Debajo de las piedras y del musgo amarillo estabas tú; tendida y diluida entre mis brazos como quien abraza el aire de sus calles vacías, como quien del miedo amarra sus ojos ante el llanto, de paraguas negros huyendo del apozado pavimento hacia ningún lugar.

Nadie recordó sostenerle en sus manos, los vívidos pétalos blancos de las más hermosas palabras blancas que brotan solos de la boca de un niño, esos que no son más que mis versos apaciguados donde yaces tú; dormida como quien duerme sobre el viento que brizna sobre las altas nubes, y bajo los altos rayos del inmigrante sol, ese que vaga en solitario ante el fulgor desbravado del ocaso.

Me habría quedado a contemplar los girasoles en flor de tu pecho, pero el silbido tremuloso de los grises árboles del tiempo y la ciudad no la dejaron florecer. Aún cuando los campos musitaran el romántico beso del césped y las hojas cayendo en su danza eterna, aquella, mi más preciada y querida flor de Mayo, se halló dormida debajo de éstas.

Hoy, la gente camina sin mirarse bajo la lluvia amarilla de otoño, y aún antes, e incluso después, seguirán ignorando la flor que brotaba de sus labios, más allá de sus tristes refugios de cemento, mucho más que sus adustas reflexiones en cada pétalo de aquella ausente flor. Ellos ya no la recuerdan bajo sus pequeños árboles. La flor de la inocencia, se fue junto a los paraguas negros que no distinguieron las miradas ni mucho menos las pisadas dormidas en aquella otoñal y frágil estación. Todos volvieron a casa, con sus paraguas y sus párpados mojados. Nadie recordó quién era. Nadie recordó su flor.

Por SanctusLiminaris