IX
Caminamos bajo el sol del mediodía en dirección a las cada vez más cercanas colinas desnudas que se veían en lontananza, siempre siguiendo el rastro del cadáver del socio de Miri.
Apenas un par de horas después llegamos por fin. Ya bastante más cerca habíamos descubierto más cosas sobre el paraje al que nos dirigíamos. No resultaron ser colinas sino lomas pedregosas, y formaban una suerte de desfiladero en el centro de ellas.
Trepamos con no poco esfuerzo por una de las caras menos abruptas de aquellas pendientes desnudas, con buen cuidado de no ser descubiertos de cualquier cosa que pudiera acechar por allí, y ya en lo alto echamos cuerpo a tierra y nos arrastramos hasta tener el desfiladero bajo nuestras mismas narices.
Quedamos mudos ante lo que allí descubrimos. El pueblo entero de Bocaverno se hallaba congregado allí, en lo más hondo del desfiladero.
Multitud de personas se encontraban al pie de la hondonada, en callada expectación ante la entrada de una gruta que aparecía allí. Un nuevo recuerdo vino a mis mientes, el de un desierto, y el de la entrada a un pasaje excavado entre las rocas desnudas. Y también el aroma de una mujer, y el color de las guedejas de un cabello color azul vibrante y profundo. Como el de las olas de un mar templado...
Sentí un gran desconsuelo, y también un extraño desasosiego, pero luché por apartar todo aquello de mis mientes, por el momento.
-Malditos cabrones... -le escuché decir a Miri-. Mira, Pálido. Pero, ¿qué llevan ahí?
Me fijé mejor. En efecto, al frente de la congregación había una muchacha. La traían sujeta entre dos hombres y la mantenían a la vista de la cueva. Trataba de soltarse, la desdichada. Gritó, pero desde aquella altura nada se podía escuchar con claridad. Por último, y detrás de ella, a poca distancia, distinguí a la mocosilla de los harapos rojos que se nos acercó la otra tarde, a nuestra llegada al pueblo; observaba todo aquello sin pestañear, entre la multitud. Apreté los dientes de pura rabia.
Entonces se escuchó como un retumbo, y juro que me pareció que provenía de la boca de la cueva. Nos apretamos aún más contra el polvoriento suelo, temerosos, y de pronto vi surgir a aquella extraña cosa, por la oquedad de la gruta...
Se trataba de un cuerpo rechoncho, bien hinchado, enorme. ¡Era rojo como la sangre, y el sol aún arrancó destellos de plata fulgurante a algunas partes de su cuerpo! ¡Diosa! ¿Pero qué carajo era aquel supurante ser? ¡Salió levitando, a escasa altura del suelo, o eso me pareció, y parecía como un gran ojo nublado, provisto de muchas manos y zarcillos, relamiéndose ante la visión de la joven que le iba a ser entregada!
Y entonces me llegó de improviso otra visión, otro recuerdo, y me vi esta vez en penumbras, en lo más profundo de las sentinas de un colosal barco que sentí que se había perdido, y me asaltó como un fuerte olor viciado y húmedo, ¡y rememoré multitud de brazos y de tentáculos, aunque muchos más que los que mantenía aquella cosa!
-¡Fika, es un paki! -le escuché susurrar a Miri, pero yo ya me encontraba en pie y había tomado sin que lo advertiese de nuevo su machete de su cinto, y al fin ya descendía a grandes trancos por la reseca pendiente del desfiladero, por su parte menos abrupta-. ¡Eh! -me gritó ella-. ¿A dónde merdo crees que vas? ¡Vuelve aquí! ¡Eh, Pálido!
Pero yo no la escuchaba. Llegué hasta el fondo del desfiladero y después caminé hasta plantarme a la espaldas de la concurrencia que se abigarraba en la cañada frente a la cueva, desentendida de mí. Me hice paso a empujones entre ellos, digo, y llegué hasta la niña de los harapos rojos, tras la muchacha capturada. Me agaché y acaricié su cabello apelmazado por la mugre, y la niña me miró, muda de asombro.
-Mira bien lo que va a pasar aquí, y no olvides nunca esto -le dije, y le guiñé un ojo y me abrí paso a través de la última hilera de gente hasta quedar al frente de todos ellos y ante aquel abominable demonio recién parido por la gruta.
Levitaba, en efecto, de ahí la falta de rastros en los caminos, y babeaba por una gran bocaza en su panza, con su único y gran ojo fijo en la chica ofrendada. Aquella cosa siempre tenía hambre, lo supe entonces, pero a la muchacha presa no se le iba a reservar ser devorada por él. ¡No! Sentí una punzada de asco y náuseas.
