
3
Mientras que de Eros existen millones de mitos, de mi historia solo existe un libro, alabado por la literatura internacional pero que no fallaba en hacerme quedar como un irresponsable enamorado. Me habían degradado a la categoría de semidiós y, como siempre, era mi hermano el que llegaba a hacerme entrar en razón, llevándose todas las flores de los lectores con solo un par de páginas a su nombre. Si tan solo Virgilio se hubiera encontrado en mi camino y no en el suyo, quizás hubiera algo rescatable entre todas esas líneas que los profesores resaltan casi con seguridad histórica en sus clases todos los años.
Lo que había visto en los ojos de Dido no era amor, sino potencial. Sabía muy bien que su reino no estaba preparado para prosperar luego de su caída, que el caos se desataría en las calles junto a su último aliento, pero me creí con el poder suficiente de desafiar al destino escrito por el Olimpo. Ciego a las emociones y con la mente fija en la meta, no fui capaz de notar como ella cedía cada vez más su ambicioso futuro por uno simple a mi lado. No podía soportar haber sido la causa de tremenda injusticia y me marché para obedecer los deseos de aquellos que jamás me habían favorecido, como un tonto, pensando que en algún momento, si conseguía realizar la misión que me habían encargado con más éxito del esperado, se me reconocería tanto como a mi hermano, que lo único que hacía era ir de aquí para allá tonteando con los habitantes del viejo mundo.
—Para la próxima semana quiero que escriban una entrada de diario con lo que creen que Eneas sintió al enterarse de la muerte de su amada. —La profesora de lengua, una mujer escuálida y rubia que ya en sus cuarentas tenía arrugas como para que le hagan un descuento en el supermercado, se acomodó los lentes que se habían resbalado hasta la punta de su nariz y chasqueó la lengua apoyando las manos en mi escritorio—. Espero un trabajo excelente de su parte, señor Forelsket, ya que piensa que mi clase es la hora de la siesta. —Frunció los labios—. Tuve la dicha de darle lección a su hermano el año pasado, ¿sabe?
—¿Ah, si? —murmuré jugueteando con mi septum. Habiéndola oído hablar maravillas de Zachary un millón de veces desde que había entrado a su salón en septiembre, ya podía adivinar lo que iba a decirme.
—Un muchachito excelente, muy aplicado, con un talento natural para la poesía y las baladas románticas. No le vendría mal solicitar que lo ayude con esta tarea, sus últimas entregas han sido, como mínimo, deprimentes.
—No veo qué relación posible podría tener el romanticismo con la muerte, especialmente un suicidio, es una situación muy trágica que no debería tomarse a la ligera. Eneas perdió a una mujer, Cartago a una reina. —Crucé los brazos sobre mi pecho y me recliné hacia atrás en la silla, observándola con ojos caídos. Con la repetición de esta asignatura a través del tiempo, ya me había acostumbrado a hablar de mí mismo en tercera persona y de forma impersonal, como un personaje ficticio que es la sombra de un pasado lejano—. Además, usted siempre dice que lo que importa es entregar algo fiel a la consigna, nunca habló de las emociones que debería transmitirle nuestra prosa, ese es su problema.
—¿Me está usted faltando el respeto, señor Forelsket? —cuestionó—. Su lengua inquieta le costará tres amonestaciones, deme su boletín.
Suspiré y me tomé todo el tiempo del mundo para abrir mi mochila y sacar de ella la arrugada cartulina azul, con el único objetivo de hacerla rabiar aún más. No era de esas personas que se dicen pacientes, lo que hacía más entretenido para mí ver su expresión mientras estaba parada en el medio del salón con la mano extendida como una estatua. Arrugó la nariz observando que casi no tenía ya lugar donde escribir en la planilla que estaba preparada simplemente para unas veinte anotaciones. Con estas yo ya cumplía las diecinueve, casi un cartón lleno. La mujer terminó de firmar y me alcanzó su lapicera para que yo hiciera lo mismo.
