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Capítulo 17

Media hora después, Jairo apareció en el lugar para acompañar a su amigo, cabizbajo y pensativo. Un timbrazo y su camarada estaba a punto de levantar un vaso de cerveza. No llegó en cinco minutos, porque estaba enemistado con la puntualidad. El hombre recién llegado, traía una cara poco sociable, que Wolfango desconocía. Lo observó con extrañeza porque no hallaba aquella sonrisa característica por ningún lado. Por su expresión vagaba un aire de misterio. Sostenía con fatiga una noticia que debía salir antes de que la cerveza lo borrara.

—Siéntate, General —dijo Wolfango acercando la botella al segundo vaso.   

—Gracias, al menos ya hice la renta. Solo me falta plata para el trago —le respondió Jairo que luchaba con la intriga para poder sonreír.   

—Bebe, que ya está pagado —replicó Wolfango apoyando los brazos en la mesa.   

—Antes de nada, te tengo noticias, camarada —atacó Jairo aguantando las ganas de beber.   

—¿Buenas o malas?   

—Creo que no es tu día de suerte.  

—Oye, General, hace tiempo que no escucho algo bueno salir de tu boca.  

—Escúchame... Primero, me enteré que don Basilio ya se recuperó. ¡Estás en problemas!   

—¡Qué maldito! ¿Algo más? No creo que me digas algo peor que eso.   

—Lo segundo es que...   

—Pero que sea bueno, por amor a Dios.   

—Es bueno para alguien, no para ti.   

—¿A qué te refieres?   

—Es bueno para tu mujer...  

—¿Qué pasa con ella?   

—¡Hace media hora vi a tu esposa subirse a un coche!  

—Ah, no empieces con tus tonterías.   

—Escúchame, cojudo... Se subió a un Nissan Sentra. ¿Te suena por ahí?   

—A ver no juegues con esas cosas...   

—El tipo le abrió la puerta sonriente.   

—Ya no digas más.   

—Yo solo te cuento lo que vi, cuando estaba de camino para acá.  

—Te felicito, General.  

—¿No piensas hacer nada? 

—Sí, voy a beber este último vaso y luego te voy a dejar solo.   

—¿Te vas a tu casa?   

—No, voy a ir al supermercado.   

—¿A qué?   

—A comprar algo para mi esposa.   

—Buen viaje, camarada. Te veo mañana. 

A las siete de la noche, Wolfango abandonó el local. 

En ese momento, Olaya llegó a casa y, con la ropa puesta, se lanzó sobre la cama desatendida y se echó una siesta, a pedido del alcohol. La ausencia de Wolfango no fue relevante para ella desde el momento en que atravesó la puerta. El sueño le ganó antes de que pudiera conjeturar sobre la ubicación de su esposo.  

Mientras tanto, la madre de Olaya, con bolsas en mano, salió presurosa del mercado con dirección a su casa, porque debía preparar la cena para Renán y su hija. 

Faltando poco para llegar, su sandalia se rebeló contra la prisa que manifestaba en plena calzada de tierra. El material no resistió y se rompió en el mejor momento para caminar. La mujer se descalabró de bruces con todo lo que traía en las bolsas. Los víveres salieron y viajaron un buen trecho. Aquella caída aparatosa le arrancó a Sabina un alarido en una calle poco transitada. En el suelo, ella quedó cubierta de tierra y piedras.   

De pronto, alguien, que caminaba con apremio, se detuvo frente de ella; pero no hizo nada al verla lastimada en el suelo. Su sombra parecía tener más empatía que él.  

—¡En este país ya no hay valores! ¡Ya no ayudan a nadie que lo necesita! —insinuó Sabina que intentaba levantarse como podía.   

La mujer se retorció sentada porque se había lastimado el tobillo y ya no pudo hablar más porque el dolor la amordazaba. Sabina levantó la cabeza y miró al descortés hombre con menosprecio, pero aquella mirada le cambió el semblante. El sujeto de camisa verde solo tenía esa cara inexpresiva para mostrar. Sabina tenía un motivo para sentir inquietud porque ese rostro le pertenecía a Wolfango, que seguía inerte y con las manos en el bolsillo. La mujer se quedó rendida, frente a su mirada de culebra, y petrificada al ver ese rostro inconfundible. 

Wolfango siguió su camino y Sabina ya no era la misma después de verlo. La mujer intentó levantarse, pero fracasó en su intento y tuvo que arrastrarse hasta la puerta porque tenía que hablar con su hija de suma urgencia. Había miedo en su corazón.   

Sabina abrió la puerta enrejada y entró con dificultad a la casa. Luego gritó y Renán, que escuchaba música de los 70s en su radiocasete, se percató de eso. Apagó el aparato que le gustaba a Abigail y bajó a socorrerla. Una vez dentro, Sabina fue hacia el teléfono de casa y llamó a su hija, pero no contestó: algo que no esperaba.  

Entre tanto, Olaya despertó luego de algunos minutos y fue a la mesa del comedor y se preparó un analgésico en sobre, para mitigar el malestar que el alcohol había originado. La mujer se había olvidado de su celular, que seguía conectado al enchufe con la carga completa. Olaya debía empacar, pero no lo hizo. Su corazón ya había decidido.   

