Era todo mentira
Cuento distópico
El día se estaba poniendo cada vez más difícil. Desde primera hora de la mañana ya sabíamos que iba a ser complicado, pero no esperábamos algo así.
La líder de la oposición política había convocado una manifestación frente al Capitolio y teníamos orden de proteger a nuestro presidente a toda costa. Al fin y al cabo, ese era mi trabajo.
Las manifestaciones se extendían de costa a costa del país en estos últimos días, pero lo de hoy lo superaba con creces.
Nos habían dado órdenes de obedecer ciegamente a las directrices recibidas por el bien del partido y de la propia ciudadanía.
El apoyo aéreo apareció en cuestión de minutos sobrevolando los cielos, con el fin de controlar a las masas por su propia seguridad. La policía de todos los condados se repartía por cada distrito como una marea dispuesta a terminar con el caos que se respiraba en el ambiente, y la aparición del ejército, yo entre ellos, no hizo más que crispar los ánimos.
Froté mis manos para hacerlas entrar en calor mientras veía como los copos de nieve seguían cayendo con lentitud del blanco cielo. La inmaculada nieve contrastaba su pureza contra el sucio asfalto y las pisadas de los agresivos manifestantes que la ensuciaban con sus botas.
Todavía me preguntaba cómo una imagen podía erizar mi piel, no por su belleza, si no por lo que realmente había tras ella.
Y es que la gente se amontonaba sobre las vallas, gritando enardecida. Ni el temporal ni el frío iban a pararles. La cólera se extendía entre todos ellos y la tensión en el ambiente podía cortarse con un cuchillo. El gentío era impresionante. Miles y miles de personas que agitaban pancartas y lloraban reclamando una libertad que decían haberles sido arrebatada.
Empezaron a insultarnos, a mi y a todo el Servicio de Protección del Estado, el SPE, o "el Espe" como lo llamábamos entre camaradas, y "la Esperanza" como nos llamaban en los estados y países amigos que apoyaban nuestra causa. Éramos una delegación del ejército creada únicamente para llevar a término misiones de rescate en otros estados controlados por la oposición y su dictadura, e incluso para disuadir esta clase de incómodos momentos. Y ahora acordonábamos la zona y establecíamos un perímetro. Todo por su seguridad. Siempre.
Pero no dejaban de gritar que éramos sus esbirros.
¿Qué por qué decían algo así?
Porque creían con firmeza que éramos la peor parte del ser humano. Que el Gobierno actual negaba la existencia de enfermedades que nos asolaban, que discriminaba a todo aquel que no cumplía lo establecido, que tenía el control masivo de las armas y de poder usarlas con impunidad según nuestro color de piel, como si creyésemos en algún tipo de superioridad racial.
La rabia me inundó por completo de un momento a otro, haciéndome apretar los dedos en torno a mi subfusil de asalto hasta perder el color en mis nudillos. Mordí mis labios para contenerme y no responder a los insultos.
Era todo mentira.
Era todo aquello que la oposición había hecho y que ahora nos acusaba a nosotros de hacer. Ellos habían hundido a nuestro país en la más horrible miseria. Habían perseguido, acosado y discriminado a todo aquel que ellos considerasen diferente. Nos habían llevado a la ruina. Eran todo contra lo que habíamos luchado. Aquello que al fin habíamos conseguido erradicar. Eso era lo que ahora ellos llamaban libertad.
Gracias a nuestro líder, todo eso había terminado. Estados Unidos se había convertido en el remanso de paz que debía ser, el que estaba destinado a ser. Ahora sí podías vivir el sueño americano.
Pero, por sorprendente que fuera, aún había gente que quería y creía lo contrario. Personas a las que se le acabaron los privilegios y querían recuperarlos a toda costa. Personas que nos acusaban de hacer lo que ellas hacían.
Era mentira, y también ridículo.
¿Cómo podía la gente pensar que todo eso era cierto? ¿De verdad creían que íbamos a defender a líderes así? ¿Qué íbamos a permitirlo? ¿Qué nos roben? ¿Qué nos discriminen por nuestra raza, nuestro sexo, nuestra orientación sexual o identidad de género? ¿En serio? ¿En qué cabeza cabe?
Todo mentira.
Miré a mi compañero Daryl, con quien siempre patrullaba en binomio, y le vi chasquear la lengua, negando con la cabeza.
—Joder, esto se les está yendo de las manos —murmuró antes de escupir al suelo con desprecio—. Te lo advierto, Frank. Si no hacen algo pronto, lo terminaremos lamentando.
