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III

Y lo siguiente que recuerdo es quedar entrando y saliendo de una suerte de mal sueño, si tal podía llamarse. ¿Durante cuánto tiempo, decís? No lo podría decir, a fe mía. Por lo que sabía podía estar de nuevo hundiéndome en las cálidas aguas del éter. Sí, podía volver a estar ahogándome en sus lentas corrientes y meciéndome entre las oleaginosas olas del olvido, tan solo asomando la cabeza de vez en cuando entre ellas para tomar otra breve bocanada de aire.

¿Que qué veía en esos breves momentos de lucidez? Tan solo una sonrisa desdentada y repulsiva. Eso veía, pero con todo y aún en mi estado percibía que el dueño de aquella mueca no buscaba mi mal. No. Y también veía unas paredes llenas de manchas de óxido y humedad, o así me pareció. Y un techo sobre mi cabeza, que no me parecía tal. ¿Qué era aquello? Parecían tejas, enormes, de un color gris sucio y basto. No, pero no permanecía consciente lo suficiente como para preocuparme en exceso por todo aquello, y entendedme bien.

No, yo no había muerto, ¡a fe que no!, y el primer sorprendido por ello fui yo. El segundo lo parecía aquel flacucho viejo de la carretera, el dueño de aquella dentadura huérfana de dientes que velaba mis apuros. Él era quien atendía mis graves heridas. Cuando abrí otra vez los ojos y quedé seguro de que no me reclamaría por un breve tanto la inconsciencia probé a dirigirle unas palabras, con un hilillo de voz:

—¿Cuánto tiempo llevo durmiendo? —le dije.

—¡Hola, hola, kunulito! —me contestó el anciano, y me introdujo entre los piños una suerte de redomilla de cristal alargada, muy fina, aunque aún no sé con qué fin—. Seis tagos llevas en cama, más o menos, pero eso no importa. ¡Fika, que te daba ya por muerto! —exclamó—. ¡Pero mírate, si por poco te vuelan el corazón de un kuglazo y aquí estás todavía! Tan solo un poco más abajo y hubieras sido mojama allí mismo, en el vojo. Eso bien te lo digo yo...

Traté de reconocerme. Me encontraba echado en un camastro y encontré que podía moverme aunque me encontraba muy débil.

—¿Os llaman Maljuna? —le pregunté—. ¿Sois galeno acaso?

—¡Oye, tú! ¡Muéstrame un poco más de respeto! —me saltó entonces el viejo, de muy malas maneras. Se había molestado por algo que yo había dicho, pero yo no tenía ganas ni para sorprenderme—. ¡Que tenga muchos años no significa que puedas llamarme así, con esas confianzas! ¿En qué merdo de drinkejo hemos comido tú y yo juntos, eh?

—Ruego me disculpéis —le respondí al cabo—. Así escuché que os llamaban esos dos... Los del camino...

—¿Qué? ¿Esos? ¡No! ¡Esos eran unos malditos krímulos a sueldo de los Buscadores, ojalá ya estén criando malvas! Desde luego del que me ocupé yo sí que lo está, ¡ja!, y el tuyo casi que seguro que también. Y si no los vulturos ya habrán acabado el trabajo. ¡Qué estultos! —rio—. ¡Subestiman a un maljuna y no le registran los bolsillos antes de atarle! ¡Bah! Para cuando te tumbó yo ya me encontraba libre, ¿sabes? Lástima no haberme desatado un poco antes; podría haberte ayudado... Bueno, le metí un buen kuglo entre los omoplatos solo un segundo después. ¡Ya ves, vaya pena! —se lamentó con chanza—. Pero en fin, que aquí estás, kunulito. Te traje a mi casa y mira, ya te estás recuperando aunque no sé ni cómo... Con el boquete que traías poco podría haber hecho, ni siquiera yo. —Entonces me sacó la redomilla aquella de entre los dientes y la estudió con gran interés a la luz de un candil de aceite. ¿Qué estaría comprobando el viejo en ese escuálido y extraño frasquillo? Yo no podía comprenderlo—. Nada, ni fiebres tienes ya, y no lo entiendo... ¿Ves? La primera noche que pasaste aquí no creía que te encontraría con vida a la mañana siguiente, y eso bien lo puedes jurar. Y además estabas requemado como una colilla. Pero, hombre, ¿cómo te expusiste al sunon sin hacerte un turbano así, por las buenas? ¿Es que te faltan sesos en la chola? ¡No, pero mírate, aquí estás! Las noches te sientan bien, kunulito. Amaneces repleto de vida, coloradote como un tomate —dijo, y se plantó de nuevo a mi lado. Hedía a estiércol y orines, aquel viejo.

—Gracias por vuestros cuidados... —le contesté yo al punto y ahogando un quejido que me nacía de las entrañas—. ¿Cómo debo llamaros entonces? Quisiera saber vuestro nombre, os lo ruego...

—Digno Redentor, qué raro que hablas, kunulito... —contestó el viejo, extrañado—. Cuando te escuché hablar en el vojo, el otro día, tirado como estaba sobre aquella motoreta, creí que estaba delirando por mal sunon... ¡Pero no, hablas así! Pero, ¿de dónde has salido tú?

—Vuestro nombre... —repetí, ya sin fuerzas—. Os lo ruego... Y decidme también qué hora del día es...

—¡Que sí, que sí, que te lo digo aunque sea por no volver a oírte, por el Redentor! Me llaman el Tiñas, y estás en mi casa, a las afueras del muy noble y vetusto urbo de Pintas. ¿Te vale así? Y ya está anocheciendo, por cierto.

—Está bien... —le contesté—. Gracias, maese Tiñas, os ruego... —Apenas podía mantener ya la voz: el olvido me reclamaba de nuevo—. Retiraos... Os doy gracias y válgame Dios... —Tosí un esputo, bien es cierto—. Os doy gracias —repetí—, pero yo... Yo sí que no entiendo nada de lo que habláis, carajo... —protesté—. Y ahora debo... descansar. Dejadme... Por favor...

El tal Tiñas me observó con renovado asombro.

—¿No quieres manllar entonces? —dijo, y yo le miré sin comprender de nuevo. El viejo abrió la boca y se llevó los dedos en racimo a ellos—. Manllar... ¿No tienes hambre?

—¿Comer? No, por Dios... Mañana estaré mejor... Dejadme ahora...

El viejo se encogió de hombros y salió de la habitación maldiciendo por lo bajo, pero algo sí que le llegué a escuchar decir, y fue esto:

—Que no quiere manllar... —farfullaba—. Pues mira tú, que no tengo más que un chusco de centeno para trasegarme esta noche. ¡Más para mí! —dijo, y tras esto salió de la habitación.

Esa noche y las siguientes usé de toda mi voluntad para no caer en el trance de la inconsciencia de nuevo. Dormitaba, por así decirlo, durante el día, cuando la habitación quedaba sumida en un tórrido sopor por el sol que debía apretar fuera, en lo alto. Algo que no entendía me empujaba a obrar así. Me concentraba —¡sí, me impelía y bien a hacerlo!—, y entonces, en la total oscuridad del deplorable cobertizo en que me encontraba, recién caída la noche, creía distinguir como unas diminutas centellas bailando en las niñas de mis ojos, y entonces era cuando mis manos se aferraban a las roñosas sábanas con que Tiñas había cubierto mi cuerpo dolorido, y luego... Luego yo creía quedar bañado entero en una especie de luz esmeraldada e irisada.

¡Qué cosas!

Tras esto caía rendido pero no dormía, no como tal diríais. No, yo ya no duermo. Nunca, ya os lo dije. Me sumergía de nuevo en aquella sutil inconsciencia del éter, solo que a un nivel más superficial.

Recuerdo que a la mañana siguiente a nuestras primeras pláticas referidas de hecho el tal Tiñas por poco se cayó de espaldas al ir a reconocer mi herida del pecho.

—¡Fika! —exclamó el viejo—. ¡Esto ha mejorado otra vez, y en una sola noche! ¡La herida se ha cerrado y ya no supura, ¿y tampoco hay fiebre hoy? —preguntó más para sí mismo que para mí, y puso su mano en mi frente—. ¿Pero qué es todo esto, kunulito? Nunca había visto nada igual...

