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Un cupido para navidad

Un frío invernal azotaba los árboles en una tarde de diciembre, en una gran ciudad, con una gran cantidad de personas, ¿cuál era la probabilidad de encontrarse con un amor? Pero no cualquier amor, uno... que sea inmortal.

La nieve caía como escarcha que cubría como polvo todo a su alrededor; las luces navideñas eran como luciérnagas con destellos verdes y rojos, con las risas de niños que eran la armonía que adornaba el ambiente.

Un joven distraído se sentó en uno de los tantos bancos vacíos del parque. El vaho que salía de su boca indicaba las bajas temperaturas que frecuentaba. Los últimos rayos solares abandonaron uno por uno, segundo a segundo los cuerpos fríos de los espectadores. Aunque el sol se fue, la luz no, apenas comenzaba ahora los rayos neón de todo tipo de colores. De noche mantenía la misma vida.

El joven, que apenas se abrigaba con un simple suéter negro y con una bufanda roja, no parecía arrecirse, todo indicaba que no le afectaba el frío; era algo tan extraño y tan peculiar, pero que en esta época del año, lo extraño era normal.

Tomó la decisión de patinar. ¿Y por qué no? Él también merecía divertirse como todos, apreciar las risas de los niños, la felicidad, el calor de una aventura, la compañía, la amistad, el amor...

—¡Cuidado! ¡Muévete a un lado!

—¿Qué...?

Fue una advertencia, pero él no la escuchó a tiempo. Una chica, en su poco talento con el hielo, había chocado a una velocidad considerable con el muchacho, que jugueteaba con sus pensamientos. Ambos yacían en el piso, pero milagrosamente él la tomó por la cintura haciendo que ella quedara encima de él para que no se hiciera daño.

Ambas respiraciones se conectaron, una por preocupación de que la castaña se hubiera hecho daño, y otra, por el miedo de haber lastimado con sus patines a un extraño, de nuevo.

—Eh...

—¿¡Ah!? Perdón, perdón —dijo la castaña apenada, parándose con rapidez, se había perdido en esos preciosos ojos color zafiro, pensó mientras se tambaleaba.

También él se levantó y sonrió con amabilidad.

—¿Estás bien?

—Sí, solo rompo el hielo —mencionó tras una carcajada, mientras intentaba mantener el equilibrio. Patinar no parecía lo suyo, andaba sola, ¿en Navidad?—. Lindo collar —comentó ella.

Él no se había alejado, aún seguía sus pasos, algo en esa chica le dio curiosidad, también en la forma que se deslizaba le dio a entender que había ingerido algo de más.

—Sí, lo es, me lo regaló mi madre —respondió, viendo la mirada atenta sobre su diadema—. Dos flechas... la dorada significa "enamorarse" y la plateada "olvidar el amor".

La castaña soltó otra sonora carcajada.

—Yo quiero una de esas, ¿olvidar el amor, eh? ¿Dónde las venden?

El tiempo pasaba, aunque por lo visto ella había bebido, esto no interrumpió la comunicación entre ambos desconocidos. Ahora los dos andaban por la acera de la ciudad como si fueran viejos amigos.

—¡Oye, tú!, No me sé tú nombre, soy Joe —mencionó.

—Un gusto, soy... Erick, Erick Cooper.

—Es la noche más extraña que he...

La chica no terminó la frase cuando su estómago le reclamó y salió expulsada a buscar donde sostenerse. Erick reaccionó y cuando iba en busca de su compañera, el ruido de un aleteo llamó su atención, en frente de él un joven de cabello castaño yacía en frente de él con sandalias aladas que lo mantenían en el aire, llevaba una lista de papel con un bolígrafo. Estaban en un callejón donde no podían observar ningún fisgón.

—Eros... A quien estaba buscando, me debes un favor — inquirió con voz astuta—. ¿Podrías llevar esto por mí? —A quien ahora se le conocía como Eros no llegó a responder—. ¿Sí? Gracias.

—Por algo tú eres el mensajero de dioses, Hermes.

—Pero es Navidad y todos tenemos que dar nuestros dones de invierno, tengo muchas más cosas pendientes que solo hacer que los humanos se enamoren, Eros —respondió el dios con rigidez—. Además... puedes llevar a tu amiga, buena suerte y cumple con lo pedido.

De nuevo el dios había demostrado su astucia, y desapareció. Eros volteó y se encontró con una Joe inquieta, sorprendida.

—¿Ese hombre... volaba? Ya me volví loca, no debí de haber bebido de más. Un hombre que vuela... ¿¡Y tú!? —Se acercó—. ¿Cómo te llamas?

—Tienes alucinaciones, Joe.

—¡No!, Yo sé lo que ví, ¿por qué te dijo Eros?

Las preguntas de Joe, más las encomiendas de Hermes, no tuvo más opción que decirle la verdad. La conexión entre ambos le dio la confianza para ceder ante lo inexplicable.

Eros le mostró lo que podía hacer, como tenía el don y el poder de enamorar a dos corazones. Cómo coexistían los dioses en la época humana y sobretodo, en la época navideña. Explicó que lo que Hermes llamó "dones de invierno" era en la forma en que los dioses obsequiaban parte de sus poderes a la humanidad. Hermes cumplía con su deber de mensajero, con regalos inexplicables. Hera daba de igual manera dones a las mujeres. Hestia obsequiaba los reencuentros familiares, y le contó cómo él regalaba la maravilla de un cuento de amor en invierno para los corazones rotos. Eros mostraba su naturaleza romántica, él sabía que necesitaban el amor, quien lo buscaba y quién huía de él.

Historia tras historia, maravilla apilada encima de otra.

—Yo te imaginaba diferente... — debatió Joe—. Como un niño en pañales, tú sabes, con un arco y flecha.

—Es una representación de que el amor no crece sin un verdadero compromiso, de que el amor es como un niño con caprichos. Lo sé, no es la mejor de mis anécdotas.

—¿Cuáles son tus dones de invierno?

Eros observó a Joe con sorpresa y prosiguió:

—Mi don es dar una luz de esperanza a un corazón desolado, el amor es como la cura que cambia las penas y lo hace reaccionar para que siga latiendo, que no siempre te sentirás...

—Roto. ¿Es lo que te pasa a ti? ¿Por eso tú también estás solo en Navidad? —Aventuró Joe.

—Es más que eso. Solo no tendré distracciones.

Ambos siguieron caminando, el frío seguía azotando. Eros la llevó a una cafetería —para aguardar calor— donde se apreciaba el festejo de un joven alto, que se divertía compartiendo con las personas, llevaba un vaso y tenía las mejillas coloradas.

—¡Eros! —gritó el joven con emoción—, y traes a una huma... Una amiga —aclaró.

—Dioniso... —respondió un incómodo Eros, miró a Joe buscando algo en su semblante, pero en vez de incomodidad, vio una sonrisa.

—El dios del vino, ¿no? —dijo Joe estirando la mano.

—De la diversión, el festejo y las celebraciones, ¿pero cuál es la diferencia? —mencionó, correspondiendo a la humana—. Me agradas, espero que ayudes al niño del amor con su frágil corazón, ni él es inmune a una flecha directa al corazón —reveló el dios, dejando a la pareja sin palabras y desapareciendo entre la multitud.

El amanecer daba sus señales. Se encontraban en dónde todo empezó, la pista de patinaje estaba desolada a esa hora de la madrugada. Ninguno mencionó lo dicho por Dioniso. Solo se dedicaban miradas y sonrisas, lo que ambos necesitaban, una corta historia de amor.

—Eros, ¿me puedes prometer algo antes de que despierte?

—¿Qué? —respondió acercándose.

—Una flecha plateada.

—Te la doy con una condición.

—¿Qué quieres?

—Solo cierra los ojos... —Joe hizo lo que el chico pidió, sintió su calor, su aliento cerca de ella, las manos de él sobre las suyas—. A veces para olvidar un amor, solo necesitas dejar de temerle al dolor y sentir el éxtasis de un nuevo amor. —Escuchó su voz aún más cerca, hasta que sintió un pequeño y gentil beso en su mejilla.

Joe abrió los ojos y él había desaparecido, estaba sola, y por primera vez ya no lo quería así. Sintió un objeto en sus manos y encontró parte de la diadema de él.

Una flecha, una flecha dorada.



Joe había llegado, no se sentía con ánimos, el mundo de tantos colores la había arrojado al suelo y no pretendía levantarse.

—¡Camila, Zoe! Ya llegué, por favor no me despierten.

Ambas chicas se limitaron a asentir, solo ansiaban que mañana fuera un mejor día.

No preguntaron, era Joe, tarde o temprano ella debería salir de su oscuro mundo, y volver a sonreír.

...

—¡Ya es navidad! ¡Tía, despierta que ya es navidad! —gritó Zoe con toda la euforia.

—Zoe... no saltes en mi cama, sueño con angelitos... —reclamó la voz adormilada de Joe.

—¿Y esos angelitos tienen arco y flechas? —respondió una alegre niña que aún saltaba por la emoción.

—¿¡Qué!? —exclamó Joe, casi saltando y cayendo al mismo tiempo de su cama—. ¿Qué angelito?

—Te llegó una carta, y tiene un dibujo de un ángel con arco y flecha, creo que es Cupido, pero no entiendo por qué Santa te envió una carta de San Valentín en Navidad.

—Santa debe de saber que te hace falta un Cupido en tu vida. —Una tercera voz intervino en la habitación. Camila sonrió al ver a su hija y a su hermana menor saltando con tanto frenesí en la cama—. Anden, es hora de abrir los regalos.

¿No era cierto? En verdad era una carta de él... La emoción resbaló por sus manos al tocar esa carta, era cierto, el papel blanco con decoraciones rosadas y rojas; un dibujo de un Cupido bebé que él tanto detestaba. ¡Era él! ¿Pero cómo había llegado hasta aquí? ¿Santa? No, demasiado obvio. ¿Hermes? Definitivamente.

Abrió con calma y delicadeza la carta, desplegó la hoja y lo que leyó la sorprendió, ¿Pero qué era eso? ¿Qué significaba? Solo contenía una tarjeta de San Valentín con decoraciones navideñas:


Hola Joe

Me encantó pasar un San Valentín contigo, gracias por romper el hielo conmigo y revivir a fuego lento un verdadero amor, tan inmortal como yo.


Pocas palabras, pero los sentimientos sobraban: alegría, nostalgia, tristeza, anhelo, amor...

—Tía Joe..., ¿te gustó el regalo de Santa?

Joe asintió y le sonrió a la pequeña.

—Sí, y mucho.

Para dos, era eso, una maravilla, pero para otra, era más que eso, era un prodigio de ángeles, dioses y cuentos que antes era solo una invención humana. El timbre sonó, tanto Camila como Zoe no le prestaron atención, al parecer la película era mucho más importante. Al final, Joe se dirigió a la puerta, a paso lento.

—Si eres el vecino de al lado, no...

—Las palabras no salieron de su boca, la sorpresa la conmovió.

—¿No qué? ¿No quieres tu regalo? Te traje unos patines nuevos, para que rompas el hielo —responde Eros dándole los nuevos patines, y mencionando sus malos chistes.

—¿Qué... ? ¿Qué haces aquí?

—Cumpliendo con el deber de Santa.

—¿Cómo?

Eros se acercó, rozando la mejilla de Joe con una de sus manos. Ambos estaban cerca, de nuevo sus respiraciones se cruzaron haciéndose una, pero esta vez dieron un paso más, el roce de ambos labios creó un beso que los unió y los arropó, mientras un muérdago creció encima de ellos, casi como magia.

—Es lo que pediste, Joe.

—Yo no pedí el beso, sí me lo imaginé muchas veces, pero no lo pedí que yo sepa —respondió— Pero ¿qué pedí exactamente?

—Un Cupido, un Cupido para Navidad. 

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