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IV

Bueno, ya lo veis, y os lo digo de nuevo y sin decoro: se pasaba hambre en aquellas tierras. Mucha.

Todo el mundo parecía pasar penurias en aquellos desdichados lares, y puesto que yo me encontraba ya por completo restablecido me aprestaba a abandonar a Tiñas y seguir mi camino. No podía cargar él con mi sustento, ni yo permitirle hacerlo. Y creed esto también; ojalá la Cálida Diosa me haya guardado a aquel viejo galeno mío de la chabola, a mi buen Tiñas, pues nunca me apremió para abandonarle por estas razones. ¡No! Tal vez se encontraba solo, o tal vez yo le había caído de cierta forma en gracia, no lo sé, pero el caso es que el viejo parecía preferir ajustarse un poco más el cinturón y compartir lo poco que tenía conmigo si con ello retrasaba un poco más mi partida. ¡La cuita es que yo no sabía para qué carajo había ido yo a acabar en aquel mundo, ni quién era, ni a dónde debía yo partir, si me entendéis!

—¿Pero tú de dónde merdo has salido? —me volvió a preguntar otra de esas tardes de la que os he hablado, sentados bajo la arcada—. ¿Aún no recuerdas nada, Pálido? —me decía, pues así dió en llamarme el viejo a falta de nombre mejor.

Me encogí de hombros y sonreí mientras seguía a lo mío, tratando como os conté de arrancarle una buena pipa a aquella maldita mazorca reconcomida. Miré a la línea del horizonte, allá donde el sol acaba de ocultarse ya, y de pronto descubrí algo que me alentó el alma tanto o más que el presentimiento del mar: el Lucero del Atardecer, prendido en las alturas como un broche encendido.

¡Astarté! Me puse en pie, dejando a un lado mi talla: ¡en aquel acabado mundo otro mundo hermano orbitaba también la misma estrella en un arco más interior, como en el mío propio!

Señalé el astro y me volví al Tiñas.

—De ahí vengo yo, maljuna. ¿Lo veis?

Al final le había dejado tal sobrenombre yo, tal vez por vengarme de lo de «Pálido», aunque al llamarle de tal modo os juro que le demostraba además de la chanza un profundo respeto. Pues bien, Tiñas escupió al suelo tras escuchar tan aparente sandez por mi parte, como acostumbraba, y me contestó:

—¡Bah! ¡Así revientes, estulto!

—¿Pero cómo queréis que os diga de dónde vengo, viejo del demonio, si ni sé cómo me llamo? —le respondí entonces, riendo.

Y resultaba esto ser verdad. Nada sabía yo de quién era, lo repito, y tan solo una quemazón en las tripas me prevenía de que allí estaba por pasar algo, que había algo que debía ser buscado y que una crucial tarea debía ser llevada a cabo. Pero, ¿qué podían ser tales cosas, en el nombre de la Diosa? No lo sabía, y no andaba yo por eso tranquilo. A veces me desesperaba por tales cuitas. Y a veces, cuando en tales apreturas me hallaba, me decía yo que tal vez todo aquello tan solo fueran los desvaríos de un loco, de un pobre diablo abandonado tras ser asaltado y despojado de todo bien por bandidos, con un golpe en la cabeza que me había vaciado los sesos de memorias y de cordura. ¡Sí, confieso que a veces me decía todas estas cosas, y os lo juro!

—Dices bien... —contestó al fin aquella vez el viejo a lo de mi verdadero nombre—. ¡Buen bump debieron atizarte en la sesera para dejarte así de chascado, kunulito!

En esas o parecidas no hallábamos una tarde, os digo, cuando al fin y por cierto comenzó todo; todo lo que concierne al destino de Levantia, y aún de más cosas, y ahora os lo contaré.

Escuchamos un ronroneo estridente acercarse por el camino que ascendía por la loma. Se acercaba a la chabola del Tiñas, subiendo la pendiente, bien lo oía.