—Un placer hacer negocios con usted, profesora. —Sonreí escuchando la campana sonar, iniciando el cambio de clases.
A pesar de la clase de literatura, los lunes eran mis días favoritos, porque Parker tenía entrenamiento de básquet y no tenía que quedarme con él. Era cuando tenía mi única tarde totalmente libre entre semana y podía hacer lo que más me gustaba: Bajar a la parte abandonada de la playa para pintar en las paredes de los edificios semi-demolidos. Nadie solía pasar por allí desde que habían inaugurado la feria que estaba al otro lado de los muelles, hasta los drogadictos locales se habían aburrido de la zona luego de que la policía comenzara a hacer redadas sorpresa, que casi siempre acababan con más de uno de ellos congelándose en una celda que había en la comisaría durante un par de horas. Era el lugar perfecto para alguien como yo que buscaba un respiro de la vida en sociedad.
Había comenzado con un gran proyecto al inicio del invierno que esperaba poder terminar para cuando los primeros brotes florecieran, pero cada vez veía más lejos conseguirlo. La pintura en aerosol había recibido un fuerte aumento a principios del mes, un impuesto que tenía la intención de que los jóvenes dejaran de vandalizar las casas de verano de los ricos, arruinándolas con trazos vulgares que reducían su valor en el mercado, y era difícil seguir incluyéndola en mi presupuesto si quería seguir teniendo comida caliente sobre la mesa al llegar a casa. No veía la hora de terminar la secundaria para encontrar un trabajo que me permitiera ganar lo suficiente como para hacer lo que yo deseara con mi dinero.
Cuando vivimos en los setentas Eros insistió muchas veces en que pusiera mi arte en venta, pero sabía que sólo era bueno para dibujar en la paredes, a escondidas de la ley, en lugares donde solo yo podía apreciarlo. Lo prohibido del asunto era lo que alimentaba mi inspiración, los secretos tenían un sabor dulce que te volvía adicto a guardarlos, y yo siempre había tenido muchos.
Hice una pequeña montaña de arena y aplané la parte superior con la suela de mis zapatillas para usarla a modo de banco. Solía tomarme algunos minutos antes de empezar para observar el mar. Las olas rompiendo contra las rocas, estallando en una confusión espumosa a un ritmo que los latidos de mi corazón disfrutaban imitar, me llenaban con una paz difícil de describir en palabras. La playa estaba más sucia que de costumbre, cada semana había más latas vacías de bebida energizante esparcidas por todos lados. Ninguna me pertenecía así que no veía motivos para ensuciarme las manos, arriesgándome a contraer alguna enfermedad, para levantarlas, a menos que el agua pudiera alcanzarlas.
Tenía un respeto superior por el océano y la vida marina. Poseidón había sido de los pocos dioses superiores en valorar mi trabajo, como mínimo quería devolverle lo mismo. Así que cuando podía dedicaba algunos minutos a escanear la orilla y eliminar cualquier cosa, por más pequeña que fuera, que pudiera ser un inconveniente para él. Lealtad, algo que quienes habían confiado en mi hermano jamás experimentarían.
Puse la mochila entre mis piernas y rebusqué entre las cosas que había traído hasta dar con la lata de pintura dorada. Comencé a batirla con rapidez mientras sostenía la tapa con el dedo índice para que no saliera volando, necesitaba aprovechar hasta la última gota que contuviera. Me levanté, sin dejar de mover mi mano izquierda, y mordí mi labio inferior, jugueteando con las argollas que lo atravesaban, en un esfuerzo por concentrarme en localizar el punto exacto donde tenía que aplicarla. Quería conseguir un efecto místico repasando las ya negras líneas de las figuras, como si entre toda su oscuridad expulsaran luz.
