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Capítulo 1

Olaya Egurquiza abrió sus ojos muy temprano para cerciorarse de que la cocina siguiera en su lugar. Al divisarlo, puso agua en la tetera. Cada día veía su hogar menos espacioso: estaban apareciendo más enseres o el cuarto se estaba haciendo pequeño. Una vez que se mudaