Perspectivas
Trigger warning: sobre el suicidio.
La brisa vespertina acarició el rostro de Jack Brewer en aquella azotea del edificio más alto en la Décima con Swanson. Sus ojos observaban el bonito arrebol en el cielo que iba a preceder al crepúsculo. El escenario era idílico, eso pensó. Fue ahí cuando sus pupilas se clavaron en el abismo bajo él. Un suspiro escapó de entre sus labios y acomodó sus pies al borde de la azotea. Tan solo unos centímetros le separaban de su destino. De la vida o la muerte.
Inhaló y exhaló con calma, la previa a la tormenta que sabía que provocaría. Que ya había provocado, mejor dicho.
Cerró los ojos y convirtió sus manos en puños al recordar lo que le llevó hasta ahí arriba.
En cierta forma, Jack siempre supo que no merecía estar en este mundo, no la gente como él. Había demasiado ruido en su cabeza. Su mente era como una sala oscura repleta de televisores, todos encendidos y cada uno en un canal distinto, a todo volumen. Estaba cansado. Agotado de esa rabia enfermiza que le consumía hasta llevarlo a extremos insospechados, hasta empujarlo hacia el vacío que ahora le devolvía la mirada. Todo eso debía terminar con él. Tenía que morir con él. No podía permitirse hacer más daño.
La suave corriente envolviéndole de nuevo le devolvió a la realidad. Sabía que tenía que hacerlo. Que no había vuelta atrás. No habría redención, no para él. Porque tampoco la merecía. Su alma no será de las que reciba el perdón, y Jack estaba de acuerdo con ello.
Es eso en lo último que pensó cuando devolvió su vista al bello atardecer.
Su último atardecer.
Y entonces sonrío.
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Era justo en el edificio de enfrente dónde Paul y su esposa María observaban impactados desde su balcón lo que acontecía en lo más alto del edificio delante de ellos.
—Cielo, entra en casa — murmuró Paul casi sin voz a su hija pequeña, quien asomada a la puerta de la terraza obedeció sin chistar.
Su mujer se abrazó a su torso, temblorosa, y el hombre la atrajo hacia él en respuesta.
Desde su posición, Paul veía como sus convecinos también salían a los balcones o se asomaban a sus ventanas, impresionados ante la presencia del desconocido que parecía ser capaz de lo que todos pensaban. La gente a sus pies empezaba a arremolinarse en grupos en la acera bajo el edificio, generando un murmullo de miedo y estupor. Los coches se detenían en la calzada e incluso algunos se habían tomado la libertad de cortar la calle, por suerte una de las menos transitadas en Los Ángeles, como si eso fuera a solucionar o impedir lo que parecía estar por suceder.
Paul se aferró con fuerza y algo de rabia a la barandilla frente a él, incrédulo e impotente, porque no entendía cómo alguien podía hacer aquello, y, sobre todo, qué pudo llevarle a esa situación. Se imaginó a él mismo en cientos de escenarios diferentes, y en ninguno pudo comprender al hombre en la azotea. Intentó empatizar con el desconocido en su mente para poder entenderle, pero no lo logró. No hasta que llegó a pensar en perder a su mujer y su hija, quizá entonces y solo entonces, sí se vería abocado a tan horrible decisión. ¿Sería una situación como esa la que había empujado a ese hombre hasta allí? Si era así, entonces podía entenderle.
Sacudió la cabeza ante esos pensamientos, pues más allá de comprenderle, lo que Paul sentía que debía de hacer era ayudarle en lo que pudiera.
—María, acércame tu teléfono —ordenó a su mujer cuando comprobó que no portaba el suyo en los bolsillos. Su mujer lo hizo en rápidos movimientos y Paul marcó el número de emergencias con dedos temblorosos. Cogió aire un par de veces intentando serenarse.
—Mi hijo también está llamando —dijo su anciana vecina también desde su balcón. Observó que así era, pues su hijo mayor se hallaba al lado de ella, con el móvil pegado a la oreja, hablando sin dejar de moverse frenéticamente. Paul se dio cuenta de que no solo él estaba llamando, muchos de sus vecinos imitaron su gesto al igual que algunas personas a pie de calle.
Muchos otros, cometían la estupidez de grabar tan bizarro momento. La sangre ardió en sus venas en aquel instante ante tan poca vergüenza, pero su pensamiento se detuvo cuando sus ojos dieron con una chica que acababa de doblar la esquina y observaba el espectáculo con el rostro en un rictus pálido, congelada cual estatua.
Su ceño se frunció.
Si la policía, los bomberos o la ambulancia no llegaban cuanto antes, en la calle pronto habría dos cadáveres.
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Vega acababa de llegar a la dirección escrita en el mensaje que su padre le envió y la citaba en esa calle con mucha urgencia sin un por qué.
Cuando lo entendió, aferró su móvil con fuerza en un acto instintivo y se lo llevó al pecho. Un temblor sacudió su cuerpo y la sangre pareció escapar de su ser junto a su alma.
Ese que estaba subido a la azotea, siendo el centro de atención de todas las miradas, era su padre.
Un frío sudor se deslizo por su espalda.
—¡PAPÁ! —gritó Vega. La palabra brotó de su garganta sin que ella así lo hubiera ordenado.
Fue tan solo segundos después, que la figura que todos contemplaban conteniendo el aliento, se precipitó al vacío.
Un golpe seco y un chasquido ensordecedor.
Ahí supo que ese sonido no se le olvidaría jamás.
Junto con el griterío que enseguida le precedió.
Vega también gritó, aunque ni siquiera se dio cuenta de ello. Cayó de rodillas al suelo cuando sus piernas no aguantaron más. El shock ni siquiera le permitió llorar en ese momento, sus sentidos se habían apagado, pues apenas lograba ver con claridad. Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas cuando las náuseas le sobrepasaron.
La gente de su alrededor le observó, gritó y lloró. Muchos huyeron de la escena despavoridos, otros dejaron paso a la ambulancia que justó llegaba, aunque fuese tarde. Y algunos, quienes la escucharon gritar, se aproximaron a ella para ayudarla a levantarse. Pero nadie pudo. Su cuerpo se quedó anclado en el pavimento. Ni pudo ni quiso moverse. Solo algo la hizo despertar del letargo en el que se sumió.
Su móvil, aún pegado a su mano, comenzó a vibrar indicando una llamada entrante. De forma autómata y con el que parecía su último hálito de vida, contestó.
— ¿Es usted la hija de Margareth Brewer? —inquirió la voz de una operadora. Vega respondió de forma afirmativa casi sin voz. —Le llamo del Departamento de Policía de Los Ángeles, lamento tener que informarle de que acabamos de hallar sin vida el cuerpo de su madre en su residencia familiar. Necesitamos saber si tiene información acerca del paradero de su padre, los... los vecinos le señalan como principal sospechoso.
El demoledor agujero que se abrió en su pecho ese día,no volvería a cerrarse jamás.
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