Me puse en pie al instante, alarmado, con el desportillado cuchillo del viejo presto en una mano, por supuesto: ¡debía de tratarse de otro de esos infernales artilugios de dos ruedas, esos que montaban aquellos dos krímulos del camino!

—¿Qué es eso? —exclamé al viejo—. ¡Tiñas! ¿Será una de esas «motorratas»?

—«Motoretas», estulto —me corrigió el viejo con infinita paciencia—. Siéntate, anda, que no hay peligro. Conozco muy bien el ronroneo de ese motor...

Tiñas se levantó de su asiento para recibir de buen grado al recién llegado. Por fin apareció este, coronando la pendiente, y detuvo su montura —en efecto otro de esos infernales cacharros de dos ruedas— frente a la chabola. Me pareció aquel extraño muy delgado y enjuto, e iba cubierto por completo con chamarra oscura y uno de aquellos extraños turbantes que llamaban «turbanos» en aquellas tierras.

—Anda, descansa, Miri —le saludó el viejo riendo al extraño: me fijé en que dejó ver sus encías resecas en lo que parecía una sentida sonrisa, pues no pasaba tal cosa en demasía por aquellos andurriales, y que Dios me perdone. Tiñas recibía, por tanto y sin duda, a un buen amigo—. Ven, anda, quítate el turbano y toma un poco el aire con nosotros, que ya no cae sunon.

El recién llegado cortó el sonido insoportable de su motoreta y desmontó entonces. Se deshizo de capas y más capas de ropajes, y yo no daba crédito; cuando se despojó por último del turbano me quedó al fin claro: ¡se trataba de una mujer, apenas de una muchacha! Se hizo a un lado un mechón de cabello negro como ala de cuervo y me observó con unos ojos rasgados, negros y endurecidos.

Se fijó entonces en mí, digo.

—¿Quién es este viro, Tiñas? —le preguntó la tal Miri al viejo.

—¿Quién? ¿Este? No lo sé —contestó riendo, y la tal Miri clavó esta vez en él su mirada, sin entender—. Quiero decir que no lo recuerda. Ha perdido la memoria. Algún mal bump, eso seguro. Pero es de fiar, no temas; me ayudó en el vojo que va a Pintas con los krímulos de La Pared. Le metieron un kuglazo en el pecho así que me lo traje aquí para cuidarle, pues quise devolverle el favor. Yo le llamo «Pálido», pues a este le ha dado muy poco el sunon, bien se ve, y a él no parece importarle. ¡Ja!

Asentí y saludé, ofreciendo una sonrisa a la chica, pero la joven me volvió a echar otra buena ojeada, de arriba abajo. No parecía haber quedado muy convencida por las explicaciones de Tiñas, y yo sonreí de nuevo e incliné el gesto, y ella no me correspondió. De hecho, más bien al punto se desentendió de mí y caminó al encuentro del viejo. Yo me encogí de hombros y volví a tomar asiento para seguir con mi talla, mientras la oscuridad caía sobre la llanura a nuestros pies.

—Y bueno, ¿qué hay de nuevo, Tiñas? —le dijo por fin al viejo con algo parecido a una nota de afecto en la voz—. ¿Entonces te siguen fikando los de La Pared?

—Lo de siempre —contestó el anciano restándole importancia—. No, ¡tú, habla tú, anda! ¿En qué estás? ¿Qué necesitas?

—Antisunon. ¿Tienes? Me arde la piel, se me ha acabado. ¿Tienes o no?

—Gasté algo con ese —contestó Tiñas señalándome con la mirada—, pero aún me queda. ¡Que sí, venga! Voy por él. ¿Y matabios? ¿Te quedan? ¿Quieres?

—No —respondió la chica mientras el viejo entraba en la chabola. Se sacudió la muchacha el polvo de la chamarra y me miró mientras añadía en voz alta y sin quitarme ojo—. Soy dura, maljuna, que no me hace falta hacer kolecta... —Entonces levantó aún más la voz para que el galeno la escuchara bien desde dentro de su chabola—. ¡Anda, ve por el antisunon ya! Lo primero es lo primero.

