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Capítulo 11

Olaya comenzó a darse cuenta de cómo los celos infundados iban dominando a su esposo. Wolfango había sido engatusado por la desconfianza y su mujer no conocía aún esa palabra. El hombre de la casa fue domado por aquel sentimiento que debía aplastar y no entregarse sin siquiera haber luchado. En su lugar, debería primar el juicio y la mesura, pero Wolfango se hallaba distanciado de ambos. Olaya no debía dejarse llevar por sus malos pensamientos: debía salir de ellos, pero no encontraba la llave correcta.  

El sol no salió. Olaya era dúctil ante la propuesta del clima. La mujer miraba ensimismada por su ventana, con la mirada perdida; seducida por las sospechas. Tal vez debía escuchar a su amiga después de todo. 

Mientras Olaya doblaba los cobertores, su bebé balbuceaba en su cuna, inquieta y con un dedo en la boca. Sus juguetes también habían corrido la misma suerte, ya que pasaban más tiempo empapados con saliva que siendo parte de un divertido juego. La bebé quería decir algo, pero Olaya estaba muy lejos de aquel balbuceo. Sus pensamientos la habían dejado en un lugar remoto, donde solo había preocupación.  

Abigail comenzó a gruñir chupando sus dedos, exigiendo algo a su madre. El hambre se asomaba y el llanto se avecinaba. Olaya ya sabía que debía acudir pronto al biberón. Pero cuando más se apresuraba, la torpeza llegaba. Solo quería ver el biberón listo para su hija y aún estaba vacío. En ese instante, no había tranquilidad, porque el hambre venía acompañado de chillidos, que acongojaban a Olaya. Ella preparaba con lenta rapidez la leche que tanto pedía su retoño.  

Cuando Olaya lograba calmar a su chiquitina, había sosiego. Tanto que propiciaba sus malos pensamientos. Acostumbrada a los chillidos, Olaya sonreía cuando su hija le hacía compañía. Aquella sonrisa levantaba el semblante más apesadumbrado. Hacía milagros contra cualquier sentimiento de odio. La alegría de su bebé era capaz de levantar el ánimo, cual si fuera una edificación hecha escombros.  

La bebé se tranquilizó y Olaya no pudo evitar ser presa de la amargura por su cruel presente. Su esposo Wolfango debía más y más, pero la deuda más grande que tenía era con su corazón. A pesar de todo, Olaya no podía sacarlo de su cabeza ni un instante. Su amor era como una toxina inocua; ese veneno que en vez de hacerle daño, le hacía bien. Ella se estaba acostumbrando al tormento y era capaz de sentir alegría en tiempos de adversidad. El olvido escondía la tempestad y no podía sopesar el dolor que contenía, con cada recuerdo este pesaba aún más.  

—¡Buaaa! ¡Buaaa!  

De súbito, su bebé empezó a chillar porque el hambre le gritaba y ella sabía la forma de ahuyentar esa necesidad. Olaya la apaciguó con nanas y muecas, y luego le dio a su bebé el biberón que tanto clamaba. La alegría y la calma vinieron de la mano, pero ella aún no podía abrir el candado de sus problemas.  

Olaya recordó las irreproducibles palabras de su esposo aquella noche. Había mucha rabia acumulada para juzgar el desempeño de Wolfango en el amor. Algo hizo mal el hombre para tener contra las cuerdas a una mujer tan encantadora que lo amaba; pero el hombre era ajeno a ese amor. Wolfango tenía una coraza contra ese sentimiento de amor puro que su esposa irradiaba. Un hombre antojadizo como Wolfango no podía estar lejos de la carne.  

El sol salió para un hombre. A mediodía, en el micro de Wolfango había calma, tanta que parecía ser algo malo para el ambiente bullicioso. El carácter del chófer se acopló al de Lorena. De un momento a otro, Wolfango apartó la vista, cuando una mujer ligera de ropa hizo acto de presencia cuando cruzaba la calzada. En presencia de Lorena, parecía que los deseos libidinosos se habían desatado en el hombre. La mujer viajaba en un autobús, pero llevaba a cuestas un cúmulo de celos.  

Wolfango lucía feliz, aunque sus deudas no lo fueran. Qué más podía pedir un chófer endeudado hasta la médula. Pero al volver la mirada hacia Lorena, el hombre recibió un terrible cachetazo en su mejilla grasienta. Aquel ruido rompió con la calma, la cual había pactado con Wolfango. Una agresión injustificada se posó sobre el chófer que aún no podía salir del asombro y menos del dolor que se acoplaba al área afectada. El cachetazo no dolía tanto como recibirlo delante de todos los pasajeros que miraban perplejos. La vergüenza era tan pesada que barría con todo el enojo contenido.  

—¿¡Qué pasa, mi flaca!? —gritó el hombre agredido y avergonzado—. ¿Por qué me golpeas? 

—¡Yo estoy aquí! ¿A quién mirabas? —dijo Lorena furiosa.  

Wolfango guardó silencio, pero su semblante era el portador de la ira, que estaba próxima a rebalsar. El hombre había entrado a la lucha contra la vergüenza estando maniatado. En ese momento, los murmullos reinaron y el chófer solo siguió adelante, porque la situación le ofrecía solo un camino y el que menos le gustaba.  

Al atardecer, Wolfango llevó a Lorena a su domicilio. Había un clima de hostilidad nada más bajar del micro. El hombre corrió detrás de la veinteañera, que parecía no haberse bajado de un vehículo. El orgullo del hombre había sido disuelto. Dentro, las paredes eran muy finas para un escándalo sosegado.  

En la habitación de Lorena predominaban los enseres de cocina y las vajillas de porcelana. Había un catre, cuyo fin era unir a la pareja. El ambiente no se esforzaba por ser acogedor: era como si fuera un cuarto apto solamente para una noche. Tenía un aire taciturno que lo vinculaba con lo tétrico. Era un lugar ideal para llegar y descansar en paz.  

—¿¡Por qué me pegaste!? —preguntó otra vez el hombre con los ánimos caldeados.  

El hombre quedó a merced de la impaciencia. Wolfango tomó la ruta de la confrontación: parecía que las palabras le estorbaban y no eran adecuadas para la ocasión.  

—Porque no voy permitir que me veas la cara de idiota —respondió Lorena indignada y levantando la voz.

—Te estás pasando, estúpida —atacó Wolfango.

—¿A quién dijiste estúpida?  

Un manotazo fortísimo recayó sobre el hombre que lo agarró desprevenido. Este apenas pudo defenderse, arrancándole un pelo de su cabellera negra. Pero de todos modos, aquella respuesta encendió la chispa del disturbio doméstico.  

Wolfango se repuso y recibió otro más y él respondió a los ataques, pero la furia lo ofuscó. Los dos se enfrascaron en la gresca y una mesa recibió un golpe moviéndose con un chirrido. Al instante, cayeron ollas y vasos al suelo con gran estrépito. La mesura pereció delante de ellos. Solo una respuesta del hombre bastó para que Lorena se enfurruñara. No hubo un trecho para las palabras, cuando la discordia ardía sin llamas.

El quilombo cesó y Wolfango se llevó la mayor parte de la paliza. El silencio propuso una tregua.  

—¿Eso buscabas? —dijo el hombre más calmado.  

—Eres una bestia —replicó ella. 

—Mira, cómo me dejaste el cuello y el brazo.  

—Te lo mereces.  

Wolfango se apaciguó y cambió el tono de su voz, buscando una reconciliación, reconciliación que Lorena se negó a darle. El hombre se sentó y se acostó en el catre y cayó dormido. Lorena le sustrajo dinero de su bolsillo y salió del cuarto dejando la puerta entreabierta. Diez minutos después volvió con una bolsa de plástico con comida en envases desechables.  

Luego de un rato, el hombre despertó y vio a Lorena de espaldas y en bragas. Precisamente se encontraba cambiándose de ropa, pero el hombre la interrumpió con su mirada.  

—Lorena, pásame un vaso con agua. 

La mujer se negó con una indiferencia que lastimaba su orgullo.  

—¿A qué hora te vas a ir? —preguntó la mujer abriendo la bolsa.  

—¿Me estás botando?  

—Sí.  

Wolfango se acercó a ella y dijo con voz sosegada:  

—¿Y si en vez de irme, cogemos?  

—Ay, solo piensas en eso. 

—Para olvidar todo lo que pasó... —dijo el hombre arrepentido—. Cuando te vea arriba de mí, gimiendo de placer, te darás cuenta lo mucho que deseo tu perdón.  

—No pienso perdonarte. A no ser que...  

—¿Qué cosa mi flaca? —Wolfango se acercó cariñoso.

De súbito, el teléfono de Lorena comenzó a sonar, pero ella no pudo contestar, rodeada por el temor. Solo atinó a mantener el móvil lejos de las manos de Wolfango. 

—¿Por qué no contestas, mi flaca?  

—Es mi amiga, nada importante, mi gordo.  

—¿De verdad? A ver...  

Wolfango no pudo arrebatarle el celular, porque ella había llegado antes.  

—¿Qué pasa? ¿Por qué escondes el celular? —preguntó Wolfango con inquietud.  

—No es nada, mi gordo —La mujer cortó la llamada—. Hagamos el amor, ¿sí?  

—Tú no sueles reaccionar así. 

—¡Gordo! Aprovecha ahora que estoy en calzones.  

—Ya sé lo que pasa... 

—¿Qué pasa? —preguntó Lorena nerviosa.

—¿Alguien te está acosando, verdad?  

—¿Qué? ¿Por qué piensas eso? ¿Qué te pasa?  

—Pero no entiendo tu...  

—Ya me hiciste enojar, Wolfango... Vete de aquí.  

—No seas así… Perdón por desconfiar, mi flaquita.  

—Ya no quiero, vete.  

Wolfango nada pudo hacer para salvar una situación echada a perder por culpa de sus palabras acusatorias. El hombre había despertado con mucha libido y esa excitación fue difícil de mitigar. La intriga tuvo que hacerlo.  

Al salir de ahí tropezó, aturdido por sus conjeturas. Al entrar al motorizado se dio cuenta con asombro que faltaba algo dentro. Con el semblante saturado de cólera indescriptible, descubrió que le habían robado la radio y la ventiladora: ahora se iba a asar en verano. 

El hombre se sentía como un arlequín, como un ser creado únicamente para padecer los embates del fracaso.  

—¡Qué tonto he sido! ¡Dejé la puerta abierta!

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