-¡Hola! -le dije yo al demonio por el contrario, y me planté frente a él olvidado de la concurrencia a mis espaldas-. En verdad que lo que planeas no va a pasar, maldito engendro. No, no tal... -añadí, y enarbolé por fin el tosco machete de Miri ante mí, sonriendo bajo el sol hiriente.
Lo que más me sorprende al recordar todo aquello fue cómo el demonio me respondió. ¡Hablaba! Y con una voz ronca y vibrante, hasta alegre, que te llegaba hasta la médula y te hacía querer postrarte ante aquel horrible ser para saciar sus más detestables apetitos. ¡Pero me resistí! Me resistí, sí, como no habían podido hacerlo las propias gentes de Bocaverno, y ahora bien lo comprendía...
Y aquel ser me respondió:
-¡Ey! ¡Ey! ¿Pero quién eres tú, pally? ¡Quítate ahora mismo de en medio o te llevo a mis despensas! ¡Pero ahora mismo! ¡Aparta! ¿Es que no me oyes? ¡Quita, que tengo hambre, pero no de tu reseca carne de maljuna!
Digo que era como una enorme bola correosa en cuya barriga se agitaba un ciclópeo ojo inyectado en sangre y bajo el cual se abría un enorme tajo horizontal repleto de colmillos aserrados sobre los que goteaba una lengua bífida y asquerosa; tal era su apestosa bocaza, y sonreí. El resto de su cuerpo era del color rojo más vivo que hubiera visto yo, ya os lo dije, y lo que me parecieron desde lo alto de la loma multitud de zarcillos resultaron ser en realidad tan solo cuatro escuálidos pero nervudos brazos que agitaba tan rápido y de manera tan delirante que desde la distancia me habían parecido varios más.
¿Y los misteriosos destellos argénteos que el sol arrancaba a su cuerpo? Bueno, habréis de creerme ahora, cuando os lo cuente. ¡El demonio portaba una suerte de chaleco de metal plateado, pulcro y prístino, bien apretado a su panza! ¡Juro todo esto, por mi fe, aunque entonces me pareciera estar en medio de un desvarío irreal!
Pero me planté delante de él, con una infinita repugnancia pintada en la cara tras la confiada sonrisa. A mi espalda la multitud se agitó, sorprendida.
-Voto a Dios... ¿Pero qué eres tú, engendro maldito? ¡Juro que nunca vi una cosa igual, ni aún parida por la Quebradura! -exclamé yo, y en aquel momento de nuevo ni yo mismo entendí lo que decía.
-¡Quita, te digo! -me contestó aquel ser-. ¿Estás sordo? ¿Que quién soy? ¿Es que no eres del pestilente urbo ese de ahí atrás? ¿No lo sabes?
-No, por cierto -respondí yo-. ¿Me lo diréis antes de daros muerte si tenéis a bien?
El demonio parpadeó, incrédulo, y después todo su cuerpo fue por un instante una masa carmesí y redonda que se reía y carcajeaba.
-Ya veo, ya veo... -graznó-. Está claro que no eres de por aquí, eso es verdad... Vienes de muy lejos, y lo sé no solo por cómo hablas... También lo huelo; ¡hiedes a éter! ¡Nadie habla como tú desde hace siglos, desde antes de que era un homunculito recién formado en la chepa de mi madre allá lejos, en las islas británicas! Dime, ¿qué has venido a hacer por aquí? ¿Has venido desde las moradas cósmicas tan solo para molestarme, pally? Pues una pena, en tal caso, pues hoy hace un día espléndido, envidiable, ¡glorioso!
-¿Lo es en verdad? -pregunté.
-¡Lo es para ser un paki bajo este cielo azul y salvaje, en efecto!
Escupí y me afiancé sobre el terreno. ¡Menudas majaderías! Y habéis oído bien, sí: ¡mentó el nombre de las islas del rey inglés, Dios supiera por qué!
Sostuve el rudimentario pero bien templado machete de Miri en la mano.
-No sé aún quién soy ni a qué venido a esta tierra devastada -le contesté yo-, pero sí sé qué hago aquí en este desfiladero, ahora mismo... Voy a mandarte de nuevo a esa gruta bien partido en dos, de un tajo. ¡Por mi fe!
Ante esto el demonio se rio otra vez de una forma muy viva, tanto que muchos de los lugareños a mi espalda se contagiaron de sus carcajadas y hubo un coro de risotadas que rebotaron por las peñas del desfiladero.
-¡Mánllalo, Daj! -gritó uno de ellos, a mi espalda: era la voz del posadero de Bocaverno-. ¡Se nos escapó esta mañana! ¡Él y una beleta que durmieron en mi drinkejo! ¡A estos te íbamos a traer, y no a la hija del Mancas! ¡Mánllatelo! -repitió, y hubo otro coro de voces que jalearon esto, y esto otro también-. ¡Hordo Legio Paki! ¡Hordo Legio Paki! ¡Hordo Legio Paki!
