Escarlata
Cuento existente que leí por Internet hace ya muchos años y que siempre contaba cuando me pedían una historia de terror, del que, por desgracia, desconozco su autoría y proveniencia. Créditos a tan brillante y espeluznante mente. Esta versión, sin embargo, es mía. Disfrutad.
Trigger warning: Terror.
Era noche cerrada en esta escalofriante historia que os quiero contar. El cielo estaba teñido de negro y ni una sola estrella se atrevía a asomar su luz.
Llegué al antiguo hostal no más tarde de las diez. La recepción del lugar era hosca y pequeña. Todos los inmuebles mostraban un deterioro acelerado, como si el tiempo pasase por ellos de forma diferente. La luz era blanca y gélida, dándole a todo un aspecto aún más lúgubre. El enjuto hombre de avanzada edad tras el mostrador me observaba de soslayo, parecía no esperar muchas visitas esa noche.
Todo en aquel lugar me gritaba que yo no era bienvenido, pero incluso así, decidí quedarme. ¡Oh, grave error tomar tan horrible decisión!
Me aproximé al dueño con inconsciente cautela, preguntando por la disponibilidad de alguna habitación en la que resguardarme al menos un par de noches. El viejo gruñó en señal afirmativa y me extendió la llave de la única libre, acompañada de una extraña pero firme advertencia:
—Oiga lo que oiga usted esta noche en la alcoba contigua, no ose perturbar a su huésped.
Su ronca y grave voz cortó el ambiente mientras me dedicaba una impertérrita mirada que me dejó helado.
Dichas palabras no esperaban una respuesta y tampoco tuve valor para dársela.
Con el alma aún encogida, arrastré mi escaso equipaje por las escaleras hasta llegar a la que sería mi estancia. Un escalofrío me recorrió al divisar la puerta a mi izquierda y aparté la mirada, sugestionado por el anciano, como si así me protegiera de aquello que pudiera suceder. Entré a la angosta y polvorienta habitación, la luz tintineó un par de veces antes de encenderse, e incluso así, apenas era suficiente para iluminar la pequeña estancia.
No tardé mucho en disponerlo todo antes de meterme en el camastro, pues el sueño ya me vencía, y cuando así lo hizo, un claro y desgarrador grito rompió el silencio en mitad de la tranquila noche. Mi cuerpo se envaró al momento. La voz, aguda y femenina, atravesó las finas paredes hacia mi y me erizó la piel con cada grito nuevo de dolor que una garganta profería sin cesar. Y a ellos se les unieron fuertes y estremecedores golpes que inundaron mi estancia.
Intrigado y compungido, salí del cuarto con el corazón en un puño, pero recordando las palabras del viejo dueño a mi llegada, no me atreví a llamar. Así que solo pude ser capaz de mirar por el ojo de la cerradura que nos separaba, dispuesto a descubrir lo que fuera que importunaba a la pobre mujer.
El ruido cesó en cuanto mi pupila se posó en el interior de la estancia. La dueña de tan escalofriantes gritos estaba sentada a orillas de su cama. La larga melena azabache me impedía verle el rostro con claridad. Sus manos, blancas y rígidas como el mármol, descansaban en su regazo, aferrándose con fuerza a la tela de su harapiento camisón.
Algo más calmado, volví a mi habitación una vez atisbé que nada malo ocurría en la estancia contigua, convencido de que aquella pobre dama habría sido presa de unos malos sueños que perturbaban su descanso.
La primera noche ocurrió sin más incidencias y la calma inundó el lugar, no sin dejar un extraño sabor en mi boca. Una mala sensación que se agarró a mi pecho sin piedad. Y la segunda noche entendí por qué. Los gritos y los golpes volvieron con más fuerza y de forma agónica, unidos a un desesperado llanto.
Con el vello de punta y un temblor recorriendo mi cuerpo, salí nuevamente de la habitación en busca de respuestas. Repetí la misma operación que la noche anterior y miré a través de la cerradura. Cuál fue mi sorpresa pues, al descubrir que ahora mi vista nada podía atisbar más allá de un rojo sangre que helaba el alma de cualquiera. Comprendí entonces que la mujer, habiendo descubierto mi artimaña, quizá había tapado la cerradura con algún pedazo de papel o de tela de dicho color. El ruido había cesado justo en ese mismo momento, nuevamente igual que la noche anterior. Volví entonces a la seguridad de mi cama, no sin aquella misma sensación anclada a mi pecho.
La mañana llegó sin mucha prisa y al despuntar el alba en el nublado cielo, me levanté y apeé mis cosas, más que dispuesto a dejar atrás aquel extraño y siniestro hostal. Abandoné la estancia no sin antes dar un último y rápido vistazo a la puerta de madera roída que escondía a la mujer y sus misterios, para después bajar por última vez las empinadas escaleras arrastrando de vuelta mi maleta.
La recepción volvía a recibirme de la misma forma que la primera noche, antigua y polvorienta. Ni siquiera la tenue y fría luz de la mañana cambiaba en algo su tétrico aspecto.
Entregué la llave al viejo, que parecía no haberse movido de su sitio en ningún momento durante el transcurso de estos días, como si hubieran clavado sus pies al suelo.
La desazón seguía reconcomiendo mis entrañas después de lo sucedido, así que, dispuesto a ponerle fin a tan inquietante situación, decidí preguntar:
—Quisiera saber, pues, que le sucede a la dama de la estancia junto a la que era mía. ¿Cuál es el mal que le acontece para exclamar con tanto dolor en mitad de la madrugada?— inquirí temeroso.
El anciano me observó un tanto incrédulo, pues parecía no haber deseado nunca el inicio de esa conversación. Entonces suspiró con un profundo pesar y respondió aquello que yo nunca debí preguntar.
—Nadie habita ya esa estancia desde hace años—sentenció el viejo. —No después de que el último huésped decidiese asesinar a su esposa, cuya única característica que destacaba en ella eran sus ojos de un intenso rojo escarlata.
Un escalofrío descendió por mi columna vertebral en ese preciso momento.
El frío heló la sangre en mis venas y el color escapó de mi rostro, nunca volvió a mi después de ese día.
Nada volvió a ser lo mismo después de ese día.
Nunca.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro