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VI

¿Qué podría contaros de aquel primer viaje endemoniado mío subido en tan extraña montura? ¡Pues que por poco no hube de limpiar mis calzones en un arroyo de haber encontrado alguno!

Pasamos todo aquel día atravesando una de aquellas extrañas carreteras o «vojos», como las llamaban por allí; la que discurría al este a más señas, la que tan bien se divisaba desde la chabola de Tiñas. Íbamos achicharrados por el sol, y eso a pesar de que no le dejábamos vernos ni las pantorrillas por miedo a que nos dejara tan requemados como la pipa de un pordiosero.

Y así, tras una primera jornada que no le desearía ni a mi peor enemigo el crepúsculo nos cogió por fin sobre una loma, a puertas de Bocaverno. Miri observaba a sus pies aquel poblacho tan temido por Tiñas mientras yo terminaba de echar las gachas junto a un olmo reseco. Como lo escucháis.

Me planté junto a la muchacha cuando acabé tan desagradables menesteres y eché una ojeada en derredor: Bocaverno era un aislado pueblecito de casas apretujadas de madera y escombros amontonados en torno a una avenida principal, y era esta calle principal la misma carretera por la que llegábamos desde el oeste a su paso por el urbo. En verdad ya mientras nos aproximábamos al poblacho la carretera había dejado poco a poco de estar adoquinada -o «pavimentada», como me dijo Miri, corrigiéndome-, y como digo lo atravesaba de parte a parte. Había también otros dos o tres polvorientos senderos de tierra más, secundarios, que llegaban hasta el urbo desde otras partes del yermo y que morían en los patios traseros de las casas del pueblo. Me fijé por cierto en que uno de ellos parecía provenir de unas colinas peladas, a unos cuantos estadios de allí.

-¿Es eso Bocaverno entonces, por ventura? -pregunté al fin. Miri asintió, sin decir palabra-. ¡Lo celebro, Cálida Diosa, que a fe mía que tengo el hedor de vuestro artilugio metido en las napias y no creo que hubiera podido aguantarlo ni un momento más!

-¿Tan flojucho eres? -contestó ella deshaciéndose de su turbano. Algo me aprestaba a contestar cuando la muchacha acalló el rugido de la motoreta y se bajó de ella. La vi un rato buscando por los contornos polvorientos de la carretera. Al cabo volvió junto a la motoreta y me dijo-. En fin, maljuna: tienes suerte. Vamos, que es pendiente abajo y te has librado de otro paseíto en la motoreta, hay que ahorrar benzina. ¡Suspiré con alivio, que le place a Dios decirlo en honor a la verdad!

Pues bien, el sol había bajado ya otra cuarta y se hundía por fin en el yermo cuando pasamos entre las primeras hileras de casas del poblado. Nos miraron los lugareños, y bien: éramos a la sazón un carcamal y una chiquita joven viajando juntos, ambos con petates al hombro y empujando aquel cachivache de dos ruedas de Miri sin burra al que amarrarlo.

Se nos acercó entonces una mocosilla que se encontraba jugando entre los escombros de una tapia venida abajo. Venía vestida con harapos rojos, de vivo color, que bien lo recuerdo. Corrió hasta Miri y le dijo con voz vivaracha:

-¿Arriera? ¿Arriera? ¿Traes mochos?

-¡Que no, lárgate! -le contestó Miri-. No hay jujas, con que nada. ¡Vuelve con tu madre!

¡Nos sacó la lengua, la muy descarada, y se largó!

Bueno, andamos un poco más hasta llegar mediado el pueblo y con la última luz que caía, y Miri dejó por fin la motoreta frente a una especie de local o de sucia tasca. Se escuchaba algún bullicio dentro, aunque allí no había colgado cartel alguno.

-¿Es una fonda? -pregunté.

Miri se encogió de hombros mientras aprestaba aquella especie de patilla que dejaba la motoreta en pie, bien derecha, agarró el machete, sus alforjas, se las plantó al hombro y después... A ver cómo os lo cuento. Abrió una suerte de compartimento del mismo lomo del artilugio, se inclinó y desenroscó de dentro una especie de cilindro blanco, de sus mismas tripas, y se lo guardó después en el bolsillo de su chamarra.

-Esto es un drinkejo. No sé qué es eso de «fonda» -me contestó al cabo-. Venga, vamos dentro, que tengo que hacer unas cuantas preguntas y aquí ya estamos llamando bastante la atención...

Me volví. En efecto habíamos atraído muchas miradas, como os dije. Cinco o seis lugareños del urbo, todos con aspecto de pordioseros, nos contemplaban boquiabiertos a una prudente distancia. Reparé en que Miri les sostenía la mirada a cada uno de ellos, y que después bajaba la vista a su motoreta, se llevaba la mano a la cartuchera en donde descansaba su pistola de chispa y volvía a mirarles otra vez a todos y cada uno de ellos. ¡Ja! ¡Quedaba todo dicho, y sin pronunciar una palabra!

-Vamos, no te separes de mí, maljuna -volvió a decirme mientras se daba la vuelta y subía los tres peldaños que llevaban al soportal de aquel extraño establecimiento.

