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Epílogo

Este epílogo transcurre aproximadamente un mes después de los sucesos del capítulo 36.

Todo lo que bien empieza, bien acaba, ¿no es así?

Supongo que ya todos conocerán la historia de mi hermano, Eneas, el dios del éxito, que es tan, pero tan bueno en su trabajo que puede permitirse un descuido de vez en cuando y disfrutar de las cosas de la vida. El que incluso a pesar de ser un riesgo para los humanos es correspondido por ellos. 

Yo no necesito presentación, soy Eros, y puedes tranquilamente fingir que te sonreí al decir eso.

Pero, claro, esto no es sobre mí, nada es sobre mí, aunque no parezca. La gente siempre piensa que con mis muchos mitos y novelas debería estar contento, que saben más de mí que de ningún otro olímpico porque hasta mi cumpleaños es una gran celebración a día de hoy. Aparezco en anuncios, tarjetas, camisetas, películas y un montón de baratijas más, cualquiera en mi posición se sentiría feliz.

Ahí está la cosa, querido lector, yo no puedo ser feliz. Nunca. Digamos que… a las fuerzas divinas les pareció demasiado hacerme carismático, admirable y para colmo feliz. 

Igual no hay nada que un par de pastillitas no puedan sanar.

Reí ante el pensamiento, dejando escapar de mis labios un poco de vodka que cayó por mi barbilla y mi tonificado abdomen haciéndome cosquillas.

—¿Seguro que no quieres meterte en el agua, Zach? —preguntó Cassandra mientras se ponía protector en las piernas, buenas piernas a decir verdad, detrás de ella las luces de su aura se movían grises como el humo—. Está súper tranquila.

—Quizás luego, el sol y yo no somos particularmente amigos. —De solo imaginarme a Apolo rozarme la piel me daban ganas de arrancármela.

Recogí mis piernas y me abracé las rodillas. Yumiko la llamó a los gritos para advertirle que su novio iba a venir para cargarla igual que mi hermano lo hacía con ella, y se largó corriendo para esquivarlo por unos segundos más. Las risas llenaron el aire, éramos los únicos en la playa, posiblemente en el universo.

Eneas se adentró en el mar con su chica, una nube de rojos y rosas los rodeaba. Las emociones de Eneas superponiéndose a las siempre caóticas de la gótica, que nunca se quedaban quietas. Era como una lámpara de lava gigante. Verla me causaba mareos.

Tomé un poco más de mi botella.

Clickeé mi lengua contra mi paladar un par de veces, la sensación me hacía cosquillas por dentro.

Bendito sea el que descubrió el éxtasis, espero hayas tenido una vida corta y próspera.

Brindé contra el aire carcajeándome, la verdad que era una cosa bárbara. Debería dedicarme a ser comediante en al menos una de mis vidas. Seguramente el Comité encontraría la forma de adueñarse de mi idea y hacerla tediosa, pero hey, al menos me pagarían por decir estas estupideces.

Haría mucho dinero también, una vez que se enteraran de que cada uno de mis shows terminaría con una orgía “espontánea”.

El público se llenaría de colores, sus auras poderosas ahogándome con la realidad de que nunca podría experimentar un nivel de éxtasis tan extremo.

Comencé a amargarme. Inspiré por la nariz y giré mi cuello para hacerlo sonar. Me dolía hasta la mandíbula de lo apretados que tenía los dientes.

Maldita sea. Ojalá pudiera tomar todo eso y…

Exhalé.

Pensamientos buenos.

Pensamientos buenos.

Pensamientos buenos, Eros.

Sensaciones positivas.

Vamos, en algo tienes que pensar.

Que sea bueno.

Otra vez.

Ahora mis músculos se relajaron, era un muñeco de goma. Tenía que surfear la ola, tenía que ganarle al exterior. O quizás a mi interior.

Si seguía ese camino terminaría teniendo un viaje espantoso y sería más difícil poner buena cara, que era para lo que se suponía que me había comprado esa mierda en un primer lugar. Para poder fingir que quería estar ahí porque me habían invitado, y porque no tenía un mejor lugar en el que estar. 

Mi vida era un constante hacer algo por los demás.

Miré mi teléfono que descansaba apagado sobre la toalla a mi lado, pero rápidamente aparté la mirada para seguir a un cangrejo que se estaba robando una colilla de cigarrillo para hacer quién sabe qué. El crustáceo caminó hasta detrás del edificio que tenía a mis espaldas y desapareció detrás de la derruida pared. 

