Coche amarillo
Han pasado tantos años desde aquel fatídico viaje en carretera que, a veces me pregunto si en verdad sucedió o si todo se trata de una distorsión que ha creado mi mente con el correr del tiempo. Una pesadilla cíclica que vivo cada día y noche, de la que no he podido despertar.
En aquel entonces, yo era una joven de veintitrés años, llena de confianza, pero también bastante imprudente. Recién egresada de una universidad más o menos prestigiosa, tenía lo que muchos consideraban una vida resuelta: un buen trabajo, un flamante automóvil, un chico interesado en mí, el apoyo incondicional de mi familia y amigos. En resumidas cuentas, el mundo entero estaba a mis pies. Nada ni nadie podría detenerme.
Pero todo cambió cuando, aun sin saber manejar en carretera, me ofrecí a realizar un viaje de trabajo hacia San Luis Potosí, específicamente a la Mina del Barranco. Había acordado entrevistarme con el director del corporativo para intentar venderle un proyecto que podría abrirme las puertas a nuevas oportunidades y crecimiento laboral. Estaba emocionada, aunque también nerviosa, pues era mi primera vez enfrentándome a una negociación de ese nivel.
Como mi experiencia en viajes largos era nula, se me ocurrió pedirle a mi amigo Daniel que me acompañara. Daniel era un chico de la iglesia, un poco menor que yo, con el que había salido un par de veces. Un joven tranquilo, sin malicia y agradable. Podría decirse que había algo entre nosotros, pero todo era demasiado ambiguo en esos momentos: tan solo unos besos esporádicos, algunos consentidos y otros robados. A veces iba a mi casa o yo a la suya; nuestras familias miraban con aprobación nuestra amistad, y estoy segura de que les habría encantado que formalizáramos nuestra relación. Pero nada de eso pasó, porque el destino lo impidió y porque, en ese entonces, ninguno de los dos tenía prisa. Podría decirse que lo único certero entre nosotros era nuestro deseo genuino de escapar de la rutina y lanzarnos a la aventura, así que, cuando le pedí que me acompañara, no dudó en hacerlo. Emprendimos el rumbo un jueves por la mañana, a horas de la madrugada, no sin antes iniciar el viaje con una oración.
Las horas transcurrieron y pronto el camino que se extendía frente a nosotros se nos antojó interminable. Tras varias horas de viaje, el cansancio comenzó a hacer mella, especialmente en Daniel, pero éramos necios, no queríamos detenernos ni por un momento hasta llegar a nuestro destino, porque el tiempo apremiaba y porque así es la juventud: impaciente, invencible en su propia percepción. Nos arriesgamos a seguir adelante, empujados por ese falso sentido de urgencia que solo los jóvenes entienden, convencidos de que nada podría salir mal. Sin embargo, cada kilómetro que avanzábamos nos acercaba más a lo inevitable.
Para mantenernos despiertos, decidimos jugar al clásico juego de "Coche amarillo". Las reglas eran sencillas: el primero que viera un coche de ese color tenía que gritar "¡Coche amarillo!" y pellizcar al otro si no estaba atento. Era una forma algo estúpida, pero muy efectiva para ahuyentar el sopor.
El problema era que apenas pasaban coches amarillos por esa carretera, y la monotonía del paisaje comenzó a tornarse opresiva. Fue entonces cuando empecé a notar algo que había pasado desapercibido hasta ese momento: las cruces a un lado de la carretera.
Pequeñas, solitarias, alineadas a lo largo del camino, testigos mudos de vidas truncadas. No pude evitar sentir un escalofrío. Le mencioné a Daniel lo de las cruces y lo terrible que sería terminar así: muerto en la carretera, con tu familia y amigos viniendo a poner una cruz que quedaría en ese lugar para siempre, o al menos hasta que alguien quisiera recordarte. Lo que al principio fue una razón para reflexionar y mostrar respeto, inculcado por nuestros padres y nuestra religión, la fatiga mental lo convirtió en algo más, algo retorcido y terrible.
—¿Y si hacemos que ver una cruz también cuente? —le propuse, medio en broma, medio en serio cuando la tarde ya caía. Él me miró de reojo y me sonrió con esa sonrisa que tanto me gustaba.
—Claro —respondió, pícaro—, ¿por qué no?
Y así, el juego adoptó otro matiz, más siniestro, pero a nuestro juicio, divertido.
—¡Cruz! —gritaba yo cada vez que veía una, y le pellizcaba el brazo como castigo.
Reíamos como tontos y pronto el juego comenzó a intensificarse. Unas veces ganaba yo, otras veces él, mientras el atardecer fenecía y nuestros brazos se iban llenando de moretones, como recuerdos visibles de nuestra insensatez.
—¡Cruz, cruz, cruz, cruz, cruz! —grité emocionada al ver cinco de ellas. ¿Serían una familia? ¿Un grupo de amigos? No lo sabía, pero no me importaba. Pellizqué a Daniel cinco veces con más fuerza de la que había pretendido, y él, entre molesto y divertido, me devolvió el gesto.