La seguí, por cierto, y entonces escuché de pronto un fuerte y extraño sonido, a mi espalda. ¿Cómo describirlo? ¡Me pareció como un seco silbido contenido que de repente taponasen! En verdad nunca oí nada igual. Me volví alarmado, justo cuando se escuchaba otro igual. Miri se volvió también, más alarmada por mi reacción que por aquel insólito sonido. Y mientras, yo no podía dar crédito a aquello que veía...

¡Sí, por la calle en penumbras avanzaba en nuestra dirección una suerte de hombre de metal, desnudo y escuálido! Portaba un pesadísimo fajo de heno al hombro, y era él el que dejaba escapar aquel silbidillo descorazonador cada vez que movía sus piernas, entre pitiditos y toda suerte de chasquidos menores. A mis silenciadas mientes quiso venir algo como una lejana remembranza, y de repente me recordé sobrevolando cielos oscuros sobre antiguas ciudades en llamas, y sin saber por qué.

-¡Voto a Dios! -exclamé-. ¡Miri! ¿Qué es esa cosa? ¡Juro que camina como un hombre, pero está hecho por entero de hojalata!

El golem de metal pasó por delante de nosotros en la avenida sin prestarnos la menor atención.

-¿Qué? -protestó la muchacha a mi espalda-. ¿Pero qué te pasa? ¡Vamos, es solo un mecha! Aún quedan algunos que funcionan aunque cada vez son los menos... Nadie sabe repararlos. ¿Es que no habías visto nunca ninguno? -rio, pero yo negué, sin palabras-. ¡Va, entremos, que pronto comenzará a helar!

Miri se volvió y empujó por fin la puerta del local. Yo la seguí dentro del lugar, a duras penas. En el interior de aquel lugar habían prendido velas de sebo y muy poco se veía, pero al cabo distinguí una barra y tres o cuatro parroquianos bebiendo en ella, y a otros tantos platicando muy animados en torno a otras tantas mesas.

Todos enmudecieron al vernos entrar.

-¿Esto es un «drinkejo», decís? -pregunté a su espalda-. Esto en mi pueblo se llama una vulgar tasca, Miri, y de las malas -susurré a su espalda.

Ella ni se dignó a contestarme y se plantó delante de la barra, sin mayores preámbulos. El posadero, que nos vio llegar, fue el primero en iniciar la plática con nosotros.

-Ni meadero ni preguntas sin consumición, estragas -nos dijo, muy tuno.

-¿Qué tienes para beber, viro? -le contestó entonces Miri.

-Brando, y nada más. Hoy no hay biero.

-Uno, dame -repuso la muchacha, y después me miró, y tras mascullar algo para sus adentros añadió esto-. Dos, va.

El posadero se fue al otro extremo de la barra y agarró una botella. Mientras regresaba con ella yo eché un nuevo vistazo a la sala: seríamos «estragas» en aquel garito -es decir, forasteros- pero no me gustaba de todas formas la manera en que nos miraban aquellos parroquianos.

El posadero puso al cabo dos vasos llenos de mugre ante nosotros y los llenó con el mejunje contenido en la botella. Miri puso una extraña redomilla de metal alargada y puntiaguda de pie en la barra, junto a los vasos, y el tabernero la agarró sin más miramientos. ¿Sería acaso aquella la moneda local?

-Ahora las preguntas -dijo Miri entonces-. Busco a mi partnero, otro arriero. Palio se llama. Iba de camino a ver al chatarrero del vojo del este.

-¿A Cachocarne? -preguntó el posadero, y Miri asintió-. ¿Iba en un cacharro como el tuyo, ese de ahí fuera?

-No. Él rencaba tres burras. Bueno, ¿ha pasado por aquí o no?

-No -le contestó entonces el hombre, desentendiéndose de nosotros.

Miri tomó el vaso delante suyo y lo apuró de un trago, con una mueca. Me acerqué a la barra, olisqueé aquel brebaje y me lo eché también al coleto, de un solo chispazo. Después puse el vaso sobre la barra, ante la mirada divertida de Miri, pero yo me encogí de hombros y la observé sin inmutarme. La sonrisilla se le murió en los labios. ¿Qué quería? ¡Peores aguardientes que aquel me había trasegado yo en muy malas fondas de la calle Vinateros, en el Madrid de mi patria! ¡Ja!

-¿Y bien? -le pregunté al cabo-. ¿Miente ese bellaco del tabernero o no?

-¿Qué? -preguntó ella.

-¡Que si nos falta a la verdad, Diosa! ¿Le creéis?

Miri se encogió de hombros.

-Puede. Ni idea. ¿Quién sabe? ¡Eh! -dijo, y llamó de nuevo a voces al posadero-. Un cambro. Solo uno, pero bien limpio.

-Cuatro kuglos más -repuso este, y Miri hizo una mueca.

La muchacha puso otros dos pares de aquellos pequeños cilindros de hojalata sobre la barra y se volvió a mí.

-Por la mañana preguntaré en el pueblo y saldremos de dudas -me dijo-. ¡Vamos, tú duermes en el suelo, maljuna!

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