Eneas había hecho un trabajo decente con su mural. El arte siempre se le dio bien, quizás porque era un espíritu libre y esa era la única forma en la que se permitía gritar sus ideas al universo. Mientras admiraba su última obra pensé en la cantidad de veces que había alertado a la policía para que lo detuviera. Era injusto que él pudiera crear cosas que otros se pararían a admirar.

Que pudiera expresarse.

Que pudiera ser.

Tomé otro trago de vodka con la esperanza de que hiciera más tolerable la imagen del “ángel” de alas negras que me sonreía victorioso con sus ojos resplandecientes debajo de sus negros cabellos. Sabía que debajo de las sombras que lo ocultaban, su rostro era como el mío, un reflejo casi perfecto que nunca debió haber existido. 

Las lágrimas que me cubrían las mejillas no eran mías. Tenían que ser suyas. Pero eran blancas.

Se suponía que seríamos miserables juntos.

Los cuatro regresaron a secarse, conversando de algo en lo que yo no estaba implicado, riendo tan fuerte que podía ver el sonido rebotar en las paredes de mi mente. Fingí estar dormido, pero sabía lo que estaba pasando: Parker se había sacudido como perro en lugar de usar una toalla como una persona normal, a Cassandra le había parecido tierno, a Yumiko le había causado gracia y Eneas le dijo que era un bobo, aunque lo que quería era comerle la boca. Seguramente se había quedado prendado unos segundos mirando las gotas de agua salada que cubrían el cuerpo del español antes de que hiciera su pequeña actuación. Creyó que nadie se había dado cuenta, pero el único que no lo hacía era…

Alguien me lanzó una toalla húmeda encima para que abriera los ojos.

—Necesitamos un réferi para un partido de vóley. —Eneas se estiró sobre las cosas para recuperarla y se la echó sobre los hombros antes de ir con su amigo a dibujar la cancha en el suelo unos metros más cerca de la orilla.

—Confío en que serás imparcial —comentó la chica de cabello bicolor, el mar se había tragado una gran parte del verde.

Quería vomitar.

—Claro. —Sonreí arrodillándome sobre la manta, puse una mano sobre la pelota y dejé que todo mi peso se recargara en ella—. Definan los equipos, yo los alcanzaré después de beber un poco de agua.

Disimulé un eructo lo mejor que pude. El ácido me quemaba el pecho. 

Cuando las chicas se fueron me doblé en dos y, jadeando, abrí la congeladora que parecía estar a kilómetros de distancia. Los hielos eran pedazos de vidrio que se encajaban en la piel de mi mano. El agua una tortura que apagó el ardor, pero acrecentó mis mareos.

Me dí la vuelta y dejé salir todo en un hueco en la arena que apenas me había dado tiempo de hacer. Entre arcada y arcada el aire llegaba a mis pulmones a dejar dolorosas punzadas. Los párpados me dolían de tanto apretarlos, los ojos me ardían debajo de ellos.

Un temblor me recorrió y sabía que estaba a punto de terminar.

Estoy bien.

Estoy bien. 

Estoy vivo.

Traté de concentrarme en un punto en el espacio que me permitiera tranquilizar los acelerados latidos de mi corazón.

—¡Zachary! —gritó una chica. 

—¡Vamos, Zach, te estamos esperando! —llamó un chico.

¿Qué estaba haciendo? ¿Dónde estaba? ¿Quiénes eran? ¿Me hablaban a mí?

Una pelota blanca golpeó a mi lado y recordé la respuesta a todas esas preguntas. Me limpié la baba con una mano. Me dolía moverme.

—¡Voy! ¡Voy! 

Saqué un paquetito de cocaína de mis shorts de baño y lo volqué en mi boca mientras caminaba con paso ligero hacia el grupo de mi hermano y sus amigos.

—¡Uff! Tanta playa ya me dio hambre —dijo Parker haciendo girar la pelota entre sus manos, el rojo de sus mejillas no tenía nada que ver con la falta que le hacía la loción. Su aura era del mismo color.

—¿Ya te cansaste de perder? —bromeó Eneas pasando un brazo por sobre sus hombros, guiándolo hacia donde estaban nuestras cosas.

El chico se escapó de su abrazo y le sacó la lengua.

