I
Me sentaré junto a este fuego, si me lo permitís. Sí, hace frío en esta oscura espesura, así que ruego perdonéis mi atrevimiento.
Eso es, así está mucho mejor... ¡Vaya, voto a Dios! Bien es cierto que llevaba ya seis días corriendo entre estas penumbras —¡o eso creo, pues aquí el crepúsculo parece ser eterno!—, huyendo por estos bosques sin término que nos rodean de esas asquerosas bestias salvajes, y a fe mía que necesitaba templar mis huesos. Pero la carrera duró hasta que me prendieron y me subieron a la copa de aquel enorme abeto en donde me salvasteis, claro está. Querían devorarme allí en lo alto con toda tranquilidad, eso a buen seguro, pero vos se lo impedisteis.
¿Esto? Sí, me duele, pero me encuentro mejor, no temáis: se llevaron mi brazo, es verdad, y ahora ha de estar en la panza de uno de aquellos malditos monstruos. Pero poco se puede hacer ya en eso... ¡Bien, pues que les aproveche entonces, a los muy bellacos!
Os agradezco de nuevo vuestra ayuda, y el que me sacarais de aquel infierno de ramas húmedas y de agujas de pino afiladas. ¡Gracias! ¿El brazo? No, ya no sangra, no temáis. Me apliqué un torno con mi cinto por encima del muñón, y usé del don de las xanas, un viejo truco: la herida se encuentra bien restallada, por cierto. ¡No, no me llegará un fin demasiado temprano de ella! Pero sé ahora lo que hubo de sentir Asterión al verse privado de él. Pobre Asterión... No, no le conocéis, por supuesto, pero como él habría dicho: «Aún me queda la otra mano para blandir mi espada».
¡Ah, mi espada! Ojalá la tuviera, claro. Aún no la he hallado en este mundo boscoso... Bah, pero por esta noche me doy por contento y pese a todo, ¡y creedme! Hemos escapado de esa jauría hambrienta aunque aún ha de estar persiguiéndonos. No, no cesan, esos monstruos. No paran: husmean, rastrean y aúllan. ¡Podrían estar entre aquellos matorrales, agazapados, observándonos con esos enfebrecidos ojillos de lobo suyos mientras charlamos en este claro, a la luz del fuego!
Hace frío...
Lobos que caminan y que corren a dos patas... Me suena. ¡Ja!, ¿y qué más da? ¡Cosas peores he visto, pardiez! Aquí descansaremos un rato entonces, si a bien tenéis, y aquí les esperaremos los dos si quieren dejarse ver. No, pero estimo que tardarán aún buen tiempo en dar con nosotros; vos os movéis en silencio y con gran soltura, y en verdad que nunca vi nada igual y eso que he visto ya mucho. ¡Les ganasteis terreno, y conmigo a cuestas! Tenéis gran fuerza. Es seguro entonces que aún tardarán en dar con nuestro rastro. Pero, ¿cómo pudisteis llevar a cabo tal hazaña?
Dejadlo, no contestéis, que no viene ahora al caso. Echad alguna más de esas ramas al fuego, que calientan bien el alma y los humores. ¿Es que no tenéis frío? Pues yo sí, y lo juro. Está helando, pero en verdad que ello no parece afectaros...
Echaos en tal caso un rato y reposad, que yo os velaré. ¿Que tampoco queréis dormir? ¡Ja, ni yo! ¡Yo no duermo nunca! Ya no. Bien, acercadme entonces esa liebre, la que cazasteis antes en buena hora, y prestadme también vuestro buen cuchillo, que yo daré cuenta de ella: la desollaré y la ensartaré, y así algo al menos cenaremos. ¿Pero cómo tal? ¿Es que acaso tampoco queréis comer? ¡Pues en verdad que me resultáis bien extraño!
Bueno está entonces, me volveré a sentar... Me intriga todo esto, pero debo fiarme de vos; debo y quiero además hacerlo, ¡y al carajo con la prudencia! Empezaré a preparar pues la liebre para mí, si os place, y tal vez después tengáis a ánimo para acompañarme.
Esto aún tardará en estar listo...
Bien, mientras la liebre se asa, decidme: ya lleváis un buen rato mirándome y sin decir nada, ¿por qué razón? Pareciera que me conocierais, aunque yo estoy seguro de que nunca os he visto antes a vos, y doy fe. ¿Me dijisteis antes que vuestro nombre es Reiji? Bien hallado seáis pues, señor Reiji, y una vez más os agradezco vuestra ayuda, pero decidme esto: ¿sabéis por ventura algo de este extraño lugar en que nos encontramos? ¿O no sois propio de estas tierras, como yo?
No, dejadlo, y no contestéis: vos no sois de aquí, al igual que yo. Y no sois hablador, que eso ya lo veo. Más bien el aire de vuestro nombre, el de vuestras vestiduras y la color de vuestro rostro me recuerdan a los hombres de las islas del Iapam, aunque me resultáis algo más pálido que ellos. ¡Vaya! ¿Qué os decía? ¡Ja! ¡Sí, ya lo veo! El nombre de esas islas os dice algo, os lo he notado. Bien, pues si sois de esas tierras permitidme deciros que andamos muy lejos de vuestro hogar, viejo amigo. Esto que nos rodea... Este... «bosque», según parece eterno y recorrido por fieras asesinas, no está en vuestro mundo. Y vuestro mundo estimo ahora que era el mío también.
¡No, no lo es! ¿Y el sol? ¿Acaso no habéis reparado en que casi no se mueve de la línea del horizonte, en las pocas ocasiones en que la espesura nos ha permitido echarle un vistazo? Pues yo sí que lo he notado, señor Reiji. Fue cuando remontamos aquel altozano, en el sotomonte, la vez que me dejasteis en el suelo pasado el primer peligro.