Con la fiesta en su apogeo, Tanya abandonó la juerga cuando se sintió muy mareada y con ganas de vomitar. Al poco rato, su esposo tomó su lugar y bebió hasta quedar achispado. En cambio, su mujer volvió a casa caminando por las peligrosas calles. Una vez en su hogar, abrió su puerta y luego la cerró otra vez. No entró porque quería visitar a su amiga Olaya, que seguramente estaba en mejores condiciones que ella.  

Cuando llegó a su vivienda, Tanya se acercó a la puerta con suma dificultad. Había piedras y tierra en la acera. La puerta se hallaba semiabierta y las ventanas cerradas. Fueron detalles que pasaron inadvertidos por ella.   

—¡Olaya! ¿Ya llegaste? —preguntó Tanya sin recibir respuesta.   

Tanya afrontó el silencio que la casa ofrecía y empujó la puerta para espiar. Con lentitud, asomó la cabeza y no vio a nadie, pero escuchó unos ruidos que ponían en aprietos sus conjeturas.   

Tanya pareció descubrir el origen de aquel sonido y se asustó, y ya no quiso proseguir. Pero antes de que se fuera, la puerta se cerró y la oscuridad le reveló el cuerpo de Olaya que yacía en el piso, encima de un charco de sangre con una herida mortal en el pecho, producto de una puñalada certera en el corazón. La amiga había llegado tarde y solo pudo ser parte del horror. Cerca del cadáver de su amiga, yacía el cuchillo de cocinero con el que la habían victimado. Tanya, horrorizada, levantó la vista y vio a Wolfango sentado en una silla, agachado y con las manos sangrientas, casi sin creer lo que había hecho.   

Aquella escena dantesca le arrancó a Tanya un grito atroz de los labios. Era momento de salir y sus manos buscaron la puerta, pero se puso tan nerviosa que no pudo hallarlo a la primera. La mujer temió lo peor, porque estaba en la casa donde había muerto su mejor amiga. Con evidente desesperación, logró abrir la puerta y salió trastabillando del lugar.   

Wolfango se levantó de su silla y puso el cerrojo a la puerta. Después buscó algo en la repisa, pero sus nervios se aliaron con la torpeza y derramó al piso todos los objetos que habían ahí. Cuando halló el veneno para insectos, le sacó la tapa y lo ingirió sin pensarlo. La presencia de la policía era lo que más temía, más que la intoxicación. Pero el veneno no surtió el efecto que esperaba, que era morir. Así que con el mismo cuchillo se autoinflingió heridas en el brazo y en el abdomen. El hombre vio la sangre, pero seguía vivo. Se tardó mucho en encontrar la muerte que tanto ansiaba.   

Minutos después, la puerta se abrió con violencia y agentes de la policía ingresaron al lugar y, de inmediato, redujeron a Wolfango hasta esposarlo en el suelo. El criminal no puso resistencia y luego fue levantado y sacado de la casa como un hombre sumamente peligroso. Luego fue ingresado a un carro patrullero que lo había esperado todo este tiempo. El lugar fue acordonado con cinta amarilla, a los ojos de un fiscal que observaba la escena del crimen perpetrado.  

El servicio forense llegó tiempo después, por orden del ministerio público, para levantar el cadáver de Olaya Egurquiza de Barajas. Su cuerpo fue cubierto con mortaja y luego llevado en ambulancia. La incredulidad de los vecinos era evidente, cuando se congregaron para ver lo acontecido. Reinó el dolor y el desconsuelo de hombres y mujeres. 

En la casa de los padres, había un temor creciente, pero la noticia de la tragedia aún no había llegado ni siquiera a la puerta. En ese instante, la incertidumbre, gozaba de buena salud.   

—¡Cálmate, Sabina! —dijo Renán moviendo el cochecito de Abigail.

—Ese maldito le hizo algo, por eso mi hija no me contesta el celular —respondió Sabina con desazón.   

—Si eso llegara a pasar, yo mismo iré a matarlo con mi Winchester —concluyó Renán.   

Todo era desconcierto hasta que en las noticias oyeron el nombre de su hija. A las diez, informaron del deceso de Olaya y todo se vino abajo en la casa. En ese momento, la tristeza ya se había desbordado. Sabina palideció y se descompuso en los brazos de Renán, que se mostró abatido por la noticia, pero se mantuvo estoico por su nieta que clamaba atención.

. . .

Dos días después, cuando llegaron al camposanto, una gran congregación acompañó el féretro de Olaya hasta su lugar de reposo. Los ojos se humedecieron y dieron paso a las lágrimas cuando llegaron al sepulcro.   

—Ay, mi hija, si hubieras contestado mi llamada... —Sabina se enjugó las lágrimas—. Si lo hubieran metido preso antes de que... —El llanto cortó sus últimas palabras y las lágrimas hablaron por ella.  

—Hija, me siento culpable por no haber azotado antes a ese maldito. Pero dentro de poco subiré la escalera al cielo y te pediré perdón —Concluyó Renán pesaroso.  

Los restos mortales de la mujer fueron enterrados y hubo sollozos y gritos de los familiares que se aferraban al cajón de Olaya. Renán sostuvo a una acongojada Sabina que quería irse con su hija. Otros, luchando contra la tristeza que los consumía, pedían la pena máxima para el asesino.  

Wolfango guardó detención preventiva en una carceleta maloliente, en espera del juicio, donde conocería su condena por su deleznable crimen. Se atisbaba una condena de hasta treinta años sin derecho a indulto. Pero la espera era el verdugo que necesitaba un hombre con el corazón endurecido.

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