—Solo ganaron un partido más que nosotros, y eso fue porque Caz se distrajo con una concha marina una vez.

—¡Hey! —Se quejó la aludida.

—No culpes a Cassandra por tu mala puntería. —La gótica defendió a su amiga tras acomodarse los lentes de sol con un dedo. No tenía idea de cuándo había tenido tiempo para comenzar a mascar chicle, pero el olor a uva que salía de su boca me revolvía el estómago.

Me terminé lo que quedaba del agua embotellada mientras que las chicas sacaban unas últimas fotos y los chicos recogían las mantas. Sus movimientos aún me parecían en cámara lenta. Un eco.

Llevé la sombrilla hasta el auto y la até al techo. Hubiera sido más fácil si lo hubiera hecho volando. Quería volar, las alas me hacían cosquillas contra la piel.

¿Por qué mis manos saben a sal si no me metí al agua?

—Vamos a ir a Take the Cake —Eneas estaba a mi lado, me miró a los ojos, los suyos brillaban. Eran como pequeños remolinos que te absorbían en su loop interminable—. ¿Quieres?

Parpadeé varias veces en un esfuerzo por concentrarme.

—No tengo ganas de comer ahora, creo que caminaré un rato —Me quité el pulgar de entre los dientes y fijé la vista en las olas detrás de él.

“¿Qué tomaste? ¿Cuándo?”  Preguntó dentro de mi cabeza. Las palabras daban vueltas, se desarmaban y las letras cambiaban de lugar para volver a formarse.

Me encogí de hombros con una sonrisa. Resopló negando con la cabeza.

—¿Estás seguro de que no quieres que te lleve al muelle siquiera? —Retomó un tono de voz normal, probablemente para que sus buenas intenciones le quedaran claras a todo el grupo.

—Nah, vayan ustedes. —Dí un paso para rodearlo y le palmeé la espalda.

Entré al auto a buscar mi bucket hat que Yumiko había robado para no quemarse con el sol y me despedí del resto excusándome con que tenía otros planes y otro grupo de amigos pasaría por mí al rato. Palpé mis bolsillos para asegurarme de que no había olvidado ni mi teléfono ni mis llaves, cerré la puerta e hice un saludo militar a modo de broma antes de girarme hacia la orilla.

La arena allí se sentía como una alfombra que de seguro tendría una abuela. Rugosa y suave al mismo tiempo. Me perdí un rato en el camino que dejaban mis pies en ella, charquitos pequeños llenaban cada huella.

Estaba solo y solo quedaba seguir adelante.

Los efectos de la cocaína desaparecerían pronto y me parecería una estupidez haber arrastrado mis alas por ahí. 

Comencé a tararear una canción que no conocía, o no quería conocer. La escuchaba a lo lejos, bajita y distorsionada. Levanté la cabeza y ví luces. Me detuve.

¿Cuánto había caminado? ¿No me había despedido del grupo un par de minutos atrás?

Saqué mi celular para ver la hora. Creí que no prendía porque le había entrado algo de la playa, pero luego recordé que llevaba todo el día apagado. Así que lo volví a guardar.

La arena bajo mis pies cedió, casi parecía que se los estaba comiendo. El mar me acarició los tobillos y las plumas de las puntas de las alas. Estaba helada. O quizás solo fría. 

Alguien normal la sentiría fría.

Batí las alas sin intención de moverme, el viento arrastró el agua más atrás y me despeinó el cabello que sobresalía de debajo del gorro. Tenía la piel de gallina. Tranquilamente podía ser una gallina.

“Tanto poder y tan poco uso para él.” 

Espanté las palabras de mi hermano como si fueran moscas. Podían serlo. Las veía flotar a mi alrededor, cerré los ojos con fuerza para hacer que se fueran, pero solo conseguí crear manchas de colores.

Grité. No podía escapar de ellas. Necesitaba que se fueran.

Un rato después me ardía el pecho, y no tuve mejor idea que tomarme lo último que traía encima. Ni siquiera recordaba qué era, pero la píldora se atascó en mi garganta durante unos segundos en los que no conseguí la saliva suficiente para hacerla bajar. Era recién media tarde.

Seguí caminando. Esperando una reacción. Algo.

