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El Paraíso


«Aquel bareto de mala muerte olía a tabaco, sudor y aceite de freidora que nunca había sido cambiado ni tenía pensamiento de serlo en un futuro. El Paraíso, que a pesar de tener nombre de puticlub no lo era, siempre había sido un tugurio de mierda, pero estaba al lado del campus y era el lugar perfecto para que la mayoría de los estudiantes se reunieran y jugaran a los dardos o al billar, como excusa para ponerse hasta el culo de cerveza y demás tipos de alcohol con el que terminar en coma o con una úlcera estomacal, y si no ya se encargaría la hierba que fumaban en los baños de atrofiarles el cerebro. El caso era joderse algún órgano, el que fuera.

Savannah dio un vistazo al bar con algo de asco mientras ignoraba las miradas de los babosos amontonados en la barra, esa clase de tíos que con solo mirarlos ya podías saber a qué olía su habitación. Le dio un manotazo a su rubia y larga melena y se sentó. Para algo bonito y natural que tenía, había que lucirlo, porque el resto era todo plástico. Mascando chicle de forma exagerada, dejó el bolso de Louis Vuitton en la silla de al lado, y no tardó un segundo en impregnarse de la mierda pegajosa que se había apoderado de los asientos desde hacía ya años. No se sabía dónde empezaba la silla y terminaba la mugre.

—No entiendo por qué hemos venido a este antro —masculló con su pijo y falso acento, a pesar de que la muy fanfarrona se había criado en el pueblo más paleto de Kentucky. Hizo una pompa con el chicle y la explotó interrumpiendo a su amiga.

—Porque ella tampoco estaría en un lugar como este. Además, compartimos residencia, no podemos ir a mi habitación —respondió Pauline alzando la voz para hacerse escuchar entre el escándalo habitual que ya era la banda sonora del local.

Savannah enarcó sus finas y depiladas cejas y la miró escéptica. Observó durante unos momentos el atuendo de su amiga. Por Dios, si su familia estaba forrada ¿por qué coño vestía así? ¿Dónde había encontrado esa chaqueta? ¿En el armario de un mendigo? Parecía que se hubiera peleado con uno dentro de un contenedor.

—Bien, espero que tengas algo pensado para esa zorra. No se puede marchar de rositas—añadió—. Se ha acostado con mi novio, y pienso hacérselo pagar. Le voy a hacer tragar todo el champú con el que debería lavarse ese pelo grasiento que tiene.

Los rumores habían invadido toda la universidad, no los del pelo grasiento de Vanessa, si no los de que esta se había llevado por delante a todo chico de la facultad, pero más concretamente, al novio de Savannah. Le importaba una mierda si esto era cierto o no, ella lo sabía. Todo el mundo no podía estar equivocado. Justo el día en el que Collin no había podido quedar con ella, se decía que se había pasado por la habitación de Vanessa, como llevaba haciendo desde hacía meses a sus espaldas, y no precisamente para buscar apuntes. No, Savannah no lo podía dejar pasar así como así. Tenía que vengarse.

Pero su mejor amiga Pauline no parecía tenerlo del todo claro.



La mano derecha de Vanessa, Van para sus amigos, se aferró con fuerza al asa de la gran jarra de cerveza medio vacía. No podía creer que esas dos rubias huecas estuvieran aquí. Ni tampoco que no se hubieran dado cuenta de que las estaba escuchando perfectamente, pues estaba sentada dos mesas a la derecha en diagonal. Si es que eran idiotas. ¿Qué ella tampoco estaría en un lugar como este? ¡Pero si esta era prácticamente su casa! Se pasaba aquí cada jodida tarde, con una jarra de cerveza en una mano, una cesta de patatas fritas rancias en la otra y el ordenador portátil frente a ella. No sabía cómo ni por qué, pero El Paraíso le ofrecía el remanso de paz que necesitaba para pasar sus apuntes y a veces incluso lograr desconectar. Con el suelo pegajoso, la luz en penumbra, los jóvenes sudando hormonas por cada poro y los no tan jóvenes yendo ciegos y arrastrándose a las afueras del bar para engancharse a puñetazos, Vanessa se sentía como en casa.

Recordó por qué había abandonado Tenesse y se fue hasta el rincón más perdido de Georgia, como si se hubiera ido hasta el culo del mundo, para poder ir a la universidad más cercana a Atlanta. «Irás a la misma universidad a la que fueron tus hermanos» pensó ridiculizando la voz de su padre en su cabeza. Y gracias a tan inteligente decisión, ahora tenía que soportar a esas dos mononeuronales orquestando una venganza por algo que ni siquiera había hecho. La habían tomado con ella extendiendo rumores de todo tipo. A estas alturas, gran parte del campus ya la tenía por una enfermedad venérea con patas por culpa de esas dos harpías.