El juego continuó por un largo rato. Cuanto más avanzábamos, más cruces veíamos. Algunas estaban solitarias, otras en grupo. A veces eran tan recientes que las flores aún conservaban algo de color; otras, en cambio, estaban cubiertas de polvo, desvaídas por el tiempo. Al fin, la noche cayó por completo y el paisaje comenzó a cambiar. Ahora, cada vez que pasábamos una cruz, me parecía ver una figura de pie al lado. ¿Sería solo una sombra? No lo mencioné, pensando que era mi imaginación jugándome una mala pasada. Pero la sensación de mi piel erizándose cada vez que veía una me decía que todo era real. El ambiente dentro del coche comenzó a volverse tenso, aunque ninguno de los dos lo admitiera. El cansancio, la oscuridad y la interminable carretera nos estaban jugando malas pasadas.
Y entonces, sucedió.
Al pasar por un tramo particularmente desolado y lleno de curvas, iluminado solo por los faros del coche, había una figura más nítida, claramente visible, parada junto a una cruz solitaria. Era un niño, o al menos eso parecía. Estaba vestido de blanco, y lo que vi a continuación me heló la sangre. Su sonrisa... no era la de un niño normal. Había algo macabro y retorcido en esa expresión. Sus labios se extendían demasiado, de una manera antinatural, casi como si la piel se estuviera rasgando para darle forma al gesto, mostrando unos dientes tan blancos y perfectos que parecían estar hechos de algo más que hueso.
—¡Cruz! ¡Cruz! —grité, mi voz temblaba. Sin quererlo, pellizqué a Daniel con tanta fuerza que le hice soltar el volante por un segundo.
Él maldijo, tratando de controlar el coche, pero justo en ese momento, el niño de la sonrisa se apareció en medio de la carretera, de pie, mirándonos. Esa maldita sonrisa seguía allí, y entonces pude ver sus ojos, que no eran más que dos pozos vacíos que albergaban solo oscuridad y demonios. Abrió la boca, riendo, enseñando el filo de sus dientes y un instante después la grotesca criatura saltó sobre el capó.
Daniel dio un volantazo. El coche patinó, las llantas chirriaron contra el asfalto y lo siguiente que sentí fue el impacto. Todo se volvió un caos. Recuerdo los gritos de Daniel, el dolor perforando mi cuerpo, y luego... la inmensa oscuridad.
Cuando desperté, el olor a gasolina y tierra húmeda me envolvía. Miré a mi alrededor, aturdida, con la cabeza palpitante. El coche estaba volcado en una cuneta, completamente destrozado. A mi lado, Daniel no se movía. Grité su nombre, sacudiéndolo con mi brazo menos lastimado, pero no respondió. Comencé a llorar, pidiendo perdón por mi insensatez, porque Daniel había muerto por mi culpa. Quise salir del automóvil, pero el cinturón de seguridad se había atorado.
Coronando la catastrófica escena, a unos metros de distancia, comencé a divisar las cruces: varias, demasiadas. Y entre ellas, el niño de blanco, con su sonrisa perenne y sus ojos abismales observándome, inmóvil.
Intenté moverme, pero el cuerpo no me respondía. Algo en mí estaba roto, no solo por fuera. Un intenso dolor en el pecho me impedía respirar. La niebla del amanecer comenzó a disipar la oscuridad, y entonces lo comprendí: jamás iba a salir de allí. Daniel no iba a despertar, yo estaba muriendo y las cruces nos esperaban.
***
No sé cuántos días o semanas transcurrieron después de eso. Lo único que sé es que, una mañana, vi a mi madre y a los padres de Daniel de pie en la carretera, colocando dos cruces en la cuneta donde nos matamos. Intenté llamarlos, pero mis palabras se disolvieron en el viento. No me escuchaban, tampoco podían verme. Estaba atrapada entre dos mundos, pero Daniel había trascendido. ¿Acaso porque él no tenía la culpa de lo que había pasado? Con el paso de los años, me resigné a ser una sombra más, una cruz más en ese maldito camino, esperando... observando.
Los días pasaron, las noches llegaron y los coches seguían su curso por esa carretera interminable. Cada tanto, veía a otros como Daniel y yo. Jóvenes despreocupados, cansados por un largo viaje. Por las mañanas, los escuchaba empezar el mismo juego:
—¡Coche amarillo! —gritaban.
Pero luego, al caer la tarde, todo cambiaba.
—¡Cruz!
De una cosa estaba segura: ninguno de ellos llegaría a su destino, y en esa carretera, las cruces jamás dejarían de multiplicarse.
Soy parte del juego ahora. Soy una de esas sombras que ellos creen imaginar al pasar junto a las cruces. Mi historia se repite una y otra vez, en cada grito, en cada risa nerviosa.
Y en cada nuevo accidente.
Porque aquí, en este lugar, las cruces no son solo recordatorios. Son advertencias.
Advertencias que nadie escucha.
Como yo no lo hice.
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