—Escuché que volviste a meterte en problemas en la escuela hoy —soltó Eros recostandose en el marco de la puerta del baño para poder hablarme mientras me duchaba, el único momento en el que me era imposible alejarme de su insoportable voz—, y por lo que veo no te fue mucho mejor después. —Añadió haciendo referencia a la ropa que me había quitado, repleta de manchas de pintura, arena e hilos sueltos. Había enganchado mi campera en unos metales que sobresalían de la parte de abajo del muelle mientras corría de la policía.
—Parece que mi manera de hacer las cosas tampoco es bien vista aquí.
—Phoenix no puede seguir actuando como si la vida le diera igual, Eneas. Llegará el momento en el que alguien querrá hablar con nuestros padres, ¿y entonces qué les diremos? —Detestaba cuando se creía con el poder moral para intentar reprenderme por mis acciones, como si las suyas fueran menos llamativas.
—Que están de viaje, como a todo el mundo —Cerré la llave y sacudí la cabeza como si fuera un perro para quitar un poco del agua de mi cabello—. De todas formas, dudo que suceda, en casi cinco años no se han preguntado ni una sola vez como sobreviven dos adolescentes cuyos padres siempre están en cualquier lado menos en su casa, veo muy improbable que quieran agregarse trámites quedando tan poco para terminar las clases. —Envolví una toalla alrededor de mi cintura y caminé hacia el interior de nuestra habitación, dejando un rastro de huellas mojadas que desaparecían en la alfombra.
No podíamos permitirnos el lujo de tener una pareja de padres humanos cada vez que reencarnábamos, nuestras vidas podían llegar a durar muy poco tiempo, dejándolos devastados. En su lugar, teníamos a Hermes, que se encargaba de cuidarnos en los periodos en los que aún no teníamos la capacidad de valernos por nosotros mismos y luego pasaba cada cierto tiempo a dejarnos un poco de dinero, enviarnos mensajes del Olimpo y llevar cuentas de nuestro trabajo. Era un viejo chismoso al que le fascinaba que lo tuvieran en mente para una tarea de tanto prestigio, lo hacía sentirse importante aunque realmente no lo era.
—Deberías tener más cuidado.
—Dice el que se encierra cada recreo en el baño con alguien nuevo, mejor ocúpate de que tus amiguitos no te peguen herpes, yo puedo con mis cosas —respondí pasándome la barra de desodorante por las axilas—. Si me disculpas, a menos que también te ponga el incesto, quiero poder cambiarme en paz.
—Tú siempre tan agradable, hermanito. —Sonrió con sarcasmo, saliendo del cuarto, esquivando por pocos milímetros la toalla que acababa de lanzarle.
Tomé un cigarrillo de mi mesa de luz y lo prendí mientras trataba de decidir cuál de mis remeras de entrecasa estaba lista para un segundo, o quizás decimoquinto, uso. Acerqué una a mi nariz y casi me ahogo por el olor, la otra no estaba mucho mejor, tenía que poner a lavar la ropa. Devolví ambos trapos a su esquina del suelo y abrí uno de los cajones de Eros. Su ropa siempre estaba cubierta por una apestosa colonia barata de esas que te ofrecen para probar ni bien pones un pie en el shopping. Más allá de eso, nuestros estilos no eran muy distintos. Ninguno de los dos estaba seguro de cómo se suponía que vestían las personas en esta época, así que sólo nos llevábamos de los anaqueles las cosas que hubiéramos visto repetirse más alrededor de la tienda. Una estrategia vaga, pero que siempre funcionaba.
—¿Eso es mío? —preguntó señalándome con la cuchilla que tenía entre manos al verme pasar por la cocina en busca de un vaso de agua. Él estaba cortando zanahorias para una ensalada tan pequeña que supuse que no compartiría conmigo.
—Ya no. —Acto seguido, apagué la ceniza entre el cabello de un personaje de animé que estaba impreso sobre la tela dejando una pequeña marca circular. Tal vez era algo muy general decir que yo conseguía mi ropa en la tienda.
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