Llegué a la zona de la playa donde estaba todo el mundo. Era verano y el día estaba precioso, lleno de colores. Saludé a un par de personas, ignorando con una sonrisa sus invitaciones para jugar algún juego o sentarme a charlar en la arena y subí a los muelles donde estaba la feria.

De pronto tenía mucha hambre.

Me compré un algodón de azúcar, el tipo sonreía, pero su aura era de un marrón asqueroso. No lo culpaba, yo también odiaría mi vida si me obligaran a usar camisa y pantalones largos con ese calor. Bueno, yo también odiaba mi vida y estaba prácticamente desnudo. Por suerte lo suyo tenía solución y era una muy conveniente porque no sabía dónde estaba mi billetera.

Lo pinché sonriéndole también y probé un poco del dulce antes de mancharme las manos. No quise ponerme a trabajar demasiado, había gente en la fila, y uno solo tenía unas tantas cosas que decirle a un empleado que no conocía de nada y que posiblemente despedirían antes de que terminara el verano. Sus sentimientos eran gomosos, densos, estaban fuertemente arraigados a su persona. Claramente no era un hombre feliz.

Percibí los destellos de un divorcio entre ellos, así que intenté reemplazarlos con un poco de esperanza para que se pusiera manos a la obra en encontrar a alguien que llenara ese vacío. Quizás una compañera de trabajo bastaría por ahora. Unos metros por detrás de él podía notar a la operaria de la rueda de la fortuna a quien tampoco le vendría mal una distracción.

Caminé hacia la señora y me apoyé sobre su máquina con los brazos cruzados. 

—Por favor, no llenes mi equipo de trabajo de… Ay, Zachary, si eres tú. —Me reconoció desde debajo de su gorra y cambió su tono a uno más ameno, aunque había estado a punto de gritar. No me gustaba que me griten—. Hace mucho tiempo que no te veía por aquí.

Leí el cartel en su uniforme.

—Juliana, Juliana, Juliana —canturreé moviendo mi algodón de arriba a abajo—. El verano recién empieza, ya me verás más seguido, verás que para cuando termine te hartarás de mí.

—Imposible que alguien se canse de tí, Zach, eres tan buen muchacho…

Reí con vergüenza.

—Oh no digas esas cosas que me ruborizo. —La corté y le dí un mordisco a mi comida—. Hablando de eso, no voltees ahora, pero Liam, el chico de los dulces lleva un buen rato mirándote. ¿Aún sigues libre o volviste con Juanjo? 

—Ugh, ni me lo menciones a ese… ese… 

Su aura se ensombreció de morado y yo la necesitaba rosa, así que utilicé otro de mis alfileres con ella. Escuchar sus problemas amorosos haría que me doliera la cabeza, solo quería echarme una siesta en uno de los carritos de la vuelta al mundo. Los humanos vivían demasiado a flor de piel sus vínculos, estos los quemaban desde adentro.

—Deberías darle una oportunidad entonces, ¿no te parece? —Batí mis pestañas y la dejé con sus nuevos pensamientos mientras caminaba hacia el interior del juego.

Me recosté en el asiento de la izquierda, permiténdome apoyar los pies en el de la derecha, ya había visto demasiado el mar. Terminé el algodón de azúcar mientras el mundo se movía muy lento, pero se mecía rápido.

Debajo la gente seguía con sus vidas, ajena, como siempre, al peso que podía ejercer sobre ellos.

Me pareció ver a Lía y Marcus jugando a uno de esos juegos de lanzar aros para conseguir un peluche. Su noviazgo terminaría al llegar el otoño, no podían perder ni un segundo. Él estudiaría en el exterior y ella se quedaría aquí para competir, un vínculo como el suyo no estaba destinado a durar. Se suponía que conocerse debería ser un aprendizaje para ambos.

Eran tan distintos que no debería haber existido, y de algún modo lo hacía.

Suspiré.

Aparté los ojos del paisaje que pronto volvería a repetirse y pensé en encender el teléfono por fin para avisarle a Eneas dónde estaba, para volver juntos. Observé mi reflejo en la pantalla negra.

“Siempre el pegamento, nunca el esposo, ¿no?”

Su voz era una plaga.

No prendí el teléfono.

Bajé de la atracción cuando ya estaba empezando a marearme. No había podido dormir. Solo pensar.

Llevaba medio año pensando. 

En los caramelos. 

En el Comité.

En la tarea que me asignaron. 

En lo que vendría ahora.

En qué tomar para dejar de pensar.

Las maderas del muelle se sentían pegajosas debajo de mis pies a medida que me adentraba en la zona de comidas. Los distintos aromas de los restaurantes hacían difícil el mantener una expresión relajada. No debería haber comido nada.

El olor de mi hermano se mezclaba con el de la cafetería, no me costó encontrarlos a él y sus amigos en una de las mesas que se veían desde el exterior. Apoyé mis manos en el vidrio de la puerta, abriéndome al agradable frío del aire acondicionado. Una de las mozas se acercó a mí y con una sonrisa tan ensayada como la mía me recitó sus promociones y especiales, pero sus palabras parecían rebotar en mis oídos.

Solo podía concentrarme en las risas que venían desde la mesa, la charla sobre la universidad y los arreglos para el verano que estaba por comenzar.

Tantos colores que había en ellos. Tantas oportunidades. Hicieron que viera los metros que nos separaban como kilómetros.

—Perdón, yo… yo me confundí de lugar. —Le dije a la moza confundida caminando hacia atrás muy despacio. El pecho me dolía, disimuladamente me lo froté con una mano—. Muchas gracias. Perdón.

Mantuve la entereza suficiente para llegar a un cesto de basura y vomité, sosteniéndome a él como si mi vida dependiera de ello. Cuando acabé, miré a mis nudillos blancos y mis dedos rojos como si ellos tuvieran una respuesta que darme. Me senté en un banco de metal que había al costado, sabía que había gente mirándome.

Siempre había alguien mirándome.

Pero no levanté la cabeza hasta que sentí que el mundo dejaría de girar cuando lo hiciera. Me concentré en mi respiración y en lo que tenía que hacer. 

Algunas personas seguramente pensarían que era triste que mi único plan para los siguientes días fuera llamar a mi dealer para que me consiguiera algo bueno. Algo que me mantuviera en pie cuando debía estarlo y me permitiera desmoronarme en privado. Algo que me ayudara a dormir sin escuchar…

Cuando el tono del teléfono se cortó y una voz masculina me saludó, la sentí sacudirse en mi interior. Esperó unos segundos antes de insistir en mi respuesta. Lo hizo un par de veces, maldijo y cortó la comunicación aludiendo que estaba muy ocupado para perder el tiempo.

Pasado un rato me quité el aparato de la oreja y tragué saliva.

Abrí el chat con aquel número que no me había molestado en agendar, pero que estaba lleno de mensajes. Había algunos de esa mañana también. No iba a leerlos, sabía de memoria lo que decían.

Yo: Cuenten conmigo.

El sol estaba por ponerse, los grupos de humanos se estaban renovando. Ese horario era perfecto para su llegada. Sus sombras se presentaron ante mí, ocultando los pocos rayos que quedaban.

Lo primero que ví fueron sus botas, pesadas, negras y bien amarradas con cordones rojos. Ambos pares iguales. Imponentes. Jeans negros bien ajustados y camisetas sin mangas del mismo color con mensajes anarquistas de bandas de rock que ya no existían, que revelaban un millar de cicatrices que nunca desaparecerían. Por último, los lentes oscuros que habían dejado resbalar por su nariz solo lo necesario.

Creí ver cuernos en sus sombras, pero parpadeé y se fueron.

Apoyé mis manos en las rodillas para evitar tomar las suyas.

—Es de mala educación no saludar a la familia, Eros. —La sonrisa socarrona que me dedicó mi hermano mayor hizo que el pulso se me acelerara. 

—En especial cuando te están haciendo un favor. —Añadió su gemelo imitándolo.

Nunca era bueno verlos sonreír. 

Los colores a su alrededor indicaban peligro.

Quizás me equivoqué.

—Descuida, tomaste una decisión muy inteligente, hermanito —Me aseguró Fobos que debió notar mis dudas y se sentó a mi derecha.

—Ya verás que este acuerdo te beneficiará más a tí que a todos nosotros —dijo Deimos a mi izquierda, apoyándose en mi hombro y dándome un escalofrío.

Se miraron por sobre mi cabeza, Fobos se pasó la lengua por los dientes como hacían los leones y Deimos movió la nariz, disfrutando de aspirar mi inquietud. No tenía que verlos para saberlo.

—Bienvenido a la Revolución —corearon, rompiendo sus lentes y depositando sus pedazos en mi regazo.

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