La muchacha se volvió y echó mano de una especie de pellejo colgado al costado de la motoreta y echó un buen trago. Un hilillo rojizo se escapó entre sus labios y corrió por su mentón. Aquello no era agua. ¡Ja! ¡Yo no la quitaba ojo tampoco, ya lo veis!

—¿Y tú que miras, estulto? —me dijo por fin la zagala ante mi atrevimiento y de muy malas formas—. ¿Es que tengo monos en la cara?

Suspiré y no contesté a tal provocación. ¿Qué podría contestarla yo al cabo?

Tiñas salió entonces por fin de la chabola cargado de frascos y se los tendió a la muchacha. Los reconocí al instante; iban llenos de aquel mejunje pestilente y verdusco con los que el viejo me había tratado las quemaduras del sol los primeros días. Eso resultaba ser el tal «antisunon», según comprobé. Bien, la muchacha se volvió de nuevo a su motoreta y los guardó bien dentro de sus alforjas, muy a resguardo.

He de decir en este punto que me llamó la atención en gran medida que Tiñas le diese los tarros aquellos sin ver primero el pago en trueque, como acostumbraba a hacer siempre: la muchacha contaba con la confianza sincera del viejo, también esto ya sin duda alguna.

Bueno, tras guardar los tarros la muchacha se pudo a rebuscar algo en la alforja del otro costado de su cachivache. Entonces reparé en un admirable machete colgado del costado de su motoreta, si así podía llamarse. Colgaba de ella sin guarda o vaina alguna, y aunque resultaba algo tosco en su factura parecía estar bien afilado y libre de herrumbre. ¡Era al cabo la primera vez que veía una herramienta en tan buen estado en aquel mundo, y espié a la muchachita con mayor atención mientras me fingía dedicarme a mi pipa!

Y hubo más cosas. También descubrí una suerte de artilugio junto al machete, uno semejante a aquel con el que el krímulo de la carretera me había abierto la herida en el pecho, solo que más largo; medía casi una vara de longitud. Me resultaba algo muy parecido a una suerte de arcabuz, salvando las distancias y que la Diosa me perdone. Bueno, pues viajaba en fin aquella jovencita muy bien armada, que bien era cierto. ¿Quién sería?

Bueno, al cabo la tal Miri encontró al parecer lo que había estado buscando con tanto ahínco entre sus pertenencias, y tras unas cuantas maldiciones cuando lo halló se volvió al viejo y le puso al fin en las manos tres potes de metal, bien cerrados. ¡Yo los había visto antes, en la casa de Tiñas! ¡De dentro el condenado viejo había sacado una vez comida en bastante buen estado, tras abrir la parte de arriba del cacharro con una especie de abrecartas o algo parecido, y eso os lo juro!

El pobre Tiñas casi se echó a llorar al verlos pero no quiso aceptarlos, así que la chica le obligó a hacerlo sin aceptar reparos.

—Pero Miri... ¡Alubias con cerdo! —exclamó al fin.

—Sí. Y de antes de la guerra, Tiñas —respondió ella con una sonrisa.

—¡Como si son de después del fin del mundo, ya ves tú, que no estamos para remilgos! —respondió él, riendo—. ¡Venga, vamos, pasa dentro, que abriremos una y manllaremos bien esta noche, kunulita!

—Pues te lo agradezco —respondió ella—. Y ya de paso haré noche en tu chabola, que parto mañana con la primera luz.

—¡Bah! ¿Y a dónde vas tú con tantas prisas?

—A Bocaverno.

—¡Quita! ¿A ese poblajo? ¿Y qué se te ha perdido en ese urbo, chiquilla? —protestó el viejo, farfullando—. Ahora me lo cuentas pero pasa primero dentro, que empieza a caer biruja. Y tú, Pálido —me dijo entonces el Tiñas—, ven, pasa también, que hay manduca esta noche.

—Gracias, amigo —le respondí aún sentado al fresco—. Pero no os preocupéis por mí, que ya pasaré luego.

