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La última navidad

—Tengo un tumor en el cerebro —dijo la tía Cleo mientras extendía su copa durante el brindis navideño—. Y no es de los buenos —remató.

El murmullo de la música de los villancicos se mantuvo de fondo, pero en la sala el silencio se hizo de inmediato. A mamá Cuquita se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿Pero qué cosas dices, hija? Si es una de tus bromitas, deberías haberte esperado al Día de los Santos Inocentes.

Pero no era una broma, y a la tía Cleo se le ocurrió soltar la bomba en plena Navidad.

—Es uno bien grande, mamá —añadió, como si estuviera hablando de algo tan trivial como el tamaño de los tejocotes del ponche que afuera hervía en el brasero—. Es más o menos así.

Cerró la otra mano, con la que no sostenía la copa, formando un vacío de unos tres centímetros.

—¿Y lo dices así, nada más? —espetó el tío Nacho, al que se le bajó la borrachera de golpe nada más escuchar la noticia—. ¿Por qué, Cleo? ¿Por qué siempre eres así?

Y en ese instante, mamá Cuquita no pudo contener más el llanto. Su hija, con esa franqueza que siempre la había caracterizado, parecía no mentir y tomarse su confesión como si no fuera algo tan grave.

Esa noche, la tía Cleo había llegado tarde, casi cuando la cena estaba por terminar, pero muy a tiempo para el brindis familiar. Su entrada, como siempre, fue impecable: llevaba un vestido rojo, muy entallado, y un abrigo negro acinturado que resaltaba su porte sofisticado. Porque si algo tenía la tía Cleo era ese aire de distinción, no tanto por los años que había vivido en el extranjero, sino por la cantidad de novelas y películas con las que se había atiborrado en su irremediable soltería.

—¿Pues qué te pasó, Cleo? ¿Te agarró el tráfico? —bromeó el tío Martín mientras traía de la cocina una bandeja de romeritos.

La tía sonrió con ese gesto suyo, mitad enigmático, mitad despreocupado.

—Es que estaba esperando a que cayera la nieve.

Todos rieron porque en ese rincón de México no nevaba ni nevaría ni en los sueños más optimistas.

—Lo que trae esta es puro sueño —bromeó la tía abuela Rosa, dándole un abrazo—. O capaz y trae ese "jet lag" —agregó, riendo y entrecomillando las palabras, dando a entender que traía un desfase de horario por sus constantes viajes alrededor del mundo—. Bienvenida, mijita.

—Pero va a nevar —confirmó Cleo correspondiendo el abrazo, con una seriedad muy rara en ella.

Pasar las Navidades en la casa familiar siempre fue una experiencia singular. Nos reuníamos ahí puntualmente cada año, no importando las distancias, los compromisos o las pequeñas rencillas que surgían entre nosotros durante el resto del año. Esa casa, con sus paredes de adobe y el aroma persistente a café recién molido y canela, parecía tener un imán que nos reclamaba sin importar lo que pasara. Era el lugar donde todos, de alguna forma, nos reconciliábamos con nuestras raíces. Esa noche, sin embargo, algo era distinto. La tía Cleo, con su copa de vino siempre llena, nos había dejado perplejos con su confesión. Mientras el resto de la familia intentaba procesar lo que acababa de escuchar, Cleo siguió adelante con el brindis.

—Vamos a brindar —dijo con una sonrisa, mirando a todos a su alrededor—. Por esta Navidad, por la familia... y porque, con tumor o sin tumor, aquí seguimos.

El tío Nacho negó con la cabeza, aún impactado.

—Cleo, no sé cómo puedes ser tan ligera con estas cosas.

—Porque alguien tiene que serlo, Nacho —respondió ella, dándole un sorbo a su vino—. Si no, imagínate qué aburrida sería la vida.

Todos permanecimos en silencio, incluso el tío Nacho, que solía interrumpir con comentarios inoportunos, y nosotros, los sobrinos, continuábamos mirando a la tía, en espera de que en cualquier momento nos dijera que estaba bromeando o practicando para el Día de los Santos Inocentes, en complicidad con Mamá Cuquita. Pero no fue así, sino que siguió adelante con un monólogo que hasta el día de hoy recuerdo con claridad.

—¿Saben? Esta casa siempre ha sido el lugar al que, a pesar de todo, he podido volver cuando lo necesito —dijo, mirando alrededor—. Aquí aprendí lo que significaba tener una familia, aunque también, muchas veces, desde que papá no volvió, no pude evitar sentirme sola.

Dejó su copa en la mesa y sus dedos comenzaron a jugar con los bordes del mantel navideño, ese que mamá Cuquita sacaba cada año desde tiempos inmemorables, trazando círculos invisibles.

