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Cantos de Sirena - Almas Encadenadas

Obra inédita para la antología romántica de Wattpad Stars


Universo: Gea

Obra a la que vincularla: Hijos de la Noche, Nyxia De Valefort, Cantos de Sirena



Leif Kerensky, Algún lugar de Volkovia



La miraba mientras dormía. Tumbada entre las sábanas, con los ojos negros cerrados y una sonrisa placentera en el rostro, Diana parecía una muñeca. Un ser angelical que poco se parecía a la mujer que realmente era. Allí no había mentiras ni engaños: era simplemente Diana. Su Diana.

Era tentador deslizar el dedo a lo largo de todo el puente de su nariz, hasta alcanzar la punta. A Leif le hacía especial gracia la forma que tenía. Siempre se burlaba de ella diciendo que tenía nariz de niña, pero a Diana no le importaba. En el fondo, le encantaba que siguiese viéndola como la jovencita que años atrás había logrado seducirle.

Lo que no sabía Diana, sin embargo, era que antes incluso de conocerse, su corazón ya le pertenecía.

—Si tú supieras —dijo Leif en apenas un susurro, incapaz de resistirse. Acercó la yema del dedo índice hasta su frente y empezó a reseguir la nariz con delicadeza. Era como la caricia de una pluma, suave y ligera—. Quién sabe, puede que algún día te lo explique cuando estés despierta. Hasta entonces, sin embargo, prefiero compartirlo con tu yo de los sueños... mi querida Neferet.

Una sonrisa se dibujó en los labios de Diana. Seguía dormida, pero su subconsciente reaccionaba ante aquel nombre.

—Te recuerdo observándome desde las sombras, con aquella media sonrisa pícara tuya que tanto te caracterizaba. Me mirabas cuando creías que yo no lo notaba... cuando fingía prestar atención a otros. Sin embargo, eran tus silencios los que escuchaba. Era tu corazón el que marcaba el ritmo de mis pensamientos. Siempre tan lejana, siempre tan distante... pero a la vez tan cerca. Mis hermanos decían que eras peligrosa, que nos llevarías a la perdición. Que tú eras la que estaba engañando a Valerius... que todo lo que tramabais era producto de la locura. ¿Abandonar nuestra amada patria por una religión en la que a duras penas creía? Quizás con él sirviera toda aquella habladuría, siempre fue un crédulo, pero yo era diferente. Yo creía en tu dios, por supuesto, pero no lo suficiente como para entregarle mi vida. No lo suficiente como para sacrificarlo todo. —Alcanzada la punta de la nariz de Diana, Leif apartó la mano para poder contemplarla en todo su apogeo—. En quien sí creía era en Valerius, mi mejor amigo y guía espiritual, y en ti. Sobre todo en ti, mi querida Neferet... creía en absolutamente todo lo que decías.

El subconsciente de Diana percibió la ausencia de su mano, lo que la llevó a girar sobre la cama y rodear su amplio pecho con el brazo. Desde que dormían juntos, necesitaba su presencia. No su calor, por supuesto, hacía años que Leif lo había perdido, pero sí aquella esencia tan especial que tan protegida la hacía sentir. Para muchos, Leif era poco menos que un monstruo. Un dictador sin alma que estaba dispuesto a prácticamente todo con tal de mantenerse en el trono de Volkovia. Para ella, sin embargo, era lo más parecido que tenía a un ángel guardián. Los dioses le habían enviado a Leif para que cuidara de ella, y a ella para que cuidara de él.

Dos monstruos cuyos destinos se habían encadenado antes incluso de conocerse.

Leif la abrazó con cariño, sintiendo la cada vez más abultada curva de su vientre pegado al suyo. Le emocionaba saber que en su interior la unión de ambos estaba cobrando vida.

—Y te creí cuando dijiste que debíamos atravesar ese portal... que había llegado el momento de huir. No era estúpido, sabía que tarde o temprano el Emperador enviaría a sus tropas para que acabase con nosotros. Que, muy a nuestro pesar, Roma no perdona a los traidores... y nosotros, sin saberlo, nos habíamos convertido en ello. Nos habíamos convertido en lo que juramos destruir. —Leif dejó escapar un suspiro—. Pero ¿cómo imaginar lo que iba a pasar? ¿Cómo saber que te sacrificarías por nosotros, quedándote al otro lado del portal para contenerlo? Aquella última mirada tuya antes de se cerrase la brecha... aquella sonrisa. Grabé en mi memoria aquel rostro, prometiéndome a mí mismo que jamás lo olvidaría. Que tu sacrificio, la mayor muestra de amor que jamás vi, marcaría para siempre mi destino... y así fue. —Leif sonrió para sus adentros—. Jamás creí que pudiese volver a amar a nadie como te amé a ti... y sin embargo...

Deslizó la mano sobre su vientre abultado, incapaz de reprimir un suspiro de pura felicidad. Iba a ser un niño, aún no se lo habían confirmado, pero lo sabía. Lo presentía.

—Y entonces, después de siglos de oscuridad y de dolor, martirizándome a mí mismo por no haber cogido tu mano y haber tirado de ti hacia el interior de la brecha, apareciste tú. Porque eras tú... otro cuerpo y otro nombre, pero la misma alma. Mi Neferet... mi amada sacerdotisa, encarnada en la mujer más maravillosa y complicada que he conocido jamás: Diana Valens. La Reina de la Noche... la jovencita que logró hacer que se tambaleasen dos imperios. —Depositó un beso sobre su vientre—. La jovencita que logró que, siglos después, mi corazón volviese a latir. Mi amada Diana, si tú supieras que en realidad eres mi Neferet...

—¿Neferet? —dijo de repente Diana—. ¿Quién es Neferet?

Los ojos de Diana se abrieron, tiñendo vida la habitación. Aquellos dos pozos de negrura parecían reflejar la luz de mil estrellas. Se incorporó en la cama, acomodando la cabeza sobre el pecho de su marido, y sonrió.

—¿Quién es esa Neferet? —insistió en tono burlón—. ¿Tengo que ponerme celosa?

—La única mujer que he amado en mi vida —respondió él, logrando con sus palabras que Diana enmudeciera.

Le miró con fijeza, con la duda inundando su mirada por un instante. Durante un segundo tuvo la tentación de creer que la estaba engañando: que le había mentido. Que, en el fondo, toda su historia de amor había sido falsa. Pero solo fue un segundo, por supuesto. Diana volvió a reposar la cabeza sobre su pecho y ensanchó la sonrisa.

—¿Y desde cuando me llamo así? —dijo en tono meloso.

—Desde mucho antes de que nacieras —respondió él.

—Quién te ha visto y quién te ve, Leif Kerensky. Dicen que eres un monstruo, pero en el fondo eres un romántico.

—Un monstruo, ¿eh? —Leif cerró los brazos alrededor de su espalda—. Algo he oído.

—Es lo que dicen, sí: niños, no os acerquéis a los voivodas u os comerán. ¡Ilusos! —Diana rio—. Yo no como niños: me bebo su sangre, que es diferente.

Ambos rieron a coro. No era cierto, por supuesto, pero disfrutaban de aquel tipo de maldades. El mundo quería verlos como a monstruos, y aunque no lo eran, les enorgullecía ser temidos.

—Eres terrible, Diana.

—Lo sé, ¿y lo que te gusta?

Leif sonrió.

—Me encanta.

—No tanto como tú me encantas a mí, Leif Kerensky —aseguró Diana, cerrando los ojos de nuevo—. Incluso con tus rarezas, cuando me llamas por nombres extraños o te pasas la noche observándome... incluso entonces, me encantas.

—¿Incluso siendo un romántico?

Esta vez fue Diana la que sonrió.

—Precisamente porque eres un romántico. Imbéciles y chulos los hay a patadas, mires donde mires, pero personas tan especiales como tú, hay muy pocas... así que ni se te ocurra dejar de decirme todas esas tonterías, Leif. En el fondo, me encantan.

Una vez más, Leif no pudo evitar que el corazón vibrase en su pecho al constatar, más que nunca, que aquella jovencita era su amada Neferet. Otro rostro, otro cuerpo y otro nombre, pero la misma alma.

Almas destinadas a estar unidas.



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