Dario B. (kirodark)
El sabor amargo del café se le antojaba delicioso mientras le quemaba la boca. El hombre se sentaba solitaria y tranquilamente en el sofá de la sala y veía a aquella mujer en la silla con una sonrisa dibujada en el rostro, sin palabras, auténticamente alegre. Cuando el café de la taza se acabó, este se levantó con tranquilidad y de forma lenta fue a la cocina, saludando y sonriendo a los niños en la mesa, encontrándose y apartando al otro hombre en la cocina, con una mueca de disgusto. Lavó la taza con movimientos lentos, distraídos. No le importó que mucho café estancado hubiese quedado al fondo, sencillamente dejó el recipiente en el escurridor y fue de nuevo a la sala con la mujer.
—Hoy estás silenciosa, querida —Pasó con levedad una mano por el rostro. La piel se sentía suave, pero estaba algo fría, realmente muy fría. Dario sonrió—. Eso te enseñará a no meterte en propiedad ajena —finalizó, dando una contundente bofetada al rostro cuidado de ella.
Una herida monstruosa atravesaba el torso de la mujer, abriéndola en canal, pero con el notable detalle de que todo en el camino de la herida estaba destrozado. El mayor de los hijos, un adolescente ojeroso y con la cara llena de acné, tenía una enorme sonrisa roja abriendo su cuello, dejando a la vista la columna. La niña, de aproximadamente diez años, tenía por cabeza una masa sanguinolenta en la mesa y del bebé solo quedaba la cabeza unida al torso en la silla elevada. Y hablando de cabezas, la del padre en la esquina de la cocina parecía mirar con horror su cuerpo, del otro lado de la estancia. Los tendones revelaban que la cabeza no había sido cortada, sino más bien tomada y separada de su cuerpo.
Dario B. Dionicius miraba con un regusto a victoria la forma en la que había defendido su casa de otra intrusión. Había pasado semanas advirtiendo a esa familia de que algo malo pasaría, pero por alguna razón, los idiotas se negaron a dejar la casa en la que aquel veterano de guerra fue asesinado a tiros por unos ladrones, y tuvieron su merecido. Sin más, el señor Dionicius se esfumó en el aire.
El agente Wally tomaba nota. No había rastros de disparos, ni los padres ni el hijo mayor eran problemáticos y el barrio no tenía pandillas ni mafias activas, así que esto no era ni por asomo, algo que fuese obra del crimen organizado. La violencia era extremada y sin embargo ni los hombres ni las mujeres tenían rastros de violación. Eso no iba de acuerdo al modus operandi de ningún asesino serial registrado recientemente. Tampoco había rastro de tortura, todas las heridas significaron una muerte instantánea. Wally empezaba a molestarse. Encima de que todos esos sospechosos fueran imposibles, no había arma homicida, ni rasgos de un suicidio, ni siquiera huellas, hebras de cabello, sangre de un perpetrador o muestra de que fuese un suicidio colectivo. Para rematar el olor de los cuerpos ya era insoportable, y solo fue por eso que los vecinos se dieron cuenta de que algo andaba mal, todos afirman que no escucharon un solo ruido en ningún momento ni vieron algo extraño, aun cuando ese barrio residencial se caracterizaba por la cercanía de las casas las unas a las otras.
Wally sacó un cigarro del bolsillo de su pecho y salió de la casa para encenderlo. Sus colegas seguían rodeando la zona, entrevistando vecinos y pasando por cada lugar de la escena para intentar encontrar el mínimo rastro del agresor. Wally, dando una inhalada a su cigarro, pensó que era inútil. Revisó las uñas de la mujer para intentar ver rastros de defensa personal, lo mismo con los nudillos del chico y el hombre. No había uñas rotas, nudillos raspados ni sangre del perpetrador. Revisó también los dientes, la frente, los codos, algún rastro de que alguien dio la lucha por su vida. Una de dos, o estaban congelados de terror, o todo sucedió imposiblemente rápido para la gravedad de las heridas.
—¿Tienes algo para mí, Wally? —preguntó por sorpresa el jefe de policía, Mark, un hombre bajo de aspecto fiero y amigo personal del Detective Wally.
