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Capítulo 21

Por la mañana, Abigail cerró la puerta de su casa y caminó rumbo al colegio. En su mochila, llevaba todo lo necesario, en especial, el reloj de bolsillo de su madre que había encontrado en el dormitorio de sus abuelos. Era pequeño, pero valía más que todo lo que llevaba y lo que no llevaba. De pronto sintió el saludo brusco del viento que bramaba y quería cebarse con su cabello lacio. Hace solo unos segundos de haber sucedido, ya no recordaba el beso de despedida de su abuela, algo atípico en ella. Pero le sorprendió más que su abuela estuviera en su puerta, como queriendo entrar cuando ella iba a salir. Abigail se separó de sus conjeturas y siguió su camino.  

Caminando distraída, Abigail vio a Tania cruzando la calzada con mucha rapidez, producto de sus ganas de miccionar. Abigail pensó que ella iba al colegio solo para entrar al baño. Ella aprovechó el poco tiempo para mofarse de su amiga angustiada. Aunque tenía prisa, Abigail tenía algo que contar, algo que no podía estar más tiempo en su cabeza. Pero podría levantar ampollas. El chisme se veía mejor fuera que dentro de su boca.  

—Debo orinar... —dijo Tania con incomodidad—. Debí entrar a tu baño—. Tania cruzó las piernas.   

—Aguanta un poco, que ahorita llegamos al cole —dijo Abigail guardando su teléfono.   

—No voy a aguantar... Me voy a enfermar.   

—Cambiando de tema, mi abuela ha estado muy rara últimamente...   

—No creo que llegue seca al colegio, Abigail.   

—Como si quisiera decirme algo, pero no se atreve. Parece que ahora es aficionada a la lectura de periódicos. 

—¡Voy a mojar mis bragas y todo lo demás!   

—Ah, también conocí a un chico en el Gakusei.   

—¿Un chico? Cuéntame.   

Sonó el timbre en el colegio y las chicas aún no estaban en el módulo. Aquel sonido estruendoso produjo una gran agitación: alumnos arremolinados yendo a sus cursos, como caballos relinchando y descontrolados por entrar a tiempo. La calma se había ido a poco de establecerse. Un ruido era capaz de sembrar miedo y confusión. Los profesores se dirigían a sus aulas, pero Abigail y Tania apenas vislumbraron la puerta de entrada a punto de cerrarse. La puntualidad no era bien recibida en el colegio.   

A poco de llegar a la puerta enrejada del colegio, Tania se adelantó porque tenía una cita con el retrete. Y una vez que su amiga entró, el portero tenía bien claro que debía cerrar la puerta después de las ocho. El panorama no le ofrecía otra opción a Abigail. En el peor de los casos, solo podía entrar un alumno más y ella estaba segura de que iba a entrar. Pero, en dirección hacia a ella, venía Ximena corriendo como una gacela, luego de percatarse de la presencia de otra alumna que quería arrebatarle su lugar.   

Abigail se dio cuenta y aceleró el paso, luchando contra el viento y el deseo de llegar antes que ella. Cuando vio que Ximena estaba muy cerca de la puerta, corrió sin importarle nada, pero Ximena terminó llegando primero. La citada atravesó la puerta y miró a Abigail con aire de vanidad. Luego, se dirigió al curso contoneando las caderas.   

Antes de que el portero dijera una palabra, Abigail se escabulló por la rendija, que el hombre había inaugurado, y corrió por la entrada rumbo al curso. Giró a la derecha y siguió corriendo, pero Ximena fue la última en entrar al aula. Abigail ya no pudo ingresar después de que la puerta se cerró.  

La muchacha ingresó al segundo período, al igual que su cordura. La profesora de ciencias sociales avanzó un tema y luego les pidió un nuevo texto, cuyo precio parecía cobrar relevancia, más que el nombre de la editorial o la portada que ofrecía. Sí era grande y pesado, los alumnos ya no querían escuchar de precios astrónomos. 

—Abi, no creo que mi madre me lo compre —susurró Tania frustrada.   

—¿Por qué no? —preguntó Abigail con una chupeta en la boca. 

Tania suspiró con aire de tristeza. 

—Desde que mi mamá se divorció de mi papá, no ha vuelto a prestarme atención. 

—Si tu madre no puede, yo te puedo prestar plata para el texto. 

—Ay, no, cuesta mucho. 

—No te preocupes por eso.   

—¿Y dónde tienes tanta plata? 

—Tengo algunos ahorros. 

Una vez que las clases terminaron, Tania se despidió de Abigail con un beso y acordaron llamarse más tarde. Después, Tania caminó por la acera y por la sombra que había debajo del cobertizo y del toldo. Cruzó la calzada y el ruido del embotellamiento fue apabullante y ensordecedor. Sacó su celular porque el aburrimiento vagaba por el lugar donde transitaba.   

