Granada
El mito griego de Perséfone corto y versionado
—¿Estarás bien, mamá? —preguntó la joven Perséfone volviéndose hacia su madre Démeter. Pues había llegado la hora y el momento. El de abandonarla nuevamente, el de descender. Las semillas de granada la habían atado a ese lugar donde las ánimas residían. Fue esa la única decisión que tomó en su vida. Ni su rapto, ni su vuelta, ni las decisiones entre sus padres y Hades, en nada de eso la involucraron a ella. No la tuvieron en cuenta, nunca. Y aquello que únicamente decidió, le permitió estar al lado de los dos únicos seres que una vez quiso. Su madre y su nuevo y reciente amor. ¿Era posible enamorarse de su captor? Si lo era o no, tampoco fue decisión suya, pero había sucedido. Aprendió que aquello que pasaba por destino no tenía por qué ser precisamente malo. Lo aprendió tras ingerir las seis semillas de granada a voluntad propia. Claro estaba, que ese secreto viviría y moriría con ella, sin desvelarse nunca.
Su madre se enjugó una lágrima y la miró.
—Lo estaré. —afirmó. Los ojos de la joven se detuvieron en una de las flores cercana a la gruta que se abría frente a sus pies nuevamente, pues empezaba a marchitarse. Y a cada lágrima que brotaba de los ojos de Démeter, otra flor se marchitaba, otra hoja se secaba y otra ráfaga de frío se aproximaba.
Perséfone asintió y comenzó a descender por las escaleras de piedra malgastada. Una pequeña sonrisa estiró de sus labios. De todos quienes habían jugado con ella y su destino, ahora tenían que sufrir su abandono y las consecuencias del mismo durante al menos seis meses. Todos, menos ella.
Acarició la granada saliente de los arbustos en la entrada del Tártaro y volvió a sonreír.
Ella había ganado.
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