La frustración se hizo evidente en los rasgos duros del jefe Mark.
—Realmente parece un crimen perfecto, Mark. El hijo de puta no dejó vivir ni al bebé, y parece haberse esfumado en el aire.
Wally exhaló el humo con un silbido frustrado.
—Entonces, ¿crees que debamos cerrar el caso?
La mirada de Mark era desoladora. Wally soltó un bufido profundo, soltando el humo de su última calada.
—En mi puta vida, amigo mío. Necesitaré ir a la alcaldía, necesito la historia del barrio, de la zona residencial y de la casa misma. Si es necesario, investigaré a fondo el parque de la esquina.
Mark le dedicó una mirada divertida y una sonrisa cansada.
—Eres terco, ¿eh? —Dejó de sonreír—. Toma mi auto. Tengo la impresión de que voy a tener que durar acá un buen rato.
Wally asintió, arrojando el cigarrillo al suelo y aplastándolo con la bota.
La luz de la lámpara de mesa hacía sentir aún mayor el cansancio de Wally. La séptima taza de café cargado que se servía estaba empezando a hacer efecto y los expedientes desparramados por su escritorio parecían guardar bien profundo el secreto que estaba buscando.
Wally seguía en su labor. El barrio empezó a ser residencial después de la Segunda Guerra. En un principio hubo una enorme prisión que fue usada como fuerte durante la guerra y que luego pasó a ser una biblioteca estatal. El parque que estaba cerca de la casa originalmente era varias veces más grande y sirvió de campo de batalla en una ocasión. Definitivamente, esa información no era la que buscaba.
En un principio el barrio pretendía ser un alojamiento para los veteranos más afectados psicológicamente, razón por la que cerca de ahí se había construido una clínica psiquiátrica. Buscó los dueños de la casa en la que ocurrieron los hechos, y cómo habían dejado de lado la propiedad.
Los primeros dueños fueron unos hermanos, jóvenes, uno de ellos herido en la guerra. Este se estaba recuperando bien, pero la herida volvió a infectarse violentamente y tras dos semanas en el hospital, murió. Su hermano no pudo soportarlo y se fue de la ciudad.
El siguiente dueño fue un miembro retirado de la policía militar, según unos vecinos, un tipo agradable. Murió a los 87 años, por un paro cardiaco adjuntado a una sobredosis de viagra. El verdaderamente interesante fue el siguiente dueño, a la opinión de Wally. Era otro veterano de la segunda guerra, un sargento de apellido Dionicius, ya a esas alturas algo viejo. Vivía tranquilo, pero según las entrevistas de los vecinos era paranoide al punto de negarse a la ayuda psicológica. La forma en la que dejó este mundo fue cuando unos ladrones le metieron tres balas en el cráneo al intentar robar la propiedad, pues el viejo sargento había agarrado un machete de jardinería y se lo había clavado en la pierna a uno de ellos, tomándoles por sorpresa.
Wally había decidido visitar a los ladrones en prisión, pues aún cumplían sus cadenas perpetuas. Estos afirmaron que el viejo era aterrador, que no había retrocedido ni en el último momento, ni siquiera cuando uno de ellos le dio un tiro de advertencia en el muslo. Seguía ahí, con el machete ensangrentado en la mano, gritando enfurecido.
Wally siguió revisando el expediente de la casa. Todos los dueños después del viejo habían vendido la casa, un testimonio de uno decía que tenía terrores nocturnos, pesadillas y que incluso había tenido una experiencia poltergeist. Wally no acostumbraba creer en lo paranormal, pero aun así era su última esperanza. Decidió contactar con el detective del caso del sargento, para su fortuna, aún no se había retirado.
—Este es el lugar, muchacho, acá se encontró a Dario B. Dionicius tirado en el piso. Tenía el machete lleno de sangre al lado, un tiro en el muslo y tres en la frente —El rostro del viejo detective era sombrío—. No era una escena agradable precisamente, el sargento Dionicius todavía tenía una expresión de furia importante en el rostro.
—Gracias por la ayuda, Damián. Espero no haberle molestado —dijo Wally con una sonrisa cortés en el rostro.
—Para nada, muchacho. Esta casa ha visto mucha sangre, espero que atrapes a los que la derramaron esta vez.
Damián le dio una palmada en la espalda y dejó la estancia.
La casa seguía cercada pero no había guardias. Wally había decidido pasar la noche ahí para ver si notaba algo raro. Había tendido un saco de dormir en el pasillo; por ahora, en la sala, ya sin los cadáveres, pasaría un rato leyendo y mirando por milésima vez la escena. Tal vez de eso sacase alguna mínima información. Tras un par de horas se quedó dormido en el sofá.
—Tienes una mente interesante, chico —dijo una voz rasposa al lado de Wally—. Desde hace un buen tiempo nadie se interesó en el caso de este viejo paranoide —Wally despertó de golpe, pasando en segundos del sueño profundo a la extremada alerta. Sacó su arma y apuntó al sofá, donde antes estaba. Nada, la luz había quedado encendida y no veía nada—. Oh, por favor, muchacho. No me gustan mucho los disparos, he recibido suficientes —La voz rasposa no parecía venir de ningún lugar.
—¡Muéstrese! ¡Soy policía! —dijo Wally, recuperando la calma, analizando la situación.
—Vamos, jovencito. No le haré caso a un puto policía. Llegaron demasiado tarde, realmente, demasiado tarde.
La voz parecía ir de acá para allá en toda la sala. Wally no tardó en pensar en altavoces escondidos, pero no los había detectado en ningún momento antes. Decidió pedir refuerzos.
—Central, aquí el detective Wally Wayne, ¿me escuchan? —La estática le respondió tétricamente—. Central, aquí Wayne, necesito refuerzos
La estática se volvió a escuchar a la par que la voz daba una carcajada potente.
—No hay nadie que le escuche, Wally. Ni siquiera puede escapar, ni hacer un escándalo. Está usted aislado del resto del mundo ahora —Wally estaba teniendo escalofríos. Su instinto le indicó huir del lugar. Corrió entonces a toda velocidad hacia la puerta, pero cuando puso la mano en el pomo, se encontró de pronto en mitad de la sala—. Buen intento, detective, pero intente mejor —Wally perdió los nervios. Disparó dos veces a la ventana más cercana y se dispuso a saltar, pero cuando su cuerpo había salido y empezado a caer, terminó cayendo encima del sofá—. No tiene escapatoria, detective. Esta luz me molesta, ¿le importa si la apago? —Dicho esto, y con Wally intentando levantarse, las luces se apagaron.
—¡Muéstrese ya!
Wally estaba nervioso y asustado. Sacó la linterna y empezó a dar vueltas, alumbrando a su alrededor. En cierto momento, alumbró un rostro, y su linterna se le cayó del espanto.
El rostro, vetusto y envejecido de Dario B. Dionicius estaba de un pálido mortuorio. Tres profundos agujeros, de los que salía un fuego púrpura, decoraban su frente. Sus ojos parecían cuencas vacías, con el mismo tono púrpura en el iris. La vestimenta era la misma con la que fue hallado muerto en esa misma sala, y la mano izquierda, en la que portaba el machete, era ahora una desproporcionada y deforme garra que parecía estar hecha de hueso. Una sonrisa de superioridad le estiraba los labios.
—¿Sabe, Wally? —La voz era profunda además de rasposa. Heló la sangre de Wally—. Realmente detesto a los policías y a los militares. Los militares enemigos abatían a mis incompetentes compañeros en la trinchera y lo intentaron conmigo. Y los policías nunca llegan cuando se necesita, se dedican a golpear negros y comer donas. Les detesto por su negligencia y mientras fui uno, intenté ser superior. Me llevé una medalla por un récord de bajas en la guerra y nunca necesité a la policía sino en mis últimos momentos —Un ruido a medio camino entre una risa y un bufido se escapó de los labios del hombre—. E incluso ahí fueron unos incompetentes que llegaron tarde. Como si fuera poco no han sabido mantener a la gente fuera de mi propiedad.
—Usted está muerto —dijo Wally. Su voz temblaba cual hoja ante el viento invernal—. No debería estar acá.