—Recuerdo que cuando era niña, solía sentarme en el patio a contar las hojas de la bugambilia que mamá cuidaba como si fuera su otro hijito. Caían a centenares, pero mi mente ávida siempre creyó que las flores caídas formaban un mensaje, algo que nadie más podía entender, excepto yo. Así que en ese patio aprendí a escuchar las historias de esta familia y, por supuesto, a inventar las mías. Soñé que algún día iba a viajar lejos, que conocería el mundo, un gran amor que me enloquecería, y que tal vez encontraría algo más grande que me mostrara mi propósito en la vida.

La tía Cleo se quedó callada y, por un momento, desvió su mirada hacia las luces parpadeantes del gran árbol de Navidad.

—Me fui de aquí con dieciocho años —continuó la tía—. Tan llena de sueños que no me cabían en las maletas: París, Londres, Nueva York... nombres que antes solo había leído en los libros que mamá me regañaba por leer hasta tarde. ¿Te acuerdas? —dirigió su mirada a mamá Cuquita, que comenzó a soltar tremendos lagrimones. Sin embargo, Cleo permanecía serena y muy comprometida a seguir con su monólogo—. Decías que me estaba volviendo atolondrada porque las historias que leía me quitaban el espacio para aprender lo verdaderamente importante.

»¿Y qué era lo verdaderamente importante? —me preguntaba yo—. ¿Seguir en este pueblo, casarme, tener hijos y un trabajo estable? Eso jamás llamó mi atención. Yo quería volar, y volé tan alto que muchas veces me quemé. Como Ícaro que voló tan cerca del sol que sus alas se consumieron. Sí, ya sé lo que van a pensar: "Otra vez esta Cleo con sus historias..."

Hubo un intento de risa por parte de todos los comensales, pero fue breve, sosegado por las siguientes confesiones de mi tía.

—Y sí, fueron demasiadas novelas, demasiados amores idealizados. Y aunque ustedes no lo sepan, sí hubo un hombre especial. Se llamaba Julián, lo conocí en un café en Buenos Aires. Tenía una risa de esas que no se te olvidan. Desde el momento en que lo conocí, creí que íbamos a comernos el mundo juntos, pero no fue así. Julián era como un viento fuerte: llegó, me despeinó toda, y luego siguió su camino como si nada. Pero me dejó algo, sí... el recuerdo de cómo es entregarse sin miedo. También me enseñó que hay amores que no son para quedarse. Evidentemente, ninguno se quedó.

La tía Cleo se encogió de hombros, luego respiró hondo antes de seguir. Su voz, aunque serena, tenía una tristeza que hasta ese momento había ocultado.

—No hubo hijos, aunque sí los quise. La vida no me los dio. Creo que habría sido una tremenda madre. ¿O no fui una buena tía, chavales? —nos preguntó, mirándonos a mí y a mis primos, que estábamos sentaditos uno junto al otro en esa gran mesa.

Todos asentimos porque recordábamos lo divertida que siempre fue la tía Cleo con nosotros. Tenía la habilidad de hacernos reír con tan solo un gesto. Cuando llegaba de visita nos sacaba a todos a pasear, así en filita india, a los que estuviéramos. Nos llevaba a la plaza y nos sentaba uno enseguida del otro, y luego, haciendo maroma y media, aparecía con un montón de barquillos de helado delicioso.

—Supongo que Dios, o lo que sea que exista allá arriba, no se equivoca —dijo Cleo, con un dejo de tristeza en la voz—. Si no, pobrecitos. Habrían tenido una madre muy loca —agregó, aunque estoy seguro de que lo que realmente quería decir era que se habrían quedado solitos luego de su muerte.

El silencio en la sala era tan profundo que podía escucharse el crepitar de la leña en la chimenea. Cleo tomó la copa de nuevo, dio un sorbo y sonrió levemente.

—Y pues aquí estoy, después de todo. Vuelvo siempre a esta casa porque, a pesar de todo lo que he vivido, este es el único lugar donde siempre me siento completa. Aunque, bueno, completa no es la palabra exacta —añadió, dejando escapar una risa que no era del todo alegre—. Tal vez es más como... feliz. Aquí, con ustedes, con nuestros pleitos y nuestras risas, siento que todo lo que soy cobra sentido. Incluso ahora. Y entiendo que el propósito en mi vida fue siempre llevarlos a cada uno de ustedes en mi memoria y en mi corazón.

Se dirigió ahora a sus hermanos mayores.

—¿O no, Pancho y Martín? Esta casa habla a través de sus paredes de la infancia tan bonita que tuvimos, a pesar de que nuestro padre se fue por las dichosas tortillas y nunca regresó. Fueron estrictos conmigo, me espantaron a muchos pretendientes, eso no se los perdono —rio ligera—. Pero sé que lo hacían porque me querían y deseaban lo mejor para mí. Tuve, o más bien tengo, unos hermanos maravillosos que cuidaron de mí cuando mamá se quedaba despierta hasta tarde lavando, planchando ajeno y en ese bar de mala muerte en el que tuvo que trabajar por las noches porque lo que ganaba no le alcanzaba.

