Noche Eterna, Dulce Muerte - Recuerdos de una vida pasada (I)
Obra inédita para Noche Eterna, Dulce Muerte
Recuerdos de una vida pasada – Ludovico Monfort – (primera parte)
Año 3.079 – 25 años
Ya era hora, Monfort. Ya era hora.
Mientras me miraba al espejo y trataba de poner orden al caos que era mi pelo, me repetía una y otra vez las palabras que mi padre me había dedicado años atrás, cuando había acabado el colegio y había decidido unirme al ejército en vez de meterme en la universidad. En aquel entonces lo había hecho por rebeldía, por intentar desmarcarme de la apariencia de niño bueno que siempre había tenido en el instituto, y convertirme en el tipo duro que era mi padre.
Error.
Dos años después ya estaba fuera, mucho más fuerte de lo que había entrado, pero tan convencido o incluso más que antes de que aquel no era mi lugar. En el fondo, yo era un estudioso, un chico que sacaba buenas notas, así que no pintaba nada en el ejército.
Oh, vamos, Ludo, ¿en qué estabas pensando?
Así pues, me metí en la universidad, y cinco años después, con veinticinco, estaba a punto de graduarme. De recibir el Certificado Oficial que me convertía en un Bibliotecario Real de Solaris... se me caía la lagrimita de solo pensarlo.
Yo, Ludovico Monfort, el de la sonrisa perpetua y la cabeza blanca, como me llamaban mis amigos, convirtiéndome en un universitario graduado...
Estuviesen donde estuviesen, estaba convencido de que mis padres iban a estar orgullosos de mí. Y sí, mi padre me volvería a decir una vez más, "ya era hora, Monfort, ya era hora...", y tendría toda la razón del mundo. Porque sí, ya era hora.
La entrega de los títulos se iba a realizar en el Palacio Ember, en el edificio conocido como la Torre del Ocaso, por lo que, estando algo lejos de mi casa, decidí salir pronto. El día anterior le había planteado a Luc la posibilidad de ir juntos. Él había sido mi inspiración para apuntarme a su carrera, así que, después de cinco de universidad juntos, más otros tantos en el colegio y el instituto, me parecía un buen final. Teníamos que ir juntos, sí o sí. Muy a mi pesar, él ya había quedado con su novia, la simpática de Siena, capaz de asesinarte con una simple mirada, por lo que no le insistí demasiado. Acordamos vernos en la torre, y así hicimos.
Veinticuatro horas después, ya vestido con un elegante traje gris que realzaba mis encantos exóticos y con una sonrisa grabada en el semblante, me presenté en el punto de encuentro, donde descubrí que todos mis compañeros iban de negro. Un detallito que el profesor había explicado en el último día de clase, hacía ya un mes, y que yo había pasado por alto por estar demasiado concentrado en mis propios pensamientos.
En lo que iba a hacer cuando consiguiera el título...
En lo preciosa que era la chica de la primera fila. Esa que también te mataba con la mirada, pero que cuando sonreía iluminaba toda la ciudad.
Nadine...
Nunca habíamos hablado. Llevaba cinco años suspirando por ella, pero nunca me había atrevido a decirle nada. Sencillamente me la quedaba mirando, sonriendo como un tonto cada vez que intervenía en clase.
Era una imagen un poco patética, lo sé, pero yo era así. Era joven (aunque mayor que todos mis compañeros), soñador y un romántico, ¿cómo acercarme entonces a ella y confesarle mi amor platónico? La iba a asustar... aunque dudaba que Nadine fuera de las que se asustasen fácilmente, la verdad. Se decía de ella que era una chica dura, de esas que no permiten que nadie se le acerque, y por lo que había podido comprobar, encajaba a la perfección con su descripción.
Era la chica dura por excelencia... y mi amor platónico.
Y aquel día también estaba en la ceremonia, por supuesto, flamante con su vestido negro. Iba acompañada por varias amigas de clase, bastante majas todas, pero ella las eclipsaba con su belleza. Aquella mirada, aquella sonrisa, aquellas pecas...
Dios mío, aquellas pecas. ¡Me volvía loco de solo pensar en ellas!
Por desgracia, todo apuntaba a que aquella iba a ser la última vez que la viese, por lo que decidí tomar las riendas de nuestra no relación. Esperé a que los docentes nos invitaran a subir a la última planta de la torre para recibir nuestros diplomas, y allí aproveché un momento de descuido plantarme a su lado. Y digo descuido, aunque en realidad fue cosa de Siena. A aquella mala pécora le caía bien y quería ayudarme, así que se encargó de mandar a la chica que se sentaba junto a Nadine al otro extremo de la sala de un empujón. ¡Gracias, amiga!
Así que estuve a su lado durante la entrega de los Certificados, mirándola de reojo. De vez en cuando ella también me miraba, con cara de circunstancias la mayoría de las veces, pero no decía nada. Supongo que, en el fondo, le hacía gracia que alguien como yo estuviese atento.
—Ya te toca —le advertí en un susurro justo cuando la chica que iba antes que ella en la lista salió al estrado a recibir su título—. ¡Mucha suerte!
Nadine volvió a mirarme, esta vez con una expresión de mayor sorpresa aún si cabe, y asintió. Poco después el Voivoda la nombró y acudió a recibir de su mano el documento que la acreditaba como Bibliotecaria Real.
Y todos aplaudieron, incluido yo. Aplaudí tanto que acabé con las manos coloradas y la garganta seca de silbar. Pero claro, ¿qué iba a hacer? Se lo merecía.