—Frente a su lógica, tal vez —El hombre parecía disfrutarlo—. Pero tenía que quedarme a cuidar mi propiedad. Tenía que vengarme de esos bastardos a los cuales, encima, alejaron de mí. Así que eché a todos de acá. Y esa familia que no quiso irse, la llevé, usted entenderá — La sonrisa de Dario se ensanchó y deformó, junto con sus ojos—, al otro lado —Empezó una carcajada, sonó un tiro, se vio un destello. La bala que había disparado Wally fue desviada por la garra del fantasma. Ahora el rostro fue deformado por la ira—. Es muy descortés dispararle a un veterano, detective —dijo entre dientes el veterano mientras paso a paso, se acercó a Wally, quien retrocedía y disparaba aterrado.
Los tiros atravesaban el cuerpo fantasmal del anciano o eran desviados por la garra.
Wally sintió su espalda chocar con la pared. Su arma se descargó con un sonoro clic. El joven detective estaba al borde de las lágrimas, sintiendo la mano del veterano apretar su cuello y sus pies dejando el piso a la vez que sus manos soltaban el arma. Mientras perdía oxígeno vio el rostro cada vez más deforme y horrendo de su asesino.
—Creo que esto le puede enseñar respeto a sus mayores —dijo el fantasma, alzando la garra lentamente, disfrutando el momento con tranquilidad y lentitud—. Bon Voyage, detective.
Wally miró la garra, mientras esta se clavaba una y otra vez en su abdomen. Deseó gritar, pero le fue imposible. Era su fin.
Al día siguiente, el Jefe Mark encontró el cuerpo del detective partido a la mitad, con signos de asfixia mecánica y un rostro de horror indecible. El olor de la sangre, tanto como el de la pólvora, flotaban en el aire y los tiros del arma de su amigo por todas partes en la habitación, algunos en trayectorias extrañas.
La casa fue vetada como peligrosa un par de días después. Sin que nadie sepa el porqué de las espantosas muertes que acontecen en el lugar. Sin nadie que culpar.
Mientras tanto Dario simplemente observa desde las ventanas de su casa, enloquecido por su lujuria por sangre. Había atrapado ya un par de niños curiosos, unos adolescentes okupa y una vieja con Alzheimer.
Estaba a punto de volverse un dios para sí mismo. Dario fantaseaba cada madrugada a las tres de la mañana, sin poder contener su sed de sangre. La hora de los espíritus le hacía desear comandar a otros, salir de los confines de su casa y saciarse a gusto. Su odio por las fuerzas del orden solo secundaba sus oscuros deseos, deseaba ver al último títere de la milicia, a los últimos policías irresponsables, hasta al último de ellos, colgados de sus propias entrañas, muertos cómo él.
Y lo mejor, era que con aquel detective de pacotilla había descubierto algo cuanto menos revitalizante. En su locura por matarlo, terminó atrapando el alma de Wally Wayne. Su frenesí asesino le llevo a intentar algo que no se le había cruzado por la cabeza, agarrando a morder el alma que intentaba escapar, entrando en un éxtasis hasta ahora desconocido. Al momento se sintió crecer, se sintió imparable e incomparable...
Pero la sensación solo duró hasta que terminó el manjar. Dario entonces se sintió desdichado, necesitaba más, podía volverse invencible. Sin embargo, habían vetado su casa y todos los policías que entraron estaban muy concentrados en el asunto entre manos para meterse en su cabeza. Necesitaba salir de ahí, necesitaba consumir más almas.
Los niños que entraron a jugar tenían almas pequeñas e inocentes, muy nutritivas. El grupo de amigos entero, los cinco niños perecieron por su garra y les fue negada la vida eterna en sus fauces. En la otra ocasión esos adolescentes antisistema intentaron hacer de la casa maldita su hogar temporal, cometiendo el error de fumar unos porros del tamaño de sus brazos en el proceso. Sus almas estaban algo rancias, llenas de tensiones, inseguridades y mierdas. Pero sirvieron para tener algo de poder.
La última fue una anciana perdida. Su alma era igual de inocente que la de los niños, puesto que lo único que recordaba la señora era el amor por su familia y su fuerte devoción. A Dario casi le da lástima, sólo casi.
Cuando un espíritu maligno tan fuerte toma un lugar, otros espíritus de la misma índole se ven atraídos. Dario no lo sabía, pero se alegró por ello. Tal vez fueran su clave para irse de esa casa y devorar a placer. Algunos intentaban retarlo para comerlo a él. Pero acá siempre hay un pez más grande, y ese pez, cuando no era Dario, Dario se lo comía. Se estaba volviendo poderoso. Estaba empezando a conocer secretos. Las tres de la mañana era su hora óptima, y fue sabiendo que el desastre, llegaría a esa hora.
Michael Bank estaba cansado de esa mierda. Sencillamente el oficio del detective paranormal le tenía hasta los huevos al punto de querer retirarse y criar gallinas en el campo. Sin embargo, viejas rencillas con demonios y vampiros milenarios o colonias de sádicos fantasmas corruptos aseguraban que, donde sea que se retirase, iban a ir por él. Así que no le quedaba de más que ir buscando clientes que le paguen un duro por purgar una casa, matar un vampiro o exorcizar a una niña vomitona.
Michael, cómo todas las madrugadas de sábado, estaba sentado en el sofá de su oficina, lejos del escritorio repleto de casos sin terminar y solicitudes. Comía papas fritas hechas en la freidora de la diminuta cocina de la oficina mientras dejaba que el jazz fluyera desde un equipo de sonido barato. No quería que lo interrumpieran, pero el mundo le odia y llamaron a su teléfono. Con un bufido se tragó unas papas y fue a contestar.
—Michael Bank, detective paranormal —Su voz sonó cansada, ronca y harta.
—Michael, acá Kit —Una voz varonil y autoritaria contestó—. Necesito tu ayuda.
—Mira, Kit, si lo que quieres es que te ayude a que esa prostituta Selkie de aquel día...— Empezó Michael antes de ser detenido por el Policía Blanco.
— No es eso, Michael, Sarah ya me dijo sus razones —Kit se afanó a decirlo.
—¿Entonces qué putas quieres a las dos de la mañana un sábado? —Michael fruncía el ceño, enojado—. Interrumpes mis papas.
—Es un asunto importante, intento reunir gente capacitada —dijo Kit Capablanca, frustrado—. ¿Puedo ir a tu oficina?
—Si tan importante es... —Se resignó Michael, colgando y agarrando sus papas otra vez, deseando unos segundos de paz.
Segundos rotos al instante por Kit entrando por su puerta como Pedro por su casa. Michael lo miró con sarcasmo, antes de musitar un "habla" con voz pesada. Kit miró a su alrededor e hizo entrar a otros pintorescos personajes del bajo mundo: un joven mago tan escuálido como un palo y un nativo americano que a Michael le apestó a perro, un licántropo.
—Es muy bueno que hayas aceptado mi solicitud de ayuda, Mike —dijo Kit, con una sonrisa en su rostro. Michael le hizo un gesto de espera, tragó las papas, y se levantó.
—¿¡Y quién putas te dijo que acepté algo, pedazo de imbécil!? —La ira de Michael hizo retroceder al mago y sonreír al licántropo. Kit se veía apenado.
—Disculpa, Michael. Sé que no te gusta mucho tomar casos. Sin embargo es importante —La mirada y los gestos del Policía Blanco hacían énfasis en ello. Michael se calmó.
—Habla —dijo con sequedad. Kit se dispuso a extender el mapa de una casa.
—Aron, Dasan, vengan —Los dos hicieron caso. Michael les dedicó miradas de duda y juzgamiento—. Esta casa queda en una zona residencial a algunas cuadras de acá. Se realizaron asesinatos paranormales, y según mi fuente más confiable, unas cuantas almas nunca pudieron salir. Mis espías fantasmas no lograron regresar, por lo que tengo teorías, pero necesito contrastarlas. Por eso vine a ti, Michael.
Los tres sujetos miraron al detective paranormal a sueldo. Este soltó un bufido.
—Es obvio, niñato bonito. Esta mierda es la prisión de algún lord fantasmal, un vampiro necromante o un lich. Las tres son opciones poderosas y caras de abatir. Sobre todo caras, pero sé cómo se hace —Miró a Kit—. Págame e iré.