En fin, vos tal vez no lo hayáis advertido, pues habéis evitado esas elevaciones... ¡Pero no se mueve, os digo! Esta tierra, esta franja de tierra se encuentra enclaustrada en una penumbra sin fin, en el mismo canto de un orbe que presenta siempre la misma cara al sol. No, os lo repito: tened por cierto que no nos hallamos en el mundo de Sófocles o de Sun Tzu. Esto es... otra cosa. Hasta es posible que este bosque cubra todo este mundo hasta morir en la cara requemada y expuesta sempiternamente al sol, o en la helada y envuelta en tinieblas perpetuas.
¿No lo habíais pensado? ¿Os resulta fantasioso, acaso? Desde luego esta es la floresta más tupida y vasta que yo haya visto jamás. Y la más peligrosa. ¡Ja! Pero, ¿y quién sabe todas estas cosas?
Dejadlo estar. O mejor, sabed al menos esto otro: ignoro la cruel falta que os habrá traído hasta aquí, pero la mía es la de sufrir la inquina de una deidad detestable. ¡Sí, maldita Matriarca de la Oscuridad, que bien obligado me he visto por vuestra culpa a despertar en este nuevo mundo al huir de vuestros famélicos Perros de Tíndalos! Sí, vos bien podéis creerlo: casi me alcanzaron esas bestias del éter mientras recorría otra vez sus corrientes. ¡Son flacos y malvados! Y querían mi alma, babeaban al pensar en masticarla por todo lo ocurrido tras mi pasado Tránsito, y a fe mía que por poco lo consiguen... Pero no me quejo, ¡no! Pues tal es mi sino, y lo he aceptado, y esto solo me ocurre por mi propia voluntad, y eso siempre trato de recordármelo. ¡Ah, Cálida Diosa, cuánta razón hubisteis!
Bah, perdonadme, que ya quedo más tranquilo.
¡Ah, esta herida aún duele! Perdonad mi falta de modales, también. Pues yo sé vuestro nombre, pero vos aún no conocéis el mío. Pues sabed ahora que yo me llamo Ruy Ramírez, y que soy de una heredad que llaman de Villanueva, que fui un modesto capitán de navío y que una vez fui súbdito de un antiguo Imperio al que llamaron de las Españas.
¿Qué? ¡No, no estoy loco, por mi fe, y no os riais, os digo! Antes, esperad un tanto... Dijisteis que vos os llamabais Reiji, ¿verdad? Me mirasteis antes como si me conocieseis de largo tiempo y esto no puede ser posible, ya os lo dije, aunque que me hayáis dicho hace un momento que tenéis algo para mí me llena de bien fundadas dudas...
Bien, pero antes yo os diré entonces quién soy realmente, y tal vez ya no halléis chanza en ello y así, si os place, amenizaré con tal cuento el paso de esta liebre a mi panza mientras me escucháis, ya que no queréis acompañarme. Lástima que no tenga al menos algo de vino que ofreceros...
¿Os parece bien entonces?
Así sea, pues; os contaré algunas cosas y ruego no me toméis por simple, pues sé que lo que os contaré os resultará, cuando menos, increíble. Siempre lo resulta para todo aquel que se aviene a escuchar mis historias, y muy pocos dan crédito a mis relatos tras lo de mi Primer Tránsito, cuando hallé la muerte primera en un olvidado continente que llamaban Thule.
Pero no hallo ánimo ahora para contaros esas primeras aventuras mías, las de Thule. No, no en este punto. Tal vez esas serán contadas en otra ocasión y en otro mundo, más adelante.
Os contaré otras, bien distintas. Pero sabed ante todo que esto que os relataré fue verdad, que ocurrió —¡hasta el último punto!—, y sabed también que yo soy en realidad el Navegante, y que este en que estamos es solo otro de los muchos orbes que he visitado.
¿Cómo tal? ¿Qué veo? ¡Parece que esto no os sorprende pues no decís nada! Está bien, dejémoslo de momento así, y continúo...
Así es, ha habido muchos otros mundos. Porque este mundo podrá pareceros un infierno esmeraldado, ¿sabéis? Una enorme roca repleta de salvaje floresta que orbita un sol indiferente e inmóvil, y que sobre ella se arrastra una aullante jauría de lobisomes con ánimo de mortificar nuestras carnes y movidos a una cacería sin fin. Y con razón y por todo esto bien que podríais juzgar que este mundo está acabado, que es un lugar olvidado de la maternal mirada de Astarté y que ha sido abandonado para pasto y recreo de las criaturas de la Matriarca.
Pues sabed que os equivocáis, y que no lo está. No, ni siquiera este tampoco.
Como tampoco lo estaba Levantia, la tierra que Daj, aquel paki de la Hordo Legio, nombró «la Arruinada». Dejadme pues que os cuente la historia de ese otro mundo, de Levantia, y olvidémonos por ahora de Thule. Escucharéis pues la historia de otro mundo que parecía también olvidado y condenado, como este, y de lo que pudo o no pudo hacerse, y así juzgaréis después si hay lugar para la esperanza también aquí.
Porque yo os contaré la historia de Levantia Arruinada, que para eso sí hallo ánimo ahora, y a medida que os la cuente a buen seguro que os haréis una idea también de quién soy yo, realmente.
Levantia Arruinada...
Pues vamos allá y sin más preámbulo, que la grasa de la liebre ya chisporrotea sobre las brasas y a fe que tengo gana de hincarle el diente mientras os cuento todas estas cosas.
Allá va, y no digáis después que no os he advertido, Reiji.
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