"Las rebeldes del swing" de Noranemhed
Todo empezó con una sonrisa.
De haberlo sabido desde el inicio, estoy segura de que hubiese hecho las cosas de otra manera. La hubiese sacado de allí y no hubiera permitido que se expusiera. Era su secreto. Supongo que solo deseaba mantenerme a salvo y por eso nunca me lo contó. Ella era un alma libre, alegre, rebelde... Ella abrió las puertas de mi mundo, me enseñó a disfrutar en medio de la tormenta. Cada noche que pasamos juntas fue un sueño hecho realidad.
¿Quién nos iba a decir a quienes nacimos más allá del dos mil, que nos íbamos a ver en una situación tan surrealista?
Primero cerraron las salas de baile. Le echaron la culpa a la guerra, a las bombas; decían que debían mantenernos a salvo. Pero, ¿a salvo de qué? ¿De los perros que tenían por militares? ¿De los prejuicios? ¿De las nuevas normas que iban en contra de nuestros derechos y libertades? Porque la guerra estaba en nuestras calles, sí. Y la razón de ello era que el enemigo dormía en nuestras casas, vestido con trajes de Armani y escupiendo mensajes de odio a cualquier hora del día.
Luego fueron las redes sociales.
Internet se convirtió en un tema tabú. Si querías saber qué sucedía en el mundo o en otros hogares; si querías huir de la mentira impuesta y dar con un trocito de verdad, debías alejarte de Google, Facebook, Twitter, etc, y utilizar plataformas prohibidas, como Pixeldream, Telegram o Elephant.
Eso era lo que estaba haciendo yo aquel día, tras haber pasado horas leyendo. Las notas de una lluvia torrencial se yuxtaponían con la melodía que surgía de mi viejo tocadiscos. Mientras, revisaba las últimas entradas a través de Elephant. Lo que leí me provocó un nudo en el estómago.
Se estaban llevando a gente.
Nadie sabía por qué, pero, entre ladridos e insultos, los militares habían arrancado de sus hogares a varios cibernautas. No, no sabíamos por qué, sin embargo, sí sabíamos que no les volveríamos a ver. Estaban muertos. Hasta ese punto habíamos llegado.
Si no eras como ellos, estabas contra ellos. Contra el gobierno.
Era difícil saber cuál era la línea que no debíamos cruzar: no existían unas normas establecidas. Manipulaban la verdad. Cualquier cosa podía ser retorcida y utilizada en nuestra contra.
Estaba tan sumergida en el artículo, que no pude evitar un respingo cuando me llegó una notificación de Telegram.
«Susana, volveremos a bailar. Plaza Real, 17. No olvides la contraseña. Nos vemos a las 21h. Que no te pillen»
Eran las 19.35 y el lugar no estaba precisamente cerca. Ir sin ser vista sería complicado.
Me duché en diez minutos, delineé mis ojos y me pinté los labios de rojo intenso. Elegí un vestido con corte de los años cincuenta, aunque con algo más de vuelo y con estampado de flores. Me puse los zapatos de baile y salí de casa acomodándome los rizos por el camino.
Una vez en la puerta de la antigua discoteca, supe que había olvidado la contraseña. Llamé a Óscar en varias ocasiones, pero el muy despistado no respondía.
Unas bombas sonaron a lo lejos. Me asusté y miré al gorila de seguridad con la súplica reflejada en mis ojos. No sirvió.
Otra bomba.
Gritos.
—Venir ha sido peligroso, ¡no me digas que ha sido por nada! —rogué.
Pero como era de esperar, el gorila insistía en que el lugar estaba cerrado, que allí no había nadie, que eran asuntos privados y que si seguía insinuando que se estaban saltando la ley, me denunciarían.
Y otra bomba.
Y otra súplica.
Y otra negativa.
No quería llorar, lo único que me faltaba era que se me corriese el rimmel. Desvié la mirada, harta del imbécil que tenía delante, y entonces la vi a ella. Radiante. Estaba frente a una puerta lateral, fumando un cigarro y observando el espectáculo que estabamos dando. Impasible, tranquila y risueña. Cuando nuestros ojos se encontraron me dedicó una sonrisa. Caminó hacía mí y me cogió de la cintura.
—No te asustes, confía en mí —me susurró al oído. Me besó en los labios, sin llegar a ser intrusiva, y se volteó en dirección al gorila—. Va conmigo, Dani.
El susodicho se apartó y por fin pude pasar.
Nos recibió el sonido del saxofón, de los platillos, de los pasos de cientos de parejas bailando swing y volando por los aires ante nuestras narices.
La ciudad era gris. Sin embargo, en aquel lugar solo había color.
—Gracias —le dije algo temerosa. Solo por estar ahí, ya estaba cometiendo un delito.
—No hay de qué. No te metas en líos. —Dicho esto, se adentró en una de las barras. Entendí que era camarera.
Yo estaba desorientada, buscando a mi mejor amigo, Óscar, con la mirada, cuando alguien me cogió de la mano y me atrajo a la pista de baile con un swing out. La canción que bailamos era la de la cantina de Star Wars, rápida y ágil, e incluso con algún aéreo —lo que fue algo molesto, teniendo en cuenta que aún no había guardado el bolso—. Yo seguía buscando a mi amigo, pero no di con él y, tras el baile, estaba sedienta.
Fui a por una bebida.
