Nochebuena
«Los primeros copos de nieve se dejaban caer sobre las cabezas de los neoyorquinos que salían de la última misa de la tarde de Nochebuena. Henry y Clara, sentados a los pies de las escaleras de la catedral de Saint Patrick, observaban como los viandantes iban apresurados de un lugar a otro, lidiando con las últimas compras navideñas. «Ojalá poder darle algún día unas buenas fiestas al pequeño Charlie, con una montaña de regalos» pensó Clara. La imagen del bebé de ambos jóvenes no había desaparecido de su cabeza en todo el día. Era la razón por la que tanto su pareja como ella se veían obligados a mendigar a las puertas de la iglesia más concurrida en la Quinta Avenida. Su hijo era su principal motivo para seguir luchando después de haber perdido su hogar y su trabajo.
Henry intentaba averiguar con la mirada quién de todos los feligreses sería un buen samaritano y les proporcionaría algo de dinero, mientras que Clara se abrigaba con la roída manta, aferrando sus congelados dedos a la misma.
Un anciano, que acababa de salir de la catedral, se aproximó con lentitud hacia la joven pareja. Estos se sintieron embriagados por su caro perfume y su apariencia elegante y arreglada. Ese anciano tenía aspecto de nadar en riquezas. De forma amable, les ofreció comprarles un par de bocadillos. Clara declinó su oferta con toda la bondad que pudo y le explicó que preferían algo de dinero, pues necesitaban comprar leche para su bebé.
El rostro del que parecía un venerable anciano cambió por completo al escuchar a la muchacha, como si acabase de oír una atrocidad ¿Cómo podían atreverse esos dos desarrapados a traer un hijo al mundo? ¡Pobre criatura! ¡Qué desgracia! Otro pequeño inocente más que sería criado por unos malos padres que probablemente se gasten la limosna en algo de alcohol o droga.
—¿Cómo se os ocurre, insensatos? Que Dios se apiade de vosotros... ¡Esta juventud! ¿Es que no lo pensaste un solo segundo antes de arremangarte la falda, muchacha? —preguntó el anciano con horror.
Henry se quedó completamente mudo tras esas palabras. Entumecido por la sorpresa o por el frío, su cuerpo ni siquiera pudo reaccionar.
El rostro de Clara se contrajo en una mueca de incredulidad, pareciera que le hubieran abofeteado allí mismo. ¿De verdad ese viejo de cara sonriente y amable le había dicho algo así? ¿Pero qué mosca le había picado? ¡Qué poca vergüenza!
—¿¡Cómo se atreve!?—bramó Clara—. ¿Va a misa y reza cada día, pero después no duda un solo segundo en decirnos esas barbaridades? ¿Qué hará ahora? ¿Volver a entrar y confesarse para que Dios le perdone de nuevo y así poder seguir con su vida como si nada pasara? ¡Y encima creerá usted ser un buen cristiano! ¿Y si hubiera tenido dinero para abortar? ¿Le parecería bien o sería de esos que va a las puertas de las clínicas a hostigar a las chicas que acuden porque también va en contra del Señor? ¿Cuál sería la decisión correcta según usted? ¿Eh?
La joven jadeaba tras acabar su furioso y firme discurso. Las mejillas se le habían puesto rojas de rabia y el pecho se le hinchaba a medida que respiraba agitadamente.
—Déjalo, Clara—murmuró su pareja mientras le ponía la mano tras la espalda y la acariciaba con intención de calmarla, aunque él estaba molesto. La sangre le hervía en las venas y la humillación a la que le hombre les había sometido frente a los neoyorquinos que ahora les observaban, le quemaba en el pecho. Aun así, intentaba no mostrarlo. Ese viejo desgraciado... decirles eso delante de todo el mundo. Y luego decían que eran los jóvenes quienes no mostraban respeto. «Más vale calmar a Clara y largarnos de aquí antes de que algunos de estos ricachones se le una» caviló Henry. Se puso en pie y ayudó a su chica a hacer lo mismo, colocándole la vieja manta sobre sus hombros para protegerla del frío—. Ya hemos perdido nuestro hogar y nuestros trabajos, no pienso permitir que pierdas también tu dignidad al rebajarte a su nivel.
El anciano parecía que había recibido una patada en el estómago cuando escuchó a Henry decir eso y el rictus se le tornó rojo por la ira y la vergüenza, sus amigos y veteranos escuchaban tras él como los dos jóvenes le ponían en su sitio.
—Vámonos, nuestro hijo nos espera. A diferencia de algunos, nosotros al menos tenemos una familia con la que pasar estas fechas—dijo la muchacha con suficiencia—. Feliz Navidad.
Los labios de Henry se curvaron en una sonrisa ladina.
—Feliz Navidad, Sr. Scrooge.
Henry le pasó el brazo por los hombros y estrechó a su chica contra él. La carcajada de Clara no se hizo esperar ante la respuesta del padre de su hijo, y algunos de los que habían estado atentos al espectáculo le acompañaron con risas quedas.
Ambos echaron a andar calle abajo dejando a sus espaldas a ese indeseable atragantándose en su propia bilis. No, aquel hombre no merecía ni un minuto de tiempo. Ya habían perdido demasiadas cosas en el último año y no tenían por qué soportar aquello. Ahora solo se tenían ellos tres, su pequeña familia, pero no por ello menos especial. Irían a por su bebé y le darían las gracias a Dora, la mujer sin techo que se había quedado cuidando de él. Y es que bajo los puentes que cruzaban el Hudson había una comunidad de personas sin hogar que eran todo corazón. Ellos eran los recién llegados y la gran mayoría de los que allí residen les dieron un buen recibimiento y una mejor acogida. Así que recogerían al pequeño Charlie, irían todos juntos al comedor social de Queens para la cena especial de Nochebuena, con la que tanto había soñado la anciana Rita, y al volver se calentarían alrededor de las hogueras mientras el viejo Mac cuenta sus batallitas, o la señora Grimshaw y Javier cantan y tocan la destartalada guitarra para que sus vecinos sin hogar bailen y rían durante horas.
Quizá no era una Navidad llena de opulencias ni tampoco la mejor de todas las que hayan vivido, pero nada ni nadie les iba a hacer sentir menos personas ni más despreciables por no tener un techo bajo el que refugiarse, ni mucho menos aquel desagradable anciano. No, ni por todo el oro del mundo. Esa Nochebuena era para ellos.»
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