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Hermanos

Carlos

Cuando mis padres me dejaron en ese internado, conservé la esperanza de que volvieran algún día, si no pronto, al menos alguna vez. De eso ya han pasado diez años. Los demás chicos me han convencido de fugarnos el próximo sábado. Ellos estudian la ruta de escape por las noches, cuando los guardias dormitan. El líder, el cerebro de la operación, desliza bajo nuestras puertas los planos de la instalación, dibujados en hojas arrancadas de las libretas que les roba a los guardias, porque no nos permiten tener instrumentos para escribir. Será una fuga silenciosa, sin heridos, sin armas, con el único objetivo de librarnos de esta prisión. Luego correremos al río; ahí, un amigo de Braulio, el jefe de la operación, nos estará esperando con tres balsas. Somos quince y esperamos no perder a nadie en el camino.
Nuestro destino después de eso es incierto, pero todo es mejor que permanecer un día más en este lugar. Llevamos la comida necesaria; quizás nos dure una semana, hasta llegar a tierra firme y buscar un nuevo hogar.

Entonces les haré una visita a mis padres, aunque ellos jamás lo hicieron conmigo, pues siempre sintieron predilección por mi hermano gemelo. Tan lindo, tan culto, tan ordenado...

Por fin llega el día, y lo que parece ser una fuga silenciosa y sin problemas termina con tres muertos, los guardias para ser exactos. Nosotros seguimos adelante y llegamos hasta el río, pero nos detienen antes de subir a la balsa.

—¡Locos de mierda! —grita uno de ellos, al que más hemos herido.
—¡Electrochoque es lo que necesitan! —asegura otro.

Oh, olvidé decirles que este internado es algo peculiar: nos encierran todo el día en celdas blancas que parecen jaulas. Dicen que estamos locos, que por eso nos tratan así.
A rastras nos llevan de regreso. De los quince, solo quedamos diez; los demás han corrido al río, y me temo que ya deben estar muertos.

No quiero hacerlo, pero de mi calceta extraigo un bisturí que robé de la sala de operaciones, donde me hicieron la última lobotomía. No tengo intenciones de matar, pero mi destino ya no está aquí. Iré en busca de mi familia y les preguntaré por qué nunca me visitaron y por qué soy yo, y no mi hermano, quien tuvo que terminar aquí.

Julián

Mis padres se deshicieron del décimo cuerpo. La primera vez que lo hice, fue mi hermano Carlos quien pagó por el crimen. No me costó trabajo convencerlos. Mi hermano era esquizofrénico y yo no; mi hermano estaba loco y yo no. Fue fácil hacerles creer que, en uno de sus episodios recurrentes, le había quitado la vida a nuestra hermana menor.
Cuando Carlos se fue, prometí portarme bien. Tenía apenas doce años, toda una vida por delante; eso decían. Casi lo lograba, pero entonces el cabrón de mi vecino tuvo que hacerme enojar, y nadie puede meterse conmigo sin tener un castigo, sino pregúntenle a mi hermana Sofía. Ah, cierto... ella está muerta también.

Lo cierto es que, entre más lo hacía, más difícil era apartarme de esos pensamientos. A estas alturas, mis padres quizás piensan que encerraron al hermano incorrecto, pero qué más da, ya han pasado tantos años que el recuerdo de Carlos se ha ido evaporando.

Un hijo loco y otro asesino. ¡Vaya dilema!, sabiendo que tu madre es detective y tu padre es juez.

Quizás es por eso que papá y mamá prefirieron adaptar el sótano para darme el espacio que necesito para ser yo mismo, sin tapujos, sin regaños y, sobre todo, sin castigos.

La onceava víctima era una joven de tal vez unos 17 años. Era delgada y no pesaba mucho. La escogí teniendo consideración por mis padres, para que el desecho del cuerpo no les causara un problema esta vez. El peso siempre fue un problema... ¡Es que si al menos fueran livianos!, escuché una vez cómo mi madre se quejaba.

Después de dejarla en la mesa de siempre, subí a mi cuarto. Mi habitación siempre me gustó mucho; tenía una cúpula cristalina en el techo y, a través de ella, podía ver las estrellas. Esa noche, después de haber terminado con la vida de Magaly, ¿o era Arely?, me eché boca arriba para contemplar el firmamento.

Pero mi tranquilidad no duró mucho. El cielo estrellado desapareció, y entonces, detrás del domo, vi mi propio reflejo, solo que mucho más delgado y con unos años de más. Tenía una mirada desquiciada, como si quisiera hacerme daño. No me costó trabajo pronunciar el nombre de aquel sujeto que me miraba mientras alzaba un objeto punzocortante con su mano; al contrario, sonreí largamente y saludé al extraño.

—Hola, Carlos.


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