Zapatos de charol
En casa no se permitía llorar. Suficientes lágrimas habían sido derramadas ya. Las depresiones eran vistas como tonterías para las que no había tiempo ni necesidad de preocuparse, mucho menos de llamar a algún doctor o especialista. Porque... ¿una depresión a los ocho años? Eso era incomprensible.
Así, mis primeras lágrimas las enjugué sola. Fue entonces cuando comprendí que el mundo era un lugar hostil y que había razones de sobra para estar triste. Mi tío, quien a veces me cuidaba, parecía ser la única persona que lograba entenderme. No culpo a mamá. Era madre soltera y se veía obligada a rolar turnos en su trabajo para poder llevar comida a la casa y pagar los gastos y colegiaturas. Por eso, entre tantas preocupaciones, no quería ser yo un motivo más para angustiarla.
Un día, mientras recorríamos el centro buscando unos nuevos zapatos, observé mi reflejo en el cristal de una de las vitrinas de la tienda. Me miré con detenimiento. Era fea, fea y pasada de peso. Pero, curiosamente, eso no era lo que más me consternaba. Fue entonces cuando, por primera vez, me di cuenta de algo que no había comprendido hasta ese momento.
Había nacido, pero ¿para qué? ¿Quién lo había pedido? Y ya que estaba ahí, ¿a dónde suponía que tenía que ir? Al final, como todos, también moriría. Entonces, ¿qué sentido tenía mi existencia?
Miré alrededor. En las aceras, montones de indigentes y personas con piernas mutiladas mendigaban unas monedas. Yo no tenía nada para darles. Tampoco, al parecer, nadie más entre los transeúntes. De pronto, en ese mundo absurdo, entendí algo que me sobrecogió: la vida no era justa para nadie. Y ahí, frente a esa vitrina, me eché a llorar.
Mamá me vio y, con el ceño fruncido, me regañó.
—Estoy harta de tantas lágrimas. Las lágrimas son solo para los entierros —dijo con dureza—. Guarda las tuyas para el mío.
Entonces dejé de hacerlo y unos minutos después, mamá volvió a mí con una caja en las manos. Eran unos lindos zapatos de charol.
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