—Tú estás un poco loco, ¿no? —me dijo después, certificado en mano. Me miró de reojo, con un asomo de sonrisa en los labios, y negó con la cabeza—. Se te ha oído por todo el castillo.
—¿De veras? —respondí, con una mezcla de vergüenza y diversión, y negué con la cabeza—. Bueno, lo mismo así me contratan.
Aquella fue la primera sonrisa sincera que me dedicó. Una sonrisa tan, tan bonita que un rato después, cuando subí a recibir mis honores, solo podía pensar en ella.
Miraba a mis compañeros, y la veía a ella.
El Voivoda me felicitaba, y la oía a ella.
Solo a ella.
Nadine, Nadine, Nadie.
Estaba obsesionado.
Al volver a mi asiento, me recibió con una sonrisa. Asintió con la cabeza, quizás a modo de felicitación, no lo sé, y pasamos el resto de la ceremonia el uno junto al otro, sin mirarnos ni hablar, pero felices de poder compartir aquellos minutos juntos.
Al menos yo, vaya.
Una hora después, acabado el evento, Luc y Siena vinieron a mi encuentro, eufóricos. Ambos lucían sus birretes negros a juego con sus elegantes trajes. Parecía mentira que aquel par de cabezas locas hubiesen conseguido graduarse, pero ahí estaban.
—Señor Bibliotecario Real —me saludó Luc, llevándose la mano al pecho para hacer una respetuosa reverencia.
—A sus pies, Alteza —respondí yo, imitándole.
—¿Qué se siente siendo el más viejo de la sala, Monfort? —se burló su novia.
Arg, su novia. La arpía de su novia.
—Ni caso, si se muerde se envenena. Oye, vamos a ir al Cactus a celebrarlo, ¿te vienes? Creo que Ada ha conseguido que nos cierren una sala para nosotros. Va a ser genial, estoy convencido.
—Me apunto, por supuesto, pero... ¡un minuto!
Los tres nos volvimos hacia Nadine, que se encontraba no muy lejos de allí, despidiéndose de sus amigas. Parecía que iba a volver a casa...
Negativo.
Me acerqué a ella, decidido, y dedicándole mi mejor sonrisa, seguramente un poco idiota, me planté delante. Ella, sorprendida, pero solo hasta cierto punto, se limitó a cruzarse de brazos y mirarme con esos ojazos suyos.
—Oye, vamos a ir al Cactus a celebrarlo —dije.
Y lo dije tan, tan rápido que estoy convencido de que no llegó a entender nada. Por suerte, no fue necesario. Mi amada arqueó la ceja, dibujándose en su rostro una expresión de sincera diversión, y entrecerró los ojos.
—¿Estás ligando conmigo, Monfort?
—Ah, que sabes cómo me llamo.
—¿Cómo no lo voy a saber? ¡Mírate, eres la persona que más llama la atención de toda la ciudad!
—¿Y eso es bueno?
Nadine rio.
—No sabría decirte, la verdad... eres un poco raro. ¿Tu pelo es así normalmente?
—Blanco como la leche, sí señorita. Bueno, qué, ¿te animas entonces?
Miró de reojo a mis amigos, que no disimulaban en absoluto que estaban escuchando la conversación, y volvió a reír. Y sí, aceptó. Por supuesto que aceptó.
Y esa noche nos enamoramos. Bueno, al menos ella, yo, incluso sin conocerla, ya lo estaba. Lo estaba desde hacía años. De hecho, mis sentimientos eran tan intensos que aquella noche no fui capaz de dejar de pensar en ella. Ni la siguiente, ni la otra.
Me pasé los siguientes siete días con Nadine en mis pensamientos, acompañándome en todo momento. A veces solo en la mente, otras de la mano, cuando salíamos a pasear o nos íbamos al cine. Porque después de la primera celebración, hubo otras.
Salimos cada una de las tardes de la siguiente semana.
Alcanzado el octavo día, la fui a buscar a su casa, sin avisarla, y cuando abrió la puerta le regalé el ramo de flores rojas que le había comprado aquella misma mañana en la floristería. Ellas las aceptó, emocionada, y me sonrió. Me sonrió de una forma muy especial.
—¿Y esto? No es mi cumpleaños —dijo, llevándose una de las flores a la nariz para oler su perfume.
—Pero estamos igualmente de celebración —respondí.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué se celebra?
—Que hoy es el día en el que vamos a empezar a salir juntos.
—¿A salir juntos? —Profundamente divertida, soltó una sonora carcajada—. ¡Pero qué dices! ¡Si nos conocemos hace solo una semana!
—¡Mentira! Dijiste que me conocías de antes. Sabías cómo me llamaba, ¿recuerdas?
—Sí, pero...
Pero nada. Volvió a reír, incapaz de resistirse a mis ocurrencias, tal y como le había pasado desde la primera noche en el Cactus, y volvió a sonreír. Esa sonrisa...
Y entonces nos besamos. Me gustaría decir que fui yo el que dio el primer paso, pero en realidad fuimos los dos. Nuestras miradas conectaron, yo me acerqué y ella acudió a mí, marcando así el principio de la que sería la mejor de todas las relaciones que jamás tendría en mi vida.
Nadine era la mujer con la que quería pasar el resto de mi existencia, y aunque por aquel entonces no tenía la menor idea de lo que nos iba a pasar, me juré a mí mismo que no íbamos a volver a separarnos jamás.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro