"Esta pieza de piedra data de 1730, proviene de una tribu caníbal de Papúa Nueva Guinea", expresó el guía con seriedad al público oyente; yo, que tengo el viento ardiente, en ese drama demente, decidí filosofar.

Le grité con potencia entre la multitud: "¿¡Esos salvajes aún existen!? ¡Qué asquerosidad, habría que extinguirlos ya! "; el hombre asustado, pero con la confección de su profesión, supo responderme con actitud: "Señor, retírese, aquí no somos racistas"; este grupo de idiotas, todos aquí están mal.

"Ya todo apesta, ya todo molesta, ya todo enerva; que patética realidad, ¿acaso abunda la integridad, o somos todos sensibles?", interrogante legible para alguien como yo.

Llegué ofuscado a mi hogar, con corriente de hierro, miré el techo desecho, y pasé a conflictuar: "Este mundo de mediocres e ineptos, todos son subprefectos; creen estar atentos y poseer inmunidad"; es mi cara de terco en la banalidad.