Tensé la mandíbula mientras pasaba mis ojos por todos y cada uno de los manifestantes que se encontraban en primera línea.
—No pienso permitir que arrasen con aquello que tanto nos ha costado conseguir.
Mi compañero asintió con firmeza ante mis palabras. Daryl era mi mejor amigo desde la infancia. Crecimos y vivimos en el mismo barrio. Fuimos al mismo instituto, y cuando acabó, ambos nos alistamos juntos al ejército. Conseguimos las máximas condecoraciones, perdimos amigos, hermanos más bien, por nuestro país. Mi cuerpo entero tenía tantas cicatrices como compañeros había perdido. Entramos y salimos de aquel infierno y, cuando las cosas se pusieron feas por culpa del Nuevo Orden Mundial, nos reclutaron para volcarnos de lleno en liberar a nuestro hogar de las cadenas que lo habían apresado.
Y lo habíamos conseguido. Y ahora pretendían acabar con ello.
—¡Eh! ¡Eh, tú! —gritó en mi dirección una manifestante de raza negra—. ¿Duermes bien por las noches apoyando a unos asesinos? ¡Ese cabrón que tienes a tu lado seguro que se ha cargado a muchos de los nuestros!
—Señorita, por favor, guarde silencio o me veré en la obligación de arrestarla —respondí, aproximándome hacia ella, guardando cierta distancia con cautela—. ¿De verdad cree que apoyaríamos algo así? ¿Qué si estuviera en lo cierto no estaríamos detrás de esa valla?
Sabía que no debía echar más leña al fuego, pero no podía seguir mordiéndome la lengua.
—¡Porque os lavan el cerebro! ¡Os usan cuando quieren y como quieren! —exclamó—. ¡Os reprograman! —. Entrecerré los ojos. Esa palabra hizo que mi piel se erizara causándome una desagradable sensación que duró solo unos segundos. —¡Para eso crearon la Fundación Santa Caterina!
Suspiré hastiado y agaché la cabeza.
La excusa de la Fundación era de esperar. Una de las cantinelas que más repetían, como si por decirlo más seguido fuera a convertirse en verdad.
Os voy a explicar la realidad.
La Fundación Santa Caterina, creada por los grandes inversores de este país, era una organización sin ánimo de lucro avalada por la OMS y la ONU, que acompañaba a nuestra delegación del ejército y ofrecía refugio a todos los rescatados apresados bajo la dictadura de la oposición. Así como nuevas identidades, ayudas médicas y económicas, y un sinfín de necesidades básicas que proporcionaban a esas personas una nueva vida. Además de garantizar la seguridad en cada territorio conquistado.
De nuevo, todo era por el bienestar y seguridad de la ciudadanía. Por un mundo mejor.
Pero se empeñaban en ensuciarlo. En inventar bulos y mentiras, diciendo todo lo contrario.
—¡Espabila, soldado! —gritó la manifestante devolviéndome a la realidad con sus gritos—. ¡Haz algo antes de que te maten a ti también! ¡Porque no dudarán en hacerlo tal y cómo no dudaron con los nuestros! ¡No caigas en sus trucos ni dejes que te reprogramen!
Ahí estaba ese escalofrío nuevamente.
Cogí aire y tragué saliva.
Era todo mentira, otra vez.
Mordí mis labios para evitar reír cuando vi a Daryl contener sus carcajadas.
Eso exaltó a la mujer y a la gente de su alrededor. Nuestra incredulidad les llenó de ira y comenzaron a insultarnos, arremetiendo contra las vallas con fuerza.
Ese sonido, el del choque metálico y los gritos, me sacudió por completo. Mi garganta se secó, estremecido por los alaridos de impotencia.
Sus golpes resonaron cada vez más y más, hasta que, ejerciendo presión en grupo, lograron tumbar dos de las verjas frente a nosotros. La segunda valla metálica cayó sobre mi haciéndome caer al suelo, golpeándome la cabeza con fuerza contra el frío asfalto de la carretera.
Perdí la visión de forma momentánea mientras la muchedumbre avanzaba enfurecida y a toda prisa hacia el Capitolio. Sentí la sangre manar de mi cabeza, manchando la blanca e impoluta nieve. Escuché la voz de Daryl pidiendo refuerzos por radio, pero no pude oír mucho más. Una ráfaga de recuerdos me sobrevino a la mente. Recuerdos que yo no sabía que tenía, que no parecían formar parte de mi.
Bloques de pisos ardiendo de los que podía oler el humo, cuando quemamos aquellas casas en Oregón. Cuerpos de ciudadanos inocentes que estallaban en mil pedazos por culpa de las bombas que enviábamos en nuestro asedio en Atlanta. Me vi a mi mismo escupiendo sangre cuando la metralla me atravesó el estómago, en una imagen lejana y difusa durante nuestra estancia en Siria. Me recuerdo mirándome a un sucio espejo con el rostro lleno de polvo y sangre en nuestro puesto de vigilancia en São Paulo.
Abrí los ojos de par en par y clavé los dedos en la nieve dura y fría.
Mis cicatrices no eran por salvar vidas amigas, sino por erradicar las inocentes.
Me giré como pude, completamente mareado, intentando ponerme en pie sin conseguirlo.
El sonido de los cazas de combate volvió a inundar el cielo. Aquel cielo. Juraría que el real y no el de las visiones en mi mente. Y entonces un fuerte estallido hizo temblar el suelo bajo mis congeladas manos.
Eso sí lo había sentido real.
Giré la cabeza hacia él.
Estaban tirando napalm en las calles.
Un fuerte pitido se instaló en mis oídos con la intención de volverme loco y me llevé las manos a las orejas. El olor a cuerpos descompuestos inundó mis fosas nasales.
Eso era mentira, pero lo olí tan real que mi estómago se contrajo y vomité. La blanca nieve ahora estaba manchada de restos de vómito y de la sangre que no dejaba de brotar de mi cabeza. Me arrastré alejándome como pude del lugar, aunque tan solo fueron unos míseros centímetros.
Vi la imagen de mi mismo ejecutando a aquel pobre periodista en Kandahar y me atravesó el cerebro como si fuera un puñal. Tenía la imagen nítida de mi cuerpo entrando en camilla a la Fundación. La palabra "Reprogramación" sonó en mi mente. Vi calles norteamericanas incendiadas. Vi calles no norteamericanas, incendiadas también.
¿Cuántas vidas había vivido?
Vi a compañeros apaleando a un grupo de jóvenes. Vi a Daryl.
¿Daryl estaba bien?
No pude contestar a esa pregunta mental, porque la imagen de él poniéndole la rodilla en el cuello a ese pobre chico afroamericano hasta asfixiarlo, me sobrecogió por completo y sacudió mi cabeza. Sus risas erizaron mi piel. Se divertía con aquello. Lo disfrutaba.
No, Daryl no podía ser así, ese no era mi mejor amigo de la infancia.
¿Era acaso mi mejor amigo de la infancia?
Abrí los ojos sin saber cuándo los había cerrado. La manifestante que nos había increpado se acercó a mi junto a una anciana cuando vieron en mis pupilas el terror. El horror de alguien que parece ver el mismo infierno frente a él. Intentaron ayudarme, pero no pudieron.
El eco de una ráfaga de disparos provenientes de un subfusil invadió el lugar. El cuerpo de ambas cayó al suelo. El de ellas y el de muchos más.
—Daryl...—murmuré—. ¿Qué hemos hecho...?
Su figura apareció borrosa en mi campo de visión hasta que logré vislumbrarla del todo cuando hincó una rodilla a mi lado.
—Joder, Frank... ¿Otra vez? —inquirió con una sonrisa de suficiencia—. No deberías haber visto eso. Nunca aprenderás —sentenció con el cinismo tiñendo su voz. Ese cabronazo que decía ser mi amigo ahora mismo derrochaba superioridad por cada poro de su piel. Se puso en pie y me propinó una patada en el estómago.
—Hijo de puta —gruñí.
Miró al resto de compañeros que seguían llegando y disparando contra los manifestantes, respaldados por la ayuda aérea, y después a mi con una amplia y cínica sonrisa.
—Llevadlo a Reprogramación.
Los soldados tiraron a rastras de mi cuerpo, dejando surcos en la nieve del camino. La manifestante se removió en el suelo, herida, estirando su mano hacia a mi.
Lágrimas de rabia descendieron por mis mejillas y alargué mi mano hacia ella, aun sabiendo que jamás podría salvarla.
Y lo último que vi, fue a Daryl descerrajándole un tiro en la cabeza, antes de romper a carcajadas.
Era todo mentira.
Fue eso lo último que pensé, antes de que me borrasen de nuevo.
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