Capítulo 9
Era de noche y el Cielo se quejaba con atronadores relámpagos. El micro yacía en un garaje y Wolfango en su cama, apabullado por el sueño, y Olaya estaba a su lado. Abigail también dormía en su cuna. La única persona sin deseos de pegar los ojos era Olaya, que libraba una encarnizada lucha emocional que la tenía contra las cuerdas. Sobre ella gravitaban las inseguridades y cada noche se enfrentaba a sus malos pensamientos con valentía; pero el resultado era el mismo. La derrota se vaticinaba antes de entrar a la arena.
Luego de muchas cavilaciones, la mujer no pudo más y cedió al bostezo, porque su cita con la almohada era impostergable. Cerró los ojos y tocó la puerta de su mundo onírico; pero iban a tardar en abrir, ya que el insomnio trabajaba esa noche. Los ronquidos molestos de Wolfango estaban dispuestos a arruinar su reposo. A la hora de dormir, empezó el bullicio provocado por su esposo; pero, para Olaya, menos ruido no significaba mejor descanso.
Al día siguiente, Wolfango salió temprano de casa, a pesar del clima inestable que la mañana proponía. El hombre debía trabajar, aunque aquel semblante alterado por el mal genio dijera lo contrario. Él se quedaría en casa esperando que la plata cayera de arriba, pero sus deudas lo arrastrarían hasta la puerta, que el deber custodiaba. La imagen de don Basilio vagaba por su cabeza y aunque este conociera la salida, no se iba nunca. Wolfango tenía que ajustarse el cinturón. Sin embargo, era complicado ser austero para alguien que tenía la billetera abierta.
En casa, Olaya se despabiló y abandonó la cama, donde el sueño había llegado con retraso. La mujer hizo té para ella y leche para su hija, con el dinero ganado: ya no tenía para la comida. Había bullicio dentro y su retoño le dibujaba una sonrisa en su rostro, Todo transcurría como de costumbre, pero ella sentía que algo no estaba bien y la respuesta se le escapaba como un insecto escurridizo. Ella era consciente de que las provisiones escaseaban y el hambre acechaba. Ya no tenía cara para fiarse más abarrotes, quería evitarse un rostro ceñudo o un regaño, porque las palabras disuasorias se le habían acabado.
Debía hacerlo por su hija.
La mujer se bañó, se puso ropa nueva, se peinó y salió con Abigail rumbo a la tienda a fiarse lo necesario para cocinar. Olaya iba con su hija, pero era como si Wolfango también la acompañara, porque cuando se trataba de dinero él estaba presente. Ir a la tienda con las manos vacías solo era algo aceptable para aquel hombre. Muchos clientes llevaban su billetera y ella era la única que iba con las manos vacías. Olaya no llevaba plata, pero tenía muchas palabras.
Después de mucho ruego, rayando la humillación, el corazón rocoso de la señora de la tienda se ablandó.
Olaya volvió sobre sus pasos y regresó por el mismo camino. Pero antes de llegar a la puerta, chocó accidentalmente con un hombre que se veía hostigado por la prisa. Debido al susto, Olaya soltó el medio kilo de pollo al piso, aunque ambos no tenían deseos de conocerse. Aquel hombre robusto y de gafas, era alguien que siempre salía a la misma hora a trabajar con su vehículo.
—¡Oh! Lo lamento mucho —dijo el hombre apenado—. Fue mi culpa, estaba apurado.
—Ay, no te preocupes —respondió Olaya tratando de mitigar la vergüenza con una mueca.
El silencio se apoderó de la situación y Olaya quiso hablar, pero sus palabras se replegaron. El hombre se adjudicó la culpa. Por consiguiente, sacó su hinchada billetera, contó su dinero y sustrajo de esa cueva unos cuantos billetes. Aquel desliz guio su mano y los billetes escogidos se despidieron de su dueño.
—Toma esto, para remediar el daño que provoqué —dijo el hombre guardando la billetera.
—Descuide, puedo lavar el pollo. No hay problema.
—Acéptalo, fue mi culpa. Si quieres puedes pagarlo después.
—Hum, está bien… En cuanto tenga se lo pagaré.
—No hay prisa, aunque yo si tengo.
—Espere, ¿usted no es...?
—Me llamo Efrén y vivo por aquí cerca.
—Ah, ya, es la primera vez que lo veo.
—Debe ser porque salgo muy temprano o no coincidimos —dijo con tono desinhibido.
—Creo que sí —replicó con una sonrisa.
—Que tengas un bonito día.
—Gracias.
Olaya regresó a casa, pero olvidó lo que tenía que hacer en su cocina. Se preguntaba por qué su amiga le había dicho una vez que su esposo era poco agraciado, cuando era todo lo contrario: era muy atractivo. En cambio, Olaya le decía que Wolfango era un adonis, pero su amiga tenía una opinión diferente.
La mujer intentó olvidar ese asunto anteponiendo malos recuerdos, donde su esposo jugaba un papel importante.
Wolfango llegó a mediodía y se sentó en la mesa, pero la comida no estaba ahí. La cabeza de Olaya estaba en otra parte y la barriga del rey de la casa pagó las consecuencias. El esposo enojado tiró los cubiertos y se fue al baño con celular en mano, porque sin aquel aparato no era lo mismo. Olaya lo ignoraba sin miedo a represalia. En ese momento quería mantenerse al margen de ese hombre irascible.
Wolfango se duchó en un santiamén, se puso la ropa que Olaya lavó y salió de casa, como si estuviera huyendo de alguien. El hombre no dejó un gesto afectuoso, pero dejó ropa que lavar. A Olaya le sorprendía cómo su marido sacaba ropa sucia de donde había ropa limpia.
La ausencia de su esposo en casa iba a marcar su jornada. Ella no reía. En cambio, Wolfango podía soltar carcajadas en el momento más serio. Olaya no lo sabía, pero cuando ella estaba melancólica, él estaba con una emoción diferente, más festiva. Así pues, la comida nunca llegó a la mesa y los comensales tampoco. El refrigerador se entristeció, pero la bebé Abigail estaba feliz con sus juguetes, viviendo en un hogar azaroso.
Entretanto, Wolfango no quería descansar en su casa y tampoco quería ser amedrentado por el trabajo, porque tenía otro compromiso con una sibarita llamada Lorena. Al hombre, el trabajo duro no lo dejaba ir, pero podía oír el llamado del regocijo. Era un hombre corruptible si lo dejaban cinco minutos solo.
—¿A dónde quiere ir a comer mi flaca? —preguntó Wolfango bastante condescendiente.
—Hoy quiero ir a comer al Boquerón Famélico.
—¿Ahí? Pero es un poco caro —Wolfango se asustó.
—Oye, nuestro amor vale mucho más que un platillo en un restaurante lujjoso —La mujer cruzó las piernas.
Wolfango movió la caja de cambios y aceleró. Ambos fueron a comer a dicho restaurante de preeminencia, aunque la billetera del hombre estaba en desacuerdo. El lujurioso estaba hambriento, pero sabía que hasta su estómago era piadoso con su bolsillo. Wolfango intentó por todos los medios no parecer un hombre sin dinero.
Al finalizar la velada, Wolfango vio la cuenta y su billetera se estremeció. Pero si no hacía un sacrificio no podría ir con Lorena a su cuarto y su libido pagaría los platos rotos. La noche era joven para ir a casa, pensó Wolfango. No podía dejar a una mujer sensual sola entre cuatro paredes. Por ende, la noche de lujuria y alcohol se prolongó hasta muy tarde.
En casa, Olaya se hartó de esperar a su amado y se alistó junto a su bebé para salir a pasear. El encierro no era una buena compañera. De ese modo, no había forma de que la alegría pudiera entrar, ni por una rendija.
Olaya y su hija salieron y coincidieron con Tanya y su bebé, que salían a la calle con el mismo propósito. Ella vio a Olaya con su bebé en su coche y se acercó. La madre de Abigail la vio y la saludó con una sonrisa que la invitaba a sonreír. Ambas acordaron ir al mismo lugar.
Olaya y Tanya llegaron a una plazuela, a dos manzanas de su casa, y se sentaron junto a sus hijas. Había niños inquietos jugando con una pelota y adultos retozones actuando como niños. Olaya vio esa alegría contagiante y sintió envidia. Ver a una pareja de acaramelados en una banqueta fue difícil de asimilar para su corazón. Ella no entendía porque no podía hacer lo mismo con su esposo. Pero de nada servía que Wolfango estuviera presente, si el amor estaba en otro lugar.
Al poco rato, la plazuela quedó desolada. En un pestañeo todos desaparecieron del lugar. El cambio brusco de temperatura alejó cualquier rastro de permanencia. El viento bramó y los árboles rugieron. La gente en situación de calle buscaba la manera de huir del azote del mal clima. Uno en particular, tenía un perro que cobijaba con su ropa hecha jirones: era un indigente con el corazón de oro.
Las mujeres abandonaron la plazuela cuando sintieron el irrespeto del viento, que hablaba de forma altisonante. Con todo el bacanal del mundo, Olaya podía escuchar los gritos de sus recuerdos, que eran los pregoneros de su corazón.
Olaya volvió a su domicilio y dejó a Abigail en su cuna, que silabeaba sin cesar. De inmediato, oyó el golpeteo inusual de la puerta. La mujer pensó que no podía ser otro que don Basilio, con un Winchester en la boca. Pero a las diez de la noche, la avaricia trajo nuevamente al chamarilero. En la cara de Olaya, el hombre podía ver una respuesta tajante. Aquel hombre tenía una sonrisa que mostrar, pero esta nunca salió.
A las diez y cuarto, Wolfango llegó beodo a casa y con intenciones de lanzarse a su cama, cual si fuera una piscina. Y su garganta pedía algo fuerte para paliar su borrachería, porque el juicio lo había dejado en una botella. Cuando tomaba, era un majareta, un loco que hablaba alto y tiraba las cosas, ya que la insensatez se lo ordenaba. En la puerta, el borracho vio un instante a Olaya conversando con el sujeto, pero luego entró, dejando la puerta entreabierta.
Olaya cerró la conversación con el chamarilero y también cerró la puerta. Vio a su esposo a punto de dormir, desparramado en el colchón, y pasó de largo de aquel rostro amargado y grasiento. La mujer puso a su bebé soñolienta en la cuna y luego caminó hacia el baño.
—¿De qué hablabas con ese mamarracho? —preguntó Wolfango en tono desenfadado.
—Ah, es que venía por cosas inservibles. Le dije que no tenía.
—¿Qué cosas va a llevar? —dijo con los ojos cerrados—. Ah, tal vez quería llevarte a ti.
—Oye, no me trates así.
Wolfango se durmió con la respuesta en la boca. Se notaba el peso de la embriaguez y su enojo se sofocó antes de encenderse.
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