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El anciano de las zapatillas aladas

Hacía tiempo que había empezado a entender algunos de los procederes de los humanos. Por ejemplo, por qué personas que no creían en el Dios monoteísta, ni en la religión celta que dio origen a la tradición de la Navidad, la celebraban.

También comprendía por qué humanos como las Thalassinos, que creían en el Panteón —que nada tenía que ver con esas otras religiones—, celebraban esa festividad: era divertido. Así de simple.

Divertido y dejaba una sensación agradable —al menos siempre que tuviesen con quién celebrarla, ya que la compañía cobraba especial importancia en esas fechas—, pero lo más importante eran los regalos. Daba igual que dijeran que lo que más les gustaba era estar con la familia, la mayoría lo que prefería eran los regalos.

O al menos eso creía él.

Tampoco los juzgaba, no es como si él fuese el más indicado para ello y había dioses peores en esas cuestiones. Además, él era uno de los que más abierta tenían la mente. En muchos sentidos, no solo en el pervertido y el perverso que todos los humanos conocían ya.

Volvía de una cena navideña y, a pesar de que no había mucha gente en la calle, no pasó desapercibido su atuendo. No era para menos, en realidad. Digamos que, en diciembre, ni siquiera en un país mediterráneo como lo era Grecia resultaba normal ir con manga corta y bermudas.

En realidad podría haberse evitado todo eso usando sus sandalias aladas, que ahora lucían como si fueran zapatillas Converse, y esfumarse tan rápido que el ojo humano no sería capaz de verlo; mas no quería volver a casa tan pronto, si es que podía llamarla así. A veces se sentía mejor en la Tierra que en el Olimpo, junto a su familia, pues al fin y al cabo para la mayoría solo parecía servir de mensajero.

Era el mensajero de los dioses, sí, pero también era más que eso. Tenía deseos nuevos a raíz de sus cambios y avances de mentalidad, algo que su padre no había experimentado nunca. El único cambio de Zeus era que ya no prestaba tanta atención.

Cuando acabó su paseo, corrió hacia la costa este de Grecia con tal rapidez que sus pies no tocaron el agua cuando dejó la península atrás.

Después de vagar por las calles de Salónica se había marcado un destino.

Quería visitar a alguien a quien hacía tiempo que no veía. Alguien que vivía en la isla de Lemnos, en el interior de un volcán.

Había pocos dioses a los que de verdad apreciase: Hestia, a quien siempre iba a contarle historias de sus aventuras; Apolo, a quien le hacía de confidente, quitándole así algo del peso de saberlo todo; y Hefesto, con quien le gustaba hablar por lo diferente que era a él. No le gustaba lo que le hacía Afrodita.

Hefesto era feo, como mil demonios, sí; y también era cojo por culpa de su desgraciada madre —la mujer de su padre nunca había sido santo de su devoción—; pero él amaba a Afrodita y lo había visto desvivirse por ella.

—A ver si bajamos un poco la temperatura, ¿no? —dijo con tono burlón cuando entró en la forja de Hefesto— Este calor infernal no va bien con mi cutis.

El dios dejó lo que estaba haciendo para alzar la mirada, sorprendido, y fijarla en su hermano pequeño.

—¡Hermes! —exclamó con una sonrisa y tomó su bastón para acercarse a él y darle un abrazo gratamente correspondido.

—Bueno, ya, ya, que me vas a partir en dos.

—Hacía tiempo que no venías a verme, ¿dónde has estado?

—Aquí y allá, viviendo aventuras y esas cosas, ya sabes.

—Ya que estás aquí, cuéntame alguna. Me enteré de que tuviste problemas con Ares.

Hermes lo miró con el ceño fruncido.

—Pero tío, ¡eso fue hace años!

—Yo no soy Apolo, desde aquí abajo no veo nada. Me he enterado por mi mujer.

—Ah, por el Panteón... —dijo Hermes, poniendo los ojos en blanco y llevándose una mano a la cara mientras resoplaba. Todos sabían que Hefesto tenía una cornamenta tan grande que, de ser física, ni cabría en la forja; todos sabían que el amante favorito de Afrodita era Ares... pero su hermana podría al menos disimularlo un poco.

Pero los dioses normalizaban tanto el incesto como la infidelidad.

—Ya te contaré esa historia, ahora no quiero ponerme de mal humor. Mejor cuéntame algo tú.

—Pues mira —dijo y señaló hacia su trabajo—. Ares me pidió que le hiciera una espada nueva. Creo que es para una guerra en Oriente, pero tampoco pregunté.

—Por el Tártaro, Hefesto, ¡no me hables de Ares!

—Lo lamento, es que no sé qué contarte. Por cierto, ¿dónde está tu casco? —comentó y miró hacia abajo. Frunció el ceño— ¡¿Y qué les has hecho a tus sandalias?!

Hefesto era un dios tranquilo, pero su ira era digna de ser temida.

—¡Solo las camuflé un poco! Mira. —Se apresuró a decir Hermes antes de pasar una mano por encima de sus zapatos, dejando ver las sandalias—. ¿Lo ves? Siguen siendo tus sandalias, pero es que llaman mucho la atención entre los humanos.

El herrero lo miró fijamente, enfurruñado.

«Así se ve aún más feo», pensó Hermes.

—Bien —respondió solamente y Hermes suspiró, aliviado.

Hefesto tenía paciencia como para soportar a aquel dios elocuente y pesado, pero era muy orgulloso respecto a su trabajo. Hermes no quería ofenderlo, sus regalos eran de las posesiones más valiosas que tenía.

—¡Te traje algo! Venga, vamos al infierno-comedor.

—¿Algún día dejarás de quejarte de mi hogar?

—No lo creo, a menos que redecores. En serio, no es normal que haga tanto calor.

Hermes apenas sentía la temperatura, pero sabía que aquel lugar ardía y le divertía quejarse de ello.

Llegó primero al lugar indicado y empezó a revolotear —literalmente— por la estancia para colocar guirnaldas de múltiples colores, bolas de Navidad y una estrella de purpurina.

—¡Por el Tártaro, ¿qué estás haciendo?! —gruñó Hefesto y Hermes lo miró con una sonrisa infantil.

Hermes aparentaba unos veintitrés años, pero su rostro era aniñado porque tenía pecas que surcaban sus mejillas a la altura del puente de la nariz y nunca llevaba barba. Hefesto, sin embargo, parecía tener entre cuarenta y cincuenta años con su abundante barba plateada y la parte superior de la cabeza calva, mientras que una ligera melena del mismo color caía por sus hombros.

—¡Es Navidad! Deberías tomarte un descanso y celebrarla conmigo, verás qué divertido.

—Hermes... ya es la segunda vez que me sales con eso.

—¡Porque es genial! Que le den a Ares, sus malditas guerras pueden esperar. Además... —dijo deteniéndose en el aire para mirarlo desde allí con una socarrona sonrisa— he traído comida... —canturreó.

—¡Ah, está bien! —exclamó Hefesto, fingiendo que aceptaba a regañadientes, y se puso a preparar la mesa.

Hermes no llevaba nada encima, pero por supuesto eso no le hacía falta. Podía llevar sus cosas a donde quisiera sin utilizar mochila o bolso. Ventajas de ser un dios, ¿no?

Bajó de nuevo al suelo y llenó la mesa de suculentos manjares.

—Se ve delicioso.

Hermes muchas veces se sentía solo y por eso se codeaba con los humanos de vez en cuando, así que sentía empatía por Hefesto, que se pasaba largas temporadas solo. Ya no únicamente porque su esposa lo tuviese abandonado, sino porque nadie del Olimpo lo visitaba nunca. Por ese motivo, el dios de los mentirosos intentaba visitarlo periódicamente.

No iba más a menudo porque, aunque sus diferencias le gustaban, a veces se le hacía pesado tener que soportar a Hefesto. Era su hermano mayor el anticuado y lo había regañado al principio cuando empezó a hablar de forma más moderna. Luego, cuando comenzó a vestir como los humanos de su edad aparente. Y como esa, había muchas más.

—Y lo estará, ya verás —dijo mientras se apresuraba a sentarse a la mesa, donde Hefesto ya estaba bien acomodado.

Hermes observó su bastón, que había dejado apoyado en la mesa. Recordaba que Apolo había intentado curarle la cojera, pero, por algún motivo, no había sido capaz. El dios de la curación no se tomó bien aquello y le llevó un tiempo superarlo.

Los dioses y sus egos, algo más peligroso que la ambición de un humano. Incluso él lo había experimentado, pero había logrado contenerse. Quizá sí que se juntaba demasiado con los humanos, tal y como le había dicho Ares alguna vez.

Hefesto estaba disfrutando de la comida, se le veía contento, y a Hermes le gustaba verlo así. El herrero era tan sencillo.

—¿Tú no comes?

—Ah, no, vengo de otra cena y prefiero dejarte la comida a ti. Quiero que lo pruebes todo.

Hermes era sarcasmo en un noventa por ciento, pero cuando estaba así con Hefesto no le salía. Lo curioso es que hacía siglos, quizá milenios, el dios mensajero no había sido tan familiar. Había evolucionado, como los humanos, y se gustaba a sí mismo. Se sentía mejor, se divertía más.

—¿Por qué tienes cara de duende malnacido?

«Qué forma tan eufemística de decir "duende cabrón"», pensó Hermes, sin perder aquella sonrisa de lado.

—Me estaba acordando de la cara de una de las chicas humanas cuando se enfurruñó conmigo por primera vez.

—Desde luego... —dijo poniendo los ojos en blanco.

—Soy diabólico, lo sé.

—No quise decir eso.

El pobre Hefesto era inteligente y muy buen herrero, pero no entendía el sarcasmo. Por eso, de no ser paciente, él y Hermes ya habrían tenido algún problema mucho antes.

—Ya lo sé, viejo, era una broma.

Hefesto lo miró frunciendo el ceño, pero luego lo suavizó y agarró su bastón para ponerse de pie.

—¿Sabes qué? Después de la última Navidad, me dio la sensación de que este año ibas a venir a darme la lata otra vez por estas fechas para entregarme un regalo o tu agradable compañía.

—Cómo me conoces —Sonrió Hermes—. Esa expresión de la lata la aprendiste de mí, ¿eh?

Pero Hefesto no le dijo nada al respecto y simplemente se movió hasta un armario que abrió para sacar algo, mientras hablaba como si Hermes no hubiese intervenido después de sus anteriores palabras.

—Estabas en Salónica, ¿cuánto tardaste en llegar hasta aquí?

Hermes se quedó pensativo y finalmente concluyó:

—La verdad es que no lo sé, ¿por qué?

—No importa. Con estas irás aún más rápido —comentó el dios con una sonrisa bonachona en el rostro mientras le mostraba unas sandalias doradas con unas alas que brillaban con luz propia.

Hermes las miró con los ojos abiertos de par en par y saltó de la silla, tirándola sin querer.

—¡Pero no me rompas el mobiliario! —protestó el dios mientras su hermano acudía volando a donde estaba para mirar las sandalias de cerca.

Las tomó en sus manos, las examinó y los ojos le brillaron a juego con las nuevas alas.

—Por el Panteón, son preciosas, Hefesto.

Sin perder el tiempo, se las cambió por las viejas y comenzó a volar haciendo piruetas en el aire mientras su hermano mayor sonreía levemente al verlo tan contento. Mucha gente acudía a él para que les forjase todo tipo de objetos, pero Hermes era el único que se mostraba tan feliz.

Como un niño en la mañana de Navidad.

—Me alegra que te gusten. Llevaba tiempo trabajando en ellas, en realidad. De hecho —dijo y bajó la voz—, pospuse unos días la espada de Ares para terminar las sandalias a tiempo.

—Eres el mejor, Hefesto, el mejor —dijo Hermes, entusiasmado, y no se cortó a la hora de darle un fuerte abrazo a su hermano.

Los dioses también podían celebrar la Navidad, les dejaba una sensación agradable. Podían hacerlo reuniéndose con la familia y también podían disfrutar recibiendo y entregando regalos. Esa noche, los dos hermanos se habían obsequiado algo y, además, la pasaron en familia.

Sí, Hermes podía entender a los humanos.

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