La barra estaba abarrotada de gente sudorosa y hombres que intentaban seducir a la chica que me había dejado pasar. Ella los ignoró. En cuanto me vio, se dirigió a mí. Alguien se quejó, lo que es normal porque yo acababa de llegar y me sirvió antes que a los demás. Al hacerlo, buscó el roce de mi mano y me miró a los ojos con una sonrisa seductora. Era muy guapa, parecía una estrella de Broadway. Llevaba un vestido de flapper y un corte de pelo al estilo de los años veinte.
Le devolví la mirada. Y la sonrisa. Hasta alargué los segundos que tardamos en pasarnos la bebida de una mano a la otra.
Fue entonces cuando apareció Óscar.
—Estaba preocupado por ti —me riñó al oído.
La música estaba muy alta.
La banda empezó a tocar el Shim Sham y todos los bailarines fuimos al centro de la sala para seguir los pasos del gran Frankie Manning.
A ese baile le siguieron otros. Bailé con desconocidos hasta terminar exhausta. Óscar y yo no nos perdíamos de vista. De vez en cuando, nos buscábamos para probar los pasos que habíamos ensayado antes de que se desatase la catástrofe.
Una de las bombas cercanas provocó que las luces parpadeasen. A nadie pareció importarle. Aquel lugar era un oasis de libertad entre rejas.
Íbamos a descansar cuando anunciaron que una tal Vanesa Sling iba a subir a cantar. Abrí mucho los ojos cuando vi que era ella, derramando glamour y cantando My baby just care for me. Yo estaba hipnotizada, contemplando su contoneo sobre el escenario, los brillos que ocultaba bajo las pestañas y la gracilidad de sus gestos.
Debió notar cómo la observaba porque, cuando terminó la actuación, bajó del escenario, se acercó a mí y me volvió a besar. Esta vez, con sentimiento, como si fuera el beso de un reencuentro entre amantes.
—No he parado de mirarte en toda la noche —confesó.
—Pues aquí me tienes... —Y volví a beber de su boca.
Terminamos devorándonos en el almacén.
A esa noche le siguieron otras. Ni las bombas ni el toque de queda podían detenernos.
Cuando llegaba la hora del stole dance —círculo de danza que consistía en un robo de parejas— ella siempre me secuestraba. Me llevaba mejor que nadie y todos nuestros bailes terminaban en el almacén. Allí fue donde, entre botellas de licores y cajas de cervezas, me enseñó a amar con labios y dedos. También me enseñó a hablar con gestos, a expresarme en gemidos y a prescindir de palabras. Entre esas cuatro paredes olvidábamos que el mundo era una mierda. Al amanecer, antes de volver a nuestras casas, nos contábamos secretos al oído, compartíamos sueños entre risas y jugábamos a ser felices. Tampoco me lo contó entonces.
Por desgracia, todo tiene un fin, y más en nuestros tiempos.
Llegó el día en que lo que no pararon bombas ni toques de queda, lo hizo alguien que se fue de la lengua.
Sonaba la canción de Pink Martini, Je ne veux pas treballer, cuando todas las puertas del local se abrieron al unísono y cientos de militares accedieron a la sala de baile.
No teníamos por dónde huir. Vanesa y yo nos escondimos tras la barra. Se escucharon algunos estruendos y todo se llenó de un humo que nos irritaba las córneas. Nos abrazamos la una a la otra, aterradas, ocultando nuestros rostros por el miedo a perdernos.
Se escucharon gritos.
Luego, también se escucharon disparos.
Yo temblaba, ella me abrazaba aún con más fuerza.
—Tranquila, todo irá bien —musitaba. Pero había lágrimas en sus ojos.
Entonces me acordé de Óscar. Él estaba fuera... ¿Y si le habían hecho algo? Fue un impulso, un gran error. Me puse en pie porque necesitaba verlo. Ella me agarró del brazo para que me volviese a agachar... Era tarde. Nos habían visto.
Dos guardias se dirigieron a nosotras y nos separaron a la fuerza. Nos asimos la una a la otra, pero no fue suficiente y rompieron nuestra unión a golpe de porra.
—Lo siento —lloré.
—Está bien, tranquila... Todo está bien —gesticuló ella, con los labios.
Me pusieron en una hilera junto a los demás. Desde ahí vi a Óscar tumbado en el suelo. Un río de sangre nacía de su rodilla. Los muy hijos de puta le habían disparado, y no solo a él. Óscar, por lo menos, estaba vivo. Quise reaccionar, los militares me redujeron y me obligaron a entregar la documentación. Nos estaban identificando.
A ella la llevaron aparte, la vi luchar como una leona. También vi cómo le pegaban entre varios. Le dieron patadas y puñetazos; ella gritaba y yo... yo no podía hacer nada.
Fui una inútil...
Pasé una semana en el calabozo, entre maltratos y humillaciones. Cuando volví a casa y me miré por primera vez al espejo, me costó reconocerme. Tenía la cara desfigurada, los pómulos hundidos y los ojos hinchados. Supe que Óscar había terminado peor. Para salvaguardarle, su familia lo internó en un centro de corrección. Pronto sería uno de ellos.
De ella tardé más en tener noticias. Fue a través de Pixeldream, mientras escuchaba a Nina Simone y me imaginaba que quien cantaba era ella. Vi su foto en la pantalla, tan hermosa y tan alegre como siempre. Al pie de la imagen había una noticia:
«Tras haber sido arrestada, Vanesa Sling, líder de la resistencia, ha sido fusilada esta mañana»
❤️GRACIAS POR HABER PARTICIPADO Y ENHORABUENA POR TU RELATO Noranemhed
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