
Mañana de diciembre.
Veinte veces había dado la vuelta el sol, partiendo de duodécimo mes y su vigésimo quinto día.
La mañana en Italia estaba esplendida en la inmensidad del cielo, el mismo que Mei contemplaba desde la terraza con taza de café en mano. Hacía frío para los mortales, pero para la hija de Rusia era apenas un frescor que le permitía tener el simple vestido encima.
—Buongiorno, Vanimelda.
El saludo llegó suave desde la espala de la muchacha, quien apenas y giró el rostro para acompañar con la sonrisa su respuesta.
—Buongiorno, Tajima.
Aun en el saludo impersonal no existía falta de respeto, más bien confianza ganada con los momentos de convivencia en los que Mei se acercó al jefe italiano en afectividad paterna, y él, de buen agrado le era recíproco.
—¿Madara todavía duerme?
Ella rompió el contacto visual, mientras Tajima ocupaba lugar en el asiento junto a ella. Si bien no existía vergüenza en responder, aún le parecía algo extraño el que él supiera de lo que sea que pasaba entre Madara y ella. Aunque lo más raro de todo fuese el hecho de que no osaba decirle nada a Viktor; pero lo agradecía.
—Sí. No he querido despertarle, al final es su cumpleaños.
El caballero encendió su característico cigarrillo y acompañó con una sonrisa la confesión de la muchacha. Desde dos años atrás, cuando observó a Madara dejarse guiar por la mano de Mei en Rusia, supo que el amor por heredad les había alcanzado a ambos jóvenes y aquello le ponía muy feliz.
Demasiados recuerdos de él y Viktor en esas circunstancias, tanto que le era imposible no alegrarse de que su primogénito disfrutara de la plenitud junto a la hija del amor de su vida. Y eso le llevaba a lo otro; ser cómplice silencioso de ambos. Calmar a Viktor cada que Madara decidía de un momento a otro, subirse a jet y aterrizar en San Petersburgo. Así como convencer al jefe Terumi de dar permiso a su hija de volar a Italia en distintas festividades.
Aún si aquello significaba mentir…
—Anoche marcó tu padre. Cerca de la media noche para desearte feliz navidad.
Y aunque estaba mal mentirle al amor de su vida, tenía que admitir que era demasiado divertido… Igual que molestar a Mei y a Madara con comentarios traviesos. En este caso, ver a la pelirroja tensarse con lo que acababa de decir, valía toda la pena del mundo.
—¿En serio? ¿Qué le dijiste?
El susto era justificado, pues a la hora de la llamada, Mei y Madara ya le habían puesto seguro a la puerta, y aunque estaba mal suponer, lo lógico era imaginarse que los dos estaban celebrando muy de cerca.
—Que tú y Madara estaban desenvolviendo sus regalos.
La muchacha abrió la boca sin emitir sonido, igual que Viktor cada que Tajima decía un comentario que podía interpretarse de más de una forma. La consecuente risa del caballero le confundió aún más, por tanto, Tajima se apresuró resolverle la duda.
—Le dije que bebieron suficiente de vino y que te habías ido a dormir.
Ella arrugó la frente con inconformidad por la respuesta. No era lo que esperaba como “salida” de parte de Tajima, menos porque ahora tendría que responder por sus actos de todas formas, ya que aún no cumplía la mayoría de edad y Viktor era histérico con que abusara de la bebida.
—Sabes que va a tirarme el discurso sobre el alcohol y sus riesgos ¿no? —pronunció, irónica.
—Es mejor a que te encierre en Rusia y te hable de embarazos.
Mei se carcajeó, y el tintineo de su risa contenía bastante del humor de Viktor. Tajima también rió, pero por motivos diferentes. Recordar a Viktor con el reflejo que era Mei, se sentía muy bien, más estando lejos en fechas especiales. Hundido en esos pensamientos, regresó a la realidad cuando el suspiro de la pelirroja le llegó al pabellón auditivo.
Prestando atención al tono del desfogue y a la forma en que se había acomodado en el asiento, Tajima pudo leer algo de resignación en el acto. Le incordió con la mirada, a lo que ella respondió escondiendo la cara entre sus mechones rojos.
—Me gusta mucho tu hijo, Tajima… En serio me gusta.
Detrás de una confesión que parecía sencilla, si se tomaba en cuenta que Mei y Madara dormían juntos cada que podían, se escondía algo profundo que la muchacha no podía articular. De la misma forma en que Tajima cayó en cuenta de lo que sentía por Viktor, pero que no sabía cómo plasmarlo en palabras.
Una forma de confesar el amor.
Y aunque Tajima sabía que Madara pensaba igual, no era él el adecuado para decírselo a Mei. Así que lo único que podía hacer era estirar la mano y acariciarle el cabello, recibiendo de ella una sonrisa sincera y ese brillo en los ojos verdes que mataba al mismo invierno. Y él, experto en eliminar las brumas emotivas con humor rancio, no lo dejó pasar.
—No se lo vayas a decir a Viktor, al menos hasta que cumplas los dieciocho. Ya sabes cómo se pone.
Mei le sonrió de vuelta, poniendo mueca de hastío y dándole la razón al italiano; Viktor era histérico, y decirle que estaba enamorada de Madara, aunque ya lo sospechase, era una sentencia al menos de diciembre a mayo.
—Lo peor es que se pone intenso y luego dice que es mi culpa.
Tajima resopló, dándole peso al argumento y dramatizando con un exagerado movimiento de la mano.
—¡Siempre me he quejado de lo mismo! Uno solo pone una idea, pero no controla las circunstancias. Y al final te pone como el villano, cuando en realidad eres la víctima de los sucesos.
—Y cuando le pides disculpas, dramatiza. —Sentenció Mei, con el índice acusatorio.
—¡¡Todo el tiempo!! Quiere que le pidas perdón solo para decirte “Te lo dije”, en ese tono ruso sarcástico. —Hasta la colilla del cigarrillo fue tirada a la basura con deje trágico.
—¡Oh, sí, lo detesto!
—¡Que se relaje un poco!
—¡Y que le dé más el sol, quizá eso le falta, se le congeló el cerebro!
—¡Y el humor!
La charla terminó en carcajadas conjuntas y un choque de tazas de café a modo de brindis.
Sí, la navidad se sentía hermosa, aun en la distancia. Pues el trozo de alma que Viktor había colocado en su unigénita, le daba ese color singular al día.
—Te quiero, Tajima.
—Y yo a ti, Vanimelda.
Fin.
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