»Perdóname, mamita, por no habértelo dicho antes —miró de fijo a mamá Cuquita, y entonces sus ojos castaños no pudieron contener más las lágrimas y comenzó a llorar—. No quería que esta Navidad fuera solo tristeza. Quería que supieran que, si me toca irme pronto, me voy llena... llena de ustedes, de esta casa, de cada platillo, de cada historia, de cada risa y cada lágrima. Estoy agradecida por el amor que me diste, a mí y a los muchachos, muy a tu estilo, muy a tu manera reservada, pero que nos convirtió en lo que somos.

»¿Saben qué pienso? Que esta casa nos guarda a todos, no solo mientras estamos aquí, sino incluso cuando nos vamos. Yo... no tuve hijos, no tengo grandes logros que dejar, pero esta casa... esta familia... es mi legado. Mi amor está aquí, en ustedes, en las historias que contamos cada Navidad y en las que dejamos a medio contar.

El silencio volvió, pero esta vez era un silencio cargado de amor. La tía Cleo levantó su copa una vez más, mirándonos uno por uno. Su mirada se alzó hacia el techo, como si pudiera ver algo más allá de las vigas.

—Brindo por la familia. Por esta casa. Y porque, pase lo que pase, yo siempre voy a estar aquí. Aunque no me vean, esta casa no me dejará irme del todo y en cada rincón podrán encontrarme... y les prometo que lo digo en el buen sentido —añadió, gastando una última broma—. No los voy a espantar, solo si se portan mal les tendré que jalar las patas mientras duermen —le guiñó el ojo a los más pequeños, que entre tristes y nerviosos comenzaron a llorar.

Todos levantamos nuestras copas, algunos con lágrimas en los ojos, otros con una sonrisa que intentaba ocultar el nudo en la garganta. Mamá Cuquita se levantó de su asiento y, cojeando y aferrándose a su bastón, finalmente fue al lado de Cleo y la abrazó con fuerza. En ese momento, bajo las luces del árbol y el calor de la chimenea, sentimos que, pasara lo que pasara, nunca habría distancia entre nosotros y que serían los recuerdos los que nos mantendrían siempre unidos.

—¡Miren, está nevando! —exclamó Rita, la más pequeña de las sobrinas.

Al principio, nadie le creyó. Pero cuando nos giramos hacia las ventanas, vimos cómo pequeños copos blancos caían con una delicadeza casi irreal. La nieve danzaba en el aire como si el cielo hubiera decidido honrar las palabras de Cleo.

—Es imposible —dijo el tío Nacho, frotándose los ojos—. Esto no puede ser.

Pero ahí estaba, cubriendo lentamente el patio, las bugambilias , los tejocotes y el ponche que aún hervía en el brasero.

—Es un regalo —susurró mamá Cuquita, llevándose una mano al pecho—. De Dios, o de quien sea... es un regalo.

Cleo se puso de pie y caminó hacia la ventana. Se quedó allí, observando la nevada como si fuera un sueño hecho realidad. Los copos brillaban al reflejarse en las luces del gran árbol de Navidad, y por un momento, todo en esa casa se sintió eterno.

—Dije que iba a nevar —murmuró Cleo, más para ella misma que para nosotros—. Y aquí está. Justo a tiempo.

Esa noche, nadie más habló sobre el tumor. Nadie preguntó cuánto tiempo le quedaba, ni insistió en buscar respuestas. En cambio, salimos al patio bien abrigados, como si algo en nosotros supiera que esa nieve nunca volvería a caer. No solo nosotros, también los adultos jugaron, lanzando bolas de nieve improvisadas, corriendo, dejando impresas sus huellas en el manto blanco. Algunos lo hicieron con sonrisas, otros con lágrimas. Cleo permaneció junto a mamá Cuquita, observándonos con esa expresión de alguien que sabe algo que los demás no.

La tía Cleo murió unas semanas después, en pleno enero. No hubo drama, ni largas despedidas. Cuando mamá Cuquita entró una mañana al cuarto que había sido de Cleo en la adolescencia, la encontró dormida, con una ligera sonrisa en los labios y un libro viejo de poemas abierto en el regazo. Parecía haberse ido en paz, como si la nevada de aquella Navidad hubiera sido su manera de cerrar un ciclo.

El día de su entierro, el cielo estaba despejado, sin una sola nube. Los primos caminábamos como siempre, en fila india, tomados de la mano, en total silencio. Mamá Cuquita, con el rostro estoico, colocó un ramo de bugambilias sobre la tumba, las mismas que Cleo tanto amaba de niña. Fue Rita quien rompió el silencio con curiosidad:

—¿Y por qué no nieva hoy?

Mamá Cuquita se inclinó hacia ella, acariciándole la cabeza.

—Porque la nieve de Cleo fue especial, así como ella lo fue. Algo que solo pasa una vez.

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