Una manzana más adelante, su celular vibró y, en consecuencia, se le cayó una moneda que rebotó en su calzado. Cuando se agachó para levantarlo vio a un chico cayendo en el lugar de la moneda. Reinó la vergüenza que había encontrado a Emerson.  

—Lo siento mucho. Esta es la manera de presentarme —dijo Emerson aguantándose el dolor prolongado en los codos.   

Tania se rio y se olvidó de los cincuenta centavos.   

—Disculpa, creo que te conozco —dijo Emerson reponiéndose del descalabro.   

—¿Me conoces? ¿De dónde? —preguntó Tania pensativa.   

—Te vi en alguna parte, pero no recuerdo...   

—¿Del colegio?   

—Sí, te vi en el colegio —dijo Emerson sonriente, rascándose la nuca.  

Tania vio al chico con detenimiento y, luego de unos segundos, encontró algo atractivo en él. No todos los días veía a un alumno guapo. Además, ya le estaba aburriendo decir que no tenía novio. Pero debía ir con indiferencia por la senda del amor. Su madre se lo había dicho incontables veces.   

Al mediodía, Abigail llegó a la casa sin mucho ánimo para saludar a nadie, tampoco al reloj de cuco. Había salido con dinero y había vuelto sin él: debía reabastecerse. Si el dinero se iba cuando la diversión estaba en su punto álgido, surgían las inseguridades. La plata del último cumpleaños se había ido en el peor momento para una estudiante con hormonas en pleno carnaval. Era hora de mentir para conseguir dinero de sus abuelos. Abigail recordó que la familia guardaba dinero en una caja de madera en el dormitorio, donde yacía un hombre sin sombrero. El sombrero lo extrañaba a él, más que él al sombrero.   

Antes de entrar al dormitorio, Abigail oyó los murmullos de su abuela, que hablaba por teléfono. Seguramente con la camarera o la cocinera del restaurante. En la sala apenas oyó algo coherente, por lo que su curiosidad la exhortó a acercar el oído. Lo que escuchó no fue algo para alegrarse. La otra persona le decía que algunos clientes se iban del restaurante sin pagar. En consecuencia, el dinero, que no tenía la culpa, era el más afectado. Abigail tenía un dilema que turbó sus pensamientos. Había pedruscos en su camino hacia el dinero que, hasta hace poco, estaba despejado.   

«Piensa, Abigail, no puedes hacerlo o no tienes el valor para hacerlo», se dijo y se dirigió al cuarto.  

Abigail abrió la puerta despacio y con lo que le quedaba de cautela. Un ruido fuerte y Renán podía salir abruptamente de su estado de reposo. Se acercó a la caja de madera del ropero. Para su desgracia, este se hallaba con un gran candado: un descubrimiento que echaba por tierra lo planeado. Ya de nada servía aliarse con el silencio para no hacer ruido. Pero le sorprendió la calma de su abuelo ante los nuevos ruidos que hacía sin querer. Renán solía despertarse con solo pestañear.   

La joven se acercó al anciano, carente de movilidad y luciendo un rostro semejante a una máscara pálida. Algo no estaba bien en ese catre. Su abuelo necesitaba que lo reconociera. Por un momento pensó que estaba a las puertas de la muerte, pero un gruñido aplastó sus sospechas. El silencio fue fúnebre después de aquello. Fue entonces cuando Abigail pensó que su abuelo había muerto. No estaba lejos de la verdad. Aquel gruñido fue lo último que dejó Renán y ella lo oyó fuerte y claro. Aquel cuerpo inerte sembró el pánico en la adolescente.   

Abigail, pasmada, retrocedió temerosa hacia la puerta de salida. No todos los días veía a un muerto muy de cerca. Así que dejó la puerta entreabierta y fue al comedor por el pasillo de azulejo, sombrío por la calamidad. No sabía cómo se lo diría a su abuela. Sabina debía saberlo, pero con solo estar presente se daría cuenta del olor fétido de la Muerte. La noticia le tocaba su puerta.   

Entretanto, Sabina tenía, entre sus manos gelatinosas, el periódico luego de haber entrado a hurtadillas en la alcoba de Abigail. Por fin lo tenía entre sus manos y su nieta no estaba cerca. Ahora podía despedazar aquella verdad que le punzaba el pecho. Se lo debía a su corazón, azotado por el miedo de ver a su nieta destrozada.  

En ese instante, Abigail buscó a su abuela y la encontró de ida al baño. Tenía el rostro dichoso, incongruente con la situación que la casa vivía. Sabina no pudo soslayar la expresión de desconcierto de su nieta.   

—Abuela... —dijo Abigail con evidente tristeza.   

—¿Qué pasa, hija? ¿Por qué tienes esa cara? 

—Mi abuelo ha muerto.   

Sabina soltó el periódico y se aferró a la última pizca de incredulidad, pero el desconsuelo la encontró rápido y no la soltó. La noticia ensombreció su rostro y las lágrimas bañaron sus ojos.

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