—Habla por Tiñas, que yo no estoy preocupada por ti —me dijo entonces la muchacha con chanza, divertida, aunque con un tono de amenaza también en la voz y en el brillo de sus ojos.

—A Tiñas me refería, precisamente. Perdonaré una vez más vuestros modales. Id vos con él, niña —la contesté, tal vez con excesiva premura por mi parte.

La muchacha resopló, incrédula.

—¿Y por qué has dicho que «no os preocupéis» si no me incluías a mí? —me contestó—. ¿No recuerdas nada y tampoco sabes hablar como es debido, estraga? —dijo, y entonces rio desde el dintel de la puerta de la chabola—. ¡Menudo bump que te han dado, viro, es verdad, pero no será nada comparado con el que te voy a dar yo si vuelves a llamarme «niña»!

—Así es según parece, y a fe mía —la contesté, y entonces dejé el cuchillo de Tiñas a un lado, me puse en pie y la encaré—. Pero entrad con Tiñas dentro e id sin cuidado ya. Que aunque no entiendo del todo vuestra torpe manera de hablar sí que entiendo y bien qué es lo que se esconde tras vuestros escasos modales, que yo habré olvidado pero que vos nunca habéis aprendido. Y es porque vuestra imperdonable actitud se debe a un genuino cuidado por el bienestar de ese hombre que estoy dispuesto a perdonaros todo y no daros el par de azotes que os merecéis, «niña» —dije, enfatizando esto último.

—¿Pero qué es lo que dice este viro? ¿Acaso es que quieres que te saje aquí mismo? ¿Eso quieres? —me respondió ella  entonces con una sonrisa feral y dejando el dintel, y mientras caminaba hacia mí sin tapujo alguno echó mano a la caña de su bota y sacó de ella un puñal que allí llevaba muy bien escondido. ¡Vaya con la muchachita!

—¡Miri! —gritó entonces el viejo desde la puerta—. ¡A ver si vas a abrirle las costuras con lo que me ha costado remendarle, almozula! ¡Déjalo y ven aquí!

—No consiento que me hablen así, y menos un estraga como este, Tiñas... —repuso ella, pero al final se detuvo a unas cuatro varas de mí, que la observaba de pie y bien plantado.

—Yo tampoco acostumbro a hacerlo, y tenedlo por seguro vos también —la respondí al cabo—. ¡Tiñas! —dije entonces, alzando la voz—. Lo dije y lo repito: tan solo es porque esta chica lo que persigue es que me marche cuanto antes y deje de asaltar tus despensas que me he de contener. Pues lleva razón al cabo, y mi partida, ya te lo he dicho muchas veces, no debe demorarse más.

La muchacha entonces me observó, con chanza.

—Vaya, pues no es tan estulto como había pensado... —dijo—. Mira, llevas razón, estraga. ¿Te han cosido las tripas ya? ¡Pues venga, ahuecando, que Tiñas no tiene para mantener más boca que la suya, y ya estás tardando!

—¡Bueno, basta ya! —protestó en tal punto Tiñas llegando hasta nosotros y poniéndose entre ambos—. ¡Que me da igual! ¡Tú! —me dijo—. ¡Para adentro, he dicho! ¡Y tú! —le soltó a ella—. ¡Lo mismo! ¡A manllar, que al final me vais a amargar el puerco con judías, fika vuestra madre!

—No tengo hambre, viejo, ya os lo dije —le respondí sin quitar ojo de aquella muchachita malhumorada.

—¡Pues te fikas tú también entonces! —repuso el viejo, y ya de muy mal humor—. ¡Yo digo que esta es la casa de Tiñas, y que aquí se manlla todas las noches aunque sean piedras remeadas, y basta de charla! ¡Con que meteos los dos para dentro y punto en boca! ¡Vamos!

No había al parecer punto de discusión en todo aquello, y yo al menos, por respeto a mi buen anfitrión, me vi obligado a someterme. Y Miri... ¡Bueno, en verdad que a ella no sé la cuita que la animó, pero para adentro que se metió como mandó Tiñas, sin rechistar y dejando tranquilo el puñal en su bota!