Pobre Savannah, si supiera que su amiguita Pauline no es más que una zorra con piel de cordero...

Sus ojos se abrieron de par en par.

—Eso es —susurró con la mirada perdida en la pantalla del ordenador. Abrió el Whatsapp Web y entró en su chat con Collin, a quien únicamente conocía por compartir la clase de Economía avanzada. Era la razón por la cual tenía su número, porque el muy imbécil a veces le pedía sus apuntes. Tecleó a toda prisa y una sonrisa se grabó en su cara. Estaría aquí en cuestión de minutos. Se sintió como una víbora y eso le hizo inmensamente feliz.

—¿Otra rubia, guapa? —preguntó la camarera que siempre se le insinuaba. Vanessa sabía que, si quería, podía irse al baño con ella y divertirse con solo chasquear los dedos en lugar de estar perdiendo el tiempo en devolvérsela a esas dos. Pero iba a merecer la pena.

—No, gracias —respondió con la más encantadora de sus sonrisas y le guiñó un ojo—. Por ahora tengo suficiente con aquellas dos.

Su sonrisa se ensanchó, el espectáculo final estaba a punto de comenzar.



El pobre Collin no tenía ni puta idea de que estaba a punto de meterse en la boca del lobo. Cuando cruzó el umbral de la puerta de aquel infernal lugar buscó rápidamente con la mirada dónde narices debían encontrarse Pauline y Savannah. Casi vomitó cuando las vio sentadas en una de las mesas. Se acercó a toda prisa esquivando borrachos como si fueran zombies en un videojuego y se quedó estático cuando llegó a la altura de ambas, jadeando por el esfuerzo. El muy capullo había ido corriendo hasta el bar con tal de impedir lo que creía que estaba sucediendo, pensando que ya sería tarde.

—¿Por qué cojones se lo has dicho? —exclamó mirando a Pauline.

—¿Decirme qué? —inquirió la rubia, la primera, su novia. Por ahora.

—Vanessa me ha dicho que le estabas contado lo nuestro ¡Joder Paul, fue un puto error! ¿Por qué has tenido que contárselo? —añadió antes de volverse hacia Savannah—. Mi amor, te juro que lo que pasó con Pauline fue una equivocación, te quiero a ti, de verdad.

Las escasas neuronas de Savannah empezaron a cortocircuitar en ese momento. Su cerebro fue suplantado por un mono que entrechocaba dos platillos.

—¿¡Qué Vanessa te ha dicho qué!? —exclamó Pauline con su chirriante voz de pito.

Una carcajada se oyó cerca de ellos y los tres dirigieron sus huecas cabezas hacia la dueña de la risa. Van estaba de pie al lado de su mesa, agarrándose el estómago como si así no fuera a ahogarse en sus carcajadas. Cerró su portátil, apuró su cerveza y dejó un billete de diez dólares sobre la mesa, que su camarera favorita no dudó en recoger.

—¿Qué está pasando? —susurró Savannah casi sin voz.

Vanessa metió el portátil en su mochila y se la echó al hombro antes de pasar por la mesa que había pasado a ser el foco de atención de todas las miradas. Los dardos habían dejado de volar, el griterío había disminuido considerablemente y hasta a los borrachos se les había pasado el pedo durante unos segundos.

—Despierta de una vez, Barbie ¿Aún no hay cirugías estéticas para tener más cerebro? —dijo con suficiencia—. Es tu mejor amiga la que se está cepillando a tu Ken —confesó antes de reanudar su camino. Se volvió hacia la camarera cuando llegó a la puerta del local. —Tu turno termina a las ocho ¿Verdad? —inquirió. La camera asintió con una sonrisa ladeada. —Te recojo entonces —sentenció guiñándole un ojo y devolviéndole la sonrisa—. ¡Que os jodan, pringados! —exclamó feliz enseñándoles el dedo de en medio—. Y, por cierto, Savannah... Ten cuidado al salir por la puerta y agacha la cabeza, no vayas a darte con los cuernos en el marco.

Cerró la puerta del tugurio a sus espaldas, como si estuviera tirando el micro después de haber lanzado su mejor rima en una batalla de gallos, dejando al trío hipócrita con un pasmo de narices. Escuchó como la gente del bar estallaba en vítores y carcajadas y eso le hizo esbozar la más grande y triunfal de sus sonrisas.

El Paraíso era su casa, su territorio. Es y ha sido su refugio durante sus años de mierda y nadie iría allí a ensuciarle ni su cueva ni su nombre. Había ganado la batalla, y ahora también la guerra.»

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