—¡Oh, vamos, Mike! —dijo Kit al instante—. ¡Esto es por el bien común! —alegó.
—Y yo necesito comer, niño. Vamos, desembolsa —Michael no iba a ceder. Kit puso una mueca de disgusto y metió la mano al bolsillo, sacando su billetera y luego todo el dinero que había en esta. Michael lo agarró y contó. Suficiente—. Eh, tú, el mago, ¿sabes un hechizo de contención y teletransporte medio? —El muchacho asintió, aterrado—. Perro, ¿sabes el don "Maestro del Fuego"? —preguntó a su vez al licántropo, que con un gesto de rabia le respondió. Michael sonrió para sí—. Vamos a mi almacén, ahí tengo las cosas necesarias.
Dario los sintió venir. Eran cuatro peleles. Ya se había vuelto fuerte, eran las dos y media y la puerta del infierno que estaba abriendo sería posible. Olió magia, plomo, pólvora y salvajismo. Eran cuatro almas, relacionadas con lo paranormal. Serían un buen festín para terminar de fortalecerse.
Les sintió en la puerta, escuchó una escopeta cargarse y de repente la preciosa puerta de caoba de su propiedad estaba abierta. No quería enfrentarlos sin haberlos aterrado antes, y se alegró de haber aprendido a tomar esbirros. Unos niños con aspecto de demonios se acercaron esperando órdenes. Dario les respondió con un bufido y un gesto sádico, al que los pequeños demonios sonrieron grotescamente y fueron trotando.
Segundos después, tres disparos de la escopeta, unas palabras en latín y un gruñido potente le hicieron saber que la cosa no le había ido bien a los pequeños. Dario bufó y decidió salir. Les haría saber porque es mala idea enfrentar a un Lord Fantasmal.
Michael estaba sinceramente decepcionado por la "gran misión" de Kit. Unos cuantos mini demonios, un perro infernal y una valquiria caída. Es todo lo que habían encontrado en la casa. El licántropo se encontraba en su forma de combate, Kit llevaba la escopeta de asalto, el mago un grimorio de purga y Michael su mejor colección de dagas encantadas, ¿y todo para eso?
Michael deseaba salir de ahí. Sin embargo, la sensación de algo grande y oscuro se apoderó de él. Había aprendido a distinguirlo, se trataba de un pez gordo, por fin por lo que habían venido. Todos lo sintieron, poniéndose en guardia, espalda con espalda.
—Bajo la luz fría de la luna llena se abrirá el portal entre dos dimensiones...
La voz era ronca, vacía. La de los vampiros solía ser grandilocuente y viva. Quedaban el lich y el Lord. Michael tragó saliva. Un vampiro era más sencillo, su daga solar estaba a la mano.
—Muéstrate, maldito —retó Kit, alzando su arma.
Su única respuesta fue esa risa que hiela la sangre.
—Un niño policía —La risa se repitió—. Si hubieras hecho bien tu trabajo, no hubieses querido venir. Odio a los policías.
Michael hizo nota mental. No era un lich, los lich son demasiado antiguos para odiar a los policías. Un lord fantasmal seguía siendo un reto horrendo.
—No solo vino un policía.
El licántropo, en su forma de combate, medía cerca de tres metros. Sus colmillos relucían a la tenue luz de la estancia.
—Piérdete, perro —La voz terminó de hablar e instantáneamente, Dasan voló al otro lado de la habitación.
Aron, espantado, soltó un hechizo de purga lumínica. El área se iluminó un instante, se pudo ver la cara del lord. Según pudo ver Michael, una vez fue un hombre mayor con tres tiros en la frente. Kit no dudó en disparar a la cara.
—¡No soy cualquier policía! —gritó con orgullo—. ¡Soy Kit Capablanca, y te voy a...!
La oración no fue terminada. Una garra de hueso le atravesó de lado a lado.
—Piérdete, poli —dijo la voz.
Michael, sin perder la calma, observó el miedo de Aron y la inconsciencia de Dasan. Encendió un cigarro.
—Niño —dijo por un canal telepático, atrayendo la atención del asustado joven—. Si quieres vivir, hazme caso en los siguientes pasos del plan. Olvídate de Capablanca.
