos puntitos en el horizonte deslustrado.

—Ya voy, Pálido. Guau, guau... —ladró con chanza.

¡Ja! ¡Mal rayo la parta!

[...]

Sí, así es. Eso fue todo. Adecentamos el lugar, Reiji. Al menos lo suficiente como para que un paseante ocasional no sospechase de primer vistazo lo que allí había pasado. Y dimos también digna sepultura al amigo Tiñas.

Y yo sé lo que estáis sospechando ahora, Reiji: que dejamos a Beleco, el Buscador aquel que apresamos en Bocaverno, atado en aquel árbol de la colina para que reventase de sed y calor, ¿no es así? Pues errais. Miri así quería hacer, eso es verdad, pero yo me negué y hubo riña de nuevo entre nosotros. E impuse mi santa voluntad cuando ya no me quedó más remedio, Reiji, y regresamos a aquella reseca colina y libramos al krímulo de sus ataduras, y yo le di un trago de agua y le mandé escapar por el vojo, lo más lejos que pudiera.

—Eres un padmo, Pálido —me dijo Miri cuando le vimos alejarse por la ladera—. Si al final ese viro le va con el cuento a sus compañeros Buscadores todo nuestro plan con lo del MAGLEV se habrá ido al merdo, ¿no lo entiendes?

Yo me encogí de hombros.

—En ese caso así nos vayamos todos al infierno, niña. Cuando empeño mi palabra, la empeño de veras —contesté, y me volví para observar a mi Miri—. Y me gustaría que tú hicieras lo mismo si me tienes en alguna estima, niña. No voy a estar en este mundo para siempre...

¡Ja!

Ella se sorprendió mucho al escuchar estas palabras.

—¿Yo? ¿Estima? ¿A ti, Pálido? No, no es con estima y cumpliendo promesitas como Cachocarne y yo hemos sobrevivido en el vojo...

Yo sonreí, en cambio.

—¿Hablas de tu hermano? Cuidado, no te hagas la dura conmigo: he conocido pocos hombres con mejor fondo que tu hermano, Miri, y llevas su misma sangre... Espero mucho de ti cuando yo ya no esté, jovencita.

Y Miri lanzó una carcajada, tratando de ocultar que había sido cogida por sorpresa de nuevo.

—¿Que esperas mucho de mí? ¿Pero qué...? —Negó con la cabeza, como si estuviese escuchando las palabras de un terco, de un loco, y es que en verdad tal vez eso estaba haciendo...—. Bueno, mira, déjalo. De hecho, creo que llevas razón, Pálido: mi hermano es un blando, como tú. ¡Demasiados pájaros en la cabeza, con lo de ayudar a todo el que pasa por el taller aunque no tenga un kuglo de merdo! ¡Por eso siempre he tenido que cuidar de él, maljuna!

La observé, y bien, a los ojos, y entonces elevé la voz por encima del creciente canto de las chicharras.

—Pues cuida también de mí entonces, Miri. Cuida de todos nosotros, pues tú eres aún mejor que nosotros dos, mi querida niña.

—¡Pero calla el pozo ya, Pálido! ¡Tú deliras! ¿Pero qué te pasa?

Reí.

—No, no deliro —objeté, y me acerqué a ella y apoyé mis manos sobre sus hombros en aquella reseca colina. Ella se revolvió, incómoda, pero la sujeté con firmeza—. No estaré aquí para siempre, Miri, y esta mala tierra que ves desde esta colina necesita renacer. Tiene derecho a una segunda oportunidad porque aún quedan en ella buenos hombres, como lo era el Tiñas. No hay que perder la esperanza, y yo precisamente tengo grandes esperanzas puestas en ti. Y en tu hermano —le dije, y me eché a reír de nuevo dejándola allí, sola, antes de que me respondiera con un buen sopapo. Eché mano de mi otro pellejo, el del brando, y me eché un buen trago al coleto mientras descendía de la loma—. ¡Grandes esperanzas! —repetí—. ¡Ja! ¡Pero vamos, Miri! ¡Volvamos ya a casa!

No, no debieron de caerle del todo mal mis palabras a la muchacha, Reiji, y me sentí orgulloso. ¿Que cómo lo sé? ¡Pues porque no me plantó un kuglo en el medio de la espalda con su pistola, la condenada niña!

¡Ja!

Pero con esto ya acabo de verdad, Reiji. Regresamos pues los dos al taller de Cachocarne en nuestra moroteta. Había quedado bien cebada con algo de benzino que encontramos en la parka de la cantera, sí, y allí nos encontramos al cabo los tres platicando sobre todo lo sucedido en nuestra carrera de los últimos días. Y bebimos brando bajo el alero del taller, e hicimos planes con las órdenes arrebatadas al vulturo, pero de todo lo que siguió, que fue mucho y que precipitó el final de mi historia en Levantia, ya os daré cuenta más adelante y si hay ocasión, Reiji, y baste el cuento por ahora.

[...]

Eso ya lo veremos, maestro. No temáis. ¡Ja! Sí, y vámonos ya, como siempre os digo, que tiempo habrá de seguir vos con vuestras lecciones y yo con mis cuentos. Vámomos pues.

¡Vaya, ahora que me he puesto en pie noto que me duele todo el cuerpo, pardiez! Me entrenais con dureza y yo ya no estoy para estos trotes...

[...]

Bueno, tiempo habrá, sí... Bien, vámonos ya de este maldito cerro, maestro. Por este sendero.

[...]

¿Que qué es eso? No, no lo sé. ¿Son luciérnagas? ¡Vaya! ¡Sí, parecen cientos de ellas en aquel sotomonte, en bandadas como miríadas de encendidos fuegos fatuos! Sí, es verdad. Es hermoso, pero notad que para mí son como malos recuerdos, como malos presagios, sobre todo si veis esos puntitos de luz flotando sobre la mesana del barco, en medio de la niebla... Bah. No, no me hagáis caso, maestro, y vámonos. Este sendero baja al valle, digo. Lo seguiremos. Bajad con cuidado por aquí, y si os place. Con cuidado...

[...]

[...]

[...]

Sí. Yo también he escuchado eso, tras aquella espesura...

Vámonos ya sin demora.

[...]

¡Otra vez! ¡Ya! ¡Bajad! ¿Lo oís? ¡Al norte, al norte! ¡Busquemos los límites de este maldito bosque! Sí, os digo que yo también lo he oído, maestro; los lobos se acercan, esa jauría no abandonará nuestra persecución mientras sigamos en este cerro, y algo más viene esta vez con ellos, maestro. Distinto. Lleváis razón...

Sí, debe ser muy grande por cómo se doblaban las copas de allí... ¡Tan grande que se me eriza el vello! ¡Ah, esos gruñidos! ¡Están aquí, no debimos entretenernos tanto, maldito sea! ¡Vámonos, vámonos ya! ¡Por el sendero, maestro! ¡Corred! ¿Ya andáis delante? ¡Ah! ¡Ah! ¡Mi cabeza, ese asqueroso ronroneo se me clava en las mientes, quiere que me pare y que me eche al suelo, me habla! Se parece, se parece a...

[...]

¡Gracias, os sigo! ¡Sí, lleváis razón; entretengamos la mente hasta que nos veamos abajo, en el claro, que no nos domine este extraño encantamiento! ¿Que recite mis lecciones mientras corro? ¡Sí, acaso sea tal vez lo mejor, os doy gracias!...

[...]

¡Bien, bien! ¡Empiezo de nuevo pues, pero no os detengais, maestro, por vuestra fe! ¡Bajad, seguid corriendo!

[...]

Voy...

[...]

Kote. Dō.

Men. Tsuki.

Kote. Dō.

Men. Tsuki...

[...]

¡Ah!

¡Ah!

¡Cuidado, no resbaléis!

[gruñido, cerca]

¡Diosa, eso te anula el valor! ¡Cambia el corazón de un hombre valiente por el de un conejo, Reiji! ¡Nos sigue, nos sigue ya de cerca! ¿Qué es eso, por la Diosa? ¡Tengo que echarme aquí, y morir!

[...]

¡Sí! ¡Las lecciones, sí! ¡Sigo!

Kote. Dō.

Men. Tsuki.

Kote. Dō.

Men. Tsuki...

[...]

¡Sí, funciona! ¡Hay que entretener las mientes, no dejar que ese ronroneo te traspase! ¡Ah! ¡Ah! ¿Y cómo era eso otro que susurrabais solo vos tras el tsuki, cuando creíais que no os escuchaba? ¡Ah! ¡Cuidado! ¡Ah, ya está, esos dientes no me alcanzaron, ya no hay cuidado! ¡Seguid corriendo! ¡Dios, ahí vuelve! Bueno, ¿no lo repetiréis? Decid, ¿qué venía tras el tsuki, qué era eso?

[gruñido, aún más cerca]

¡Ah! ¡Por este otro lado, por este lado del roble! ¡Bien hecho, ya se oye más lejos! ¡Seguid, voy detrás vuestro! Pero me falta el aliento ya... Corred. Bueno pues, ¿cómo dijisteis entonces? ¿Qué venía tras el tsuki? ¿Era...? Sí, eso creo, ¡eso dijisteis, o así sonaba en verdad!

Ah, corred, corred...

...pero no sé lo que significa...

[...]

¡Sí, tiempo habrá, maestro, ya lo sé, pero solo si les dejamos atrás! ¡Más rápido entonces, ahora!

Ah...

Ah...

Otra vez los siento más lejos... No dejéis de correr, cuidado con esa hondonada...

Ese espeluznante ronroneo, ese encantamiento, ya vuelve... ¡Rápido!;¿Cómo era, cómo dijisteis, condenado vampiro? ¡Ja! ¿Era así? ¿Era esto? Lo que recitabais tras el tsuki...

[...]

¡Sí, es verdad, eso decíais! Esa misma palabra... ¡El claro! ¡El claro al fin!

[...]

Sí, eso era, maestro...

Shuuchuukougeki.

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