Mamá era muy buena en la cocina. Recuerdo que tenía un profundo amor por una vieja estufa de leña, bañada con el hollín del paso del tiempo: "su hornito mágico", como ella le decía. En él nos cocinó un sinfín de ricos postres. Éramos tres en casa. Mi madre no tenía mucho dinero, así que llegar a fin de mes era toda una odisea. Estiraba el gasto al máximo, y era característico que, en esos últimos días, un aroma peculiar a pan recién horneado se colara en nuestras habitaciones junto con el aire fresco de la mañana.

Yo me despertaba con la emoción que caracteriza a la niñez cuando hueles las delicias que te esperan en la cocina. Descendía las escaleras y todavía podía encontrar a mamá con sus manos cubiertas de harina, sacando las hogazas doradas del horno. Mi hermana mayor despertaba un poco después y bajaba a la cocina sin mucha emoción.

—Ashh... —se quejaba ella—. ¿Ya somos pobres otra vez?

Para ella, el aroma de pan, aunque rico y reconfortante, también era sinónimo de pobreza, pues sabía que mamá horneaba cuando en los anaqueles de la despensa quedaban solo harina, avena y levadura. Mamá tan solo reía.

—Ay, hijita —le contestaba—. ¿Cómo que ya somos pobres otra vez?

—Pues sí —le respondía—. Huele a pobreza de fin de mes.

Después se nos unía mi hermano, el de en medio, el más perezoso y comelón. Nos sentábamos todos a la mesa, y mamá partía con emoción los panes dorados y nos los repartía por partes iguales. El crujido de la corteza era música para nuestros oídos. Devorábamos las rebanadas acompañadas con un rico vaso de leche fresca, rebajada un poco con el agua del grifo.

Todavía para mí, recordar esos momentos cuando huelo el pan casero es un deleite. Y aunque el tiempo haya pasado y la vida nos haya llevado por diferentes caminos, el recuerdo de mi infancia permanece en lo más profundo de mi corazón, como un tesoro invaluable y como una muestra más del sacrificio de mamá. Pues, aunque era difícil para ella, siempre se esforzaba por tener algo caliente en el fogón, incluso en los días más adversos.