Aron estaba estupefacto, pero accedió. Mientras tanto, el fantasma seguía distraído hablando con el moribundo Kit. La situación era perfecta.
—Cuando la noche acabe, tu mundo será dominado por la oscuridad. Y yo estaré dominando las legiones como el Lord en el que me he convertido.
La forma física del fantasma se hacía más clara. El consumir almas le había hecho crecer su tamaño, perder características humanas y duplicar su garra en la otra mano. El rostro era lo único que quedaba del antiguo Dario, y estaba deformado por la ira en ese momento. Estaba tan distraído en ella que no notó los símbolos dibujados en polvo bajo sus pies.
—Mal...di...to —escupió Capablanca junto a una cascada de sangre.
Dario sonrió, clavando su otra garra en una pierna del muchacho y deleitándose con el grito.
—Te voy a explicar algo, muchacho. Si he llegado a donde estoy entre los espíritus más siniestros, es por algo. Y si es así, creo que los humanos conocieron el verdadero significado del miedo conmigo —Torció las garras, agravando la herida de la pierna, deleitándose con los gritos—. Tu alma será... placentera —La sonrisa de Dario era cada vez más grotesca.
Y de repente, pareció congelarse. Dario se impactó, puesto que ninguno de los espíritus que le habían rivalizado tenía un truco como ese. Puso su rostro en el otro lado del cuerpo, mirando hacia su retaguardia. El mago y el tipo de aspecto de vagabundo le miraban, sosteniendo un hechizo.
—¿Qué diablos hacen, malditos? —La contenida sed de sangre escapaba cual veneno con las palabras de Dario. Michael sonrió.
—Este es uno de los hechizos más viejos del manual, la prisión mágica. Con esto, no escaparás de lo siguiente —Michael le dio una calada al cigarro mientras miraba al aterrado Aron y luego enfocaba la vista en Kit—. ¿Sin rencores, hombre? —preguntó con sarcasmo. El moribundo justiciero paranormal le sacó el dedo del medio. Michael rió—. Siendo así, chico, hazlo.
Aron tardó unos segundos en saber que se refería a él, y recitó un segundo hechizo. Un camino de pólvora mezclada con un polvo blanco desconocido iba hacia un pentagrama finamente dibujado con los dos polvos, justo debajo del Lord.
—¿¡Qué diablos intentas, maldito mortal!? —La voz de Dario sonó alarmada por primera vez desde que se volvió poderoso. A Michael le agradó oírla de ese modo—. ¡Suéltenme y peleemos mano a mano! —La ira también se hizo paso, naturalmente.
—Ni loco —contestó Michael—. Tengo la ventaja, no la voy a soltar. Ese polvo blanco es sal bendita, extraída en el Tíbet y bendecida por monjes budistas. Es cara y no te voy a soltar para desparramarla y desperdiciarla —Michael escupió al piso, maldiciendo un poco—. Hombre, anteayer fue un puto lich en las alcantarillas y ahora un Lord Fantasmal en una casucha abandonada. Necesito vacaciones.
Le dio una última calada a su cigarro y lo dejó caer a la pólvora. No tardó en disfrutar el espectáculo del fantasma deshaciéndose entre las llamas. Kit cayó al suelo con un estruendo y una mancha de sangre.
—Te demoraste y fuiste un cabrón —dijo Kit, con rencor en sus ojos.
—¿Qué escuchan mis oídos? ¿Acaso el Policía Blanco soltó un insulto? —Michael se burló y disfrutó la expresión de Kit—. En fin, Aron, cura al policía, yo iré a desarmar ese portal al infierno del que tanto alardeaba el Lord—. El joven mago asintió y no se hizo rogar. Dasan también estaba despertando.
Michael bajó las escaleras del sótano y estudió los burdos glifos rasgados en la tierra por las garras del lord. No era un trabajo pulcro, pero de haber sido terminado sería eficiente. Con su daga solar, simplemente tachó una profunda X cruzando todo el conjunto de símbolos. Había evitado un pequeño pandemónium, y salió medianamente bien pagado. Michael no necesitaba más para irse a su casa conforme consigo mismo.
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