El demonio se relamió.
-No -contestó este al cabo-. Este, para luego. Ahora quiero a esa muchacha tan lozana. ¡Dádmela ya, ahora! Y tú, ¡quítate ya de en medio, payaso! ¡Lárgate y espera tu turno!
Pero no me moví, ni un paso.
-No -repuse-. Seré el primero, bien lo podéis creer. Os cortaré esos brazos raquíticos vuestros, uno a uno -dije, y sonreí una vez más.
El demonio se detuvo en seco, sorprendido, y después se echó a reír otra vez.
-¿Tú, pally? ¿Tú y cuántos más?
-Tan solo yo me basto.
El demonio se carcajeó de nuevo.
-¿Sí? ¡Qué fiero te veo! ¡Está bien, más me vale tener cuidado, que debes ser el nuevo hombre del saco de estos andurriales, eso seguro! ¡Que se cuiden las madres de sus niños, qué miedo! A partir de ahora haré bien en mirar debajo de mi camita, antes de irme a dormir... -soltó con chanza, y rio una vez más.
Alguien llegó entonces hasta mi espalda haciéndose paso entre la multitud, justo cuando mi paciencia había llegado al límite. Era Miri.
-¿Qué haces, maljuna? -me susurró al oído-. ¡Vámonos de aquí! ¿No lo oíste? ¡Es un paki, y de la Hordo Legio! ¿Es que no lo ves? ¡Un demonio! ¡Te triturará antes de masticarte los huesos! ¡Vámonos! -exclamó, y tiró de la manga de mi chamarra, pero yo no me moví.
Antes bien le pregunté a Miri:
-Este mal encarado bicho habla más raro que vos misma -le dije-. ¿Qué es eso de «pally» que me llama? ¿Y qué eso del «hombre del saco»? Yo no llevo ninguno encima... ¿Acaso me ha insultado el muy bellaco, por mi fe?
Pero Miri negó, exasperada y con desconcierto.
-¿Pero qué más da? ¡Vámonos, loco! ¡Es un paki! ¡Les escuché hablar de él a los del urbo, esta mañana, cuando nos quisieron rencar, pero creía que había entendido mal! ¡Salgamos de aquí!
Pero me negué. Antes bien me solté de Miri y adelanté un paso, cortándole el paso al ser. El demonio me miró con su ojo encendido y esta vez con verdadero enojo, y decidió por fin dejarse de miramientos conmigo. Me encaró y flotó en pos de mí a toda velocidad y en mi busca, con su babeante bocaza bien abierta.
No, pero yo ya lo tenía a un paso, justo donde le quería, y quiso cogerme con una de sus escuálidas garras pero volteé el machete y el brazo que quiso arrancarme del suelo cayó en la tierra polvorienta de la hondonada. Se extendió entonces un murmullo de excitación por todo el condenado desfiladero.
Di entonces un paso atrás, bien preparado para un nuevo lance.
-Ya os va un brazo, ¿veis? Me resta cobrarme los otros tres, os lo dije -le solté, y el monstruo se lamentó y volteó frenético por los aires, salpicando todo de un pus lechoso y pegajoso.
-¡Ay! ¡Ay! ¡Motherfucker! ¡Mi brazo! ¡Te voy a...! -lloró, pero no hice caso: yo ya iba en pos de él.
Al verme llegar el demonio se dio media vuelta y huyó flotando hasta meterse de nuevo en la cueva lo más rápido que pudo. ¡El muy cobarde!
-¡Volved, que no hemos acabado! -le grité, y quise seguirle, pero Miri me retuvo de nuevo.
A nuestra espalda la muchedumbre gritaba, sobrecogida por el pánico. Se habían desentendido de la muchacha ofrendada en el gran revuelo reinante y vi que echaban a correr sin concierto huyendo por todas partes del desfiladero. ¡Malparidos! Tan solo quedó allá abajo, con nosotros, aquella niñita de rojo. Nos observaba sin quitarnos ojo a Miri y a mí. Quise decirle algo pero de pronto unos brazos la agarraron y la tomaron en volandas y se la llevaron de allí.
Sonreí, y me volví de nuevo a la entrada de la gruta.
-Aguardad aquí, Miri. Tengo que hacer una cosa ahí dentro.
La voz de mi determinación hizo que Miri me soltase la chamarra, como un resorte. Me observó sin saber qué decir. Le guiñé un ojo y sin más me interné en la cueva en pos del tal Daj, aquel infame paki de la Hordo Legio de Bocaverno, pues bien sabía Dios que no le dejaría regresar a su cubil a lamerse las heridas, no tan tuno.
No sin sacarle algunas respuestas más, al menos.
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