—Gracias por todos vuestros cuidados, buen Tiñas —le dije saliéndole al paso. ¡En verdad que me encontraba mucho mejor!—. Creo que ahora sí os aceptaré algo de comer, si a bien tenéis aún. Me vendrá bien. Y estirar las piernas, también, pardiez. ¡Como que allá voy! —añadí, y bajé las piernas del camastro con insólita robustez. Me dolía pero no había color con el día anterior, y os lo juro.

—¿Qué? ¡No! ¡Para, no te levantes! —protestó entonces el viejo—. ¡Espera, espérate! ¡Te traeré algo a la cama, y si después aún te ves bien yo mismo te ayudo a levantarte, pero para por ahora, por el Redentor, o se te saltarán los puntos!

Me reí y me estiré en la cama de nuevo, dolorido.

—Como mandéis, buen doctor. ¿Qué hay pues de... «manllar»? —repuse de buen humor y aventurándome con su peculiar manera de hablar—. ¡Voto a Dios que estoy hambriento!

—¡Nada, no hay nada! ¿Qué crees? Un trozo del chusco de pan duro de anoche que sobró, y un tazón de leche de la burra. Eso hay.

No resultaba por cierto que tales viandas me entusiasmaran, pero no resultaba cuestión de mostrarse desagradecido, que no.

—Que me place pues —contesté entonces, y admiré entonces el vendaje con el que el viejo me había tratado la herida; mantenía buena mano, eso desde luego, y al menos las vendas parecían estar bien limpias aunque me picara con rabia bajo ellas. No presintía rastros de infección o de gangrena bajo ellas, con todo, y es que solo mucho más tarde me enteraría yo de que ya no puedo sufrir de enfermedad alguna, ni de infección, mi callado amigo. Le miré de nuevo y por tanto con gran gratitud, y le dije—. Me llamo... —Dudé. Me detuve en seco y con las mientes en blanco—. En verdad que no recuerdo cuál es mi nombre, pero sí sé que me hallo en deuda con vos, Tiñas.

—Ya, ya... ¿No te acuerdas? Bueno, es normal que no recuerdes gran cosa, con el bump que te llevaste en la cabeza al caerte al suelo, el otro día. A veces pasa —me contestó sin prestarme mucha atención mientras se ponía a recoger toda suerte de cachivaches que había dejado sobre mi mesilla la noche anterior—. Ya no necesitarás de todas estas cosas, que estás mucho mejor... —decía el viejo mientras trabajaba.

—¿Qué dijisteis antes? —me atreví a preguntar entonces, palpando mi vendaje—. ¿Qué son esos «puntos» que debo tratar de que no salten? —añadí con viva curiosidad—. ¿Son esas cosas que recogéis de la mesilla? ¿Y qué demonio es esa varilla de cristal que me habéis estado metiendo en la boca cada mañana y cada noche? ¿Algún tipo de medicina, por ventura? En tal caso os ruego que abráis la redoma la vez próxima, o el mejunje rojo ese de ahí dentro no me caerá al gaznate, Tiñas...

¡Ja! Pero el viejo ya no me escuchaba; se había marchado otra vez de la habitación maldiciendo por lo bajo.

Así pues digo bien que mi recuperación resultó muy rápida y para sorpresa del viejo, y, por qué no decirlo, para la mía también. Aquella misma mañana tras la frugal comida ya aventuré unos pasos por la exigua habitación que el anciano me había destinado en su chabola, y tan solo dos días después ya me aprestaba de la cama yo solo y le acompañaba al caer la tarde en la arcada frente a su casa, si hacía nublado: el viejo insistía mucho en que el sol no me cayese de lleno en la testa, para evitar sus quemaduras.

Pero allí fuera había muy poco que ver. La chabola de Tiñas, hecha de delgadas planchas de madera y metal, se encontraba en lo alto de una pequeña loma polvorienta, y desde allí no se observaba gran cosa, tan solo páramos y cerros, de tierras encarnadas, aunque más allá del paisaje sí que se presentía algo. Era como una sensación de humedad salobre por detrás del calor sofocante: sí, el mar, el mar no se hallaba lejos, y en aquel entonces no podía caer en la cuenta de todo lo que ello significaba para mí y por qué ese presentimiento me reconfortaba tanto, pero yo nada decía.