Cenamos pues los tres de las alubias que había traído Miri, mi mejor comida desde que había despertado en aquellos parajes, que bien es cierto, y cuando acabamos empezaron las confidencias entre ellos dos.

El viejo y la muchacha se sentaron a la luz de las ascuas del brasero del Tiñas y yo me mantuve en un decoroso aparte y en silencio, en un rincón de la cochambrosa sala y echando de menos una mala hoja de tabaco que echar a la cazoleta de mi recién terminada pipa.

—Bueno, a Bocaverno dijiste... ¿Pero qué pintas tú en Bocaverno, Miri? —preguntó al fin el viejo Tiñas tomando asiento—. En ese urbo la gente está sonada, ¿es que no lo sabes?

—Mi partnero se ha perdido. Estoy tratando de rencarle —contestó ella.

—¿Tu partnero? ¿Palio? ¡No me digas! ¿Y llevaba buena kolecta?

La chica asintió. Me costaba seguirlos, como comprenderéis.

—Seis brazadas de hierro, y sin corromper. Se los llevaba a Cachocarne, a chargo suyo.

El viejo asintió, como comprendiendo. ¡Que el demonio se los llevase, que yo por mi parte no me enteraba de nada!

—Ya veo ahora. ¿Y qué más?

—Las echó al carro en Pintas. Me lo ha contado Peltes, que de verle esta tarde vengo. Y a donde Cachocarne no ha llegado. Él me lo dijo hace dos días, cuando fui a verle para repostar de etanol.

—¿Etanol? —contestó sorprendido el viejo Tiñas—. ¿Es que sigue preparando ese mejunje suyo? ¿Pero de dónde lo saca, ese viro?

Miri se encogió de hombros.

—La prepara él, el Digno Redentor sabrá cómo. Pero cada vez está más aguado. Sin benzina pura para mezclar es lo máximo que hay. Por eso la motoreta apenas me tira...

—Sí, ya la escuché cuando venías —convino el viejo—. Pues es una pena. —Miri asintió—. ¿Crees que Palio ha echado a correr con el hierro?

—No lo creo —contestó ella—. No le conviene; pan para hoy, gazuza para mañana. Algo le ha pasado. Tal vez los krímulos...

—No, ¿para qué lo querrían a él? Esos solo quieren ingenieros... Que se vaya con cuidado Cachocarne, por cierto... ¡Ese sí que corre peligro, si se enteran de lo del etanol!

—¿Más? —repuso ella—. Tú también debes andarte con ojo. Matasanos no les sobran, ya lo sabes. No te dejarán en paz.

El viejo Tiñas despreció la advertencia de la joven con un gesto.

—Como si me matan, ya ves tú. Mejor, así se acabaron las penas. Bueno, ¿y entonces?

—Pues que voy a Bocaverno con la primera de la mañana —repuso ella al instante—. Es parada antes de llegar al desguace de Cachocarne. Veré si le vieron por allí, tras salir de Pintas. Quizá paró en el drinkejo del urbo, quién sabe...

—Ten cuidado que son raros los de allí. Los de Bocaverno, digo.

—Que sí, que no me zargues más, maljuna, que lo tendré —contestó la muchacha—. ¿Y tú cómo te rencas? ¿Y las empañas de tus ojos?

—Bah, cada vez van peor —respondió el viejo frotándoselos—, pero para lo que hay que ver...

Ya lo veis, en esas platicaban los dos hasta que las ascuas del brasero se apagaron y la chabola quedó en tinieblas, y al fin acordaron retirarse a dormir. La muchacha salió un momento fuera y cogió de sus alforjas manta y petate, y tras esto regresó dentro y se echó en el suelo del salón, junto al casi extinto brasero.

De día aquel mundo era un infierno pero por las noches la temperatura caía hasta helarte la sangre, bien lo recuerdo.

Como en un desierto.

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