Pero el océano de momento no aparecía por ningún lado. La raquítica burra del viejo que le había visto el otro día pastaba aquí y allá por la loma del Tiñas lo poco que podía, y mientras los dos nos sentábamos en un silencio cómplice viendo el sol esconderse a lo lejos durante aquellas tardes.

Miré al escuálido animal una de esas tardes. En verdad que comprendí entonces la flaqueza de aquella pobre bestia: la planicie sobre la que se levantaba la loma se encontraba desierta, aparecía chamuscada. Más cosas: a un lado, a lo lejos, descubrí otro de esos curiosos caminos empedrados serpenteando hasta perderse bien lejos, al este; al oeste, sin embargo, parecía morir en una especie de poblacho canijo, de tejados vencidos que se mostraban a una media jornada de camino.

—Eso es el urbo de Pintas —me dijo una vez el viejo cuando le pregunté—. Es uno de los pocos asentamientos que quedan en donde no todo el mundo es un asqueroso krímulo. Sí, aún quedan algunas buenas gentes en este viejo mundo destrozado aunque no lo creas, ¿sabes?

—Lo creo. Gentes como vos, maljuna —le contesté mordisqueando un poco de la cecina que el viejo y yo compartimos aquella noche. Le guiñé un ojo ante la chanza y él escupió un gargajo que ya salió reseco de sus labios y que por poco no me hizo echar las gachas allí mismo. El viejo se rio.

Bueno. Yo, por matar el tiempo, me empleaba en tallar con un viejo cuchillo que Tiñas me prestó una pipa con los restos de una mazorca de maíz, aunque dudaba muy mucho de que fuese a encontrar una mala hoja de tabaco que secar por aquellas llanuras. ¿Y cómo pasaba el viejo el suyo? Bien, a los pocos días yo dejé de restarle cuidados, eso desde luego. Me encontraba ya bien, muy restablecido, y cuando Tiñas me apartó por fin los vendajes descubrí qué era aquello de los «puntos» de los que me advirtiese: ¡me había recosido como a una túnica, el muy malparido!

Y más cosas. Aparte de cuidar lo que podía de su burra el viejo Tiñas atendía unos resecos matorrales, detrás de la chabola. Un día me los mostró, con orgullo el pobre; ¡eran patatas o pretendían serlo, os lo juro! ¡Qué mal aspecto presentaban! Llegué a probarlas, por cierto, y yo no os las recomendaría aunque allí el hambre apretaba y mucho, y eso bien es cierto.

Y luego aparte de esto el buen Tiñas recibía visitas en su chabola. Se trataba de gentes que acudían desde Pintas con dolores de quijada o sufriendo males de tripas. Se me quedaban mirando, con curiosidad, mientras esperaban a que el viejo fuese a su cuchitril en busca de ungüentos y cataplasmas. Yo le ayudaba en lo que podía, aplicando vendajes y limpiando heridas como bien podía. Había que tratar de ganarse el sustento. Bien, esas personas le dejaban en la escudilla, a la entrada de la chabola, lo que bien podían por sus servicios; por ellos comíamos la cecina aquella noche que os refería, y a Dios gracias.

Pero otras veces el enfermo pintaba tan mal que era el propio Tiñas el que había de montarse en la burra y llegarse hasta Pintas, después de que acudiese en su busca algún afligido familiar. No me dejaba ir con él, y eso a pesar de mi insistencia. Precisamente en una de esas salidas, me dijo, andaba él aquel día en que fue sorprendido por los krímulos de la carretera, cuando nos conocimos. Bien, en el punto en que regresaba mi buen Tiñas a la chabola tras tales trabajos ya quedaba bien entrada la noche —¡había que huir del sol tanto como de la peste si era posible, ya os lo dije!—, y si había habido suerte traía algún esquelético pollo colgando de las alforjas del pollino, y entonces podíamos comer algo.

Así se pasaban los días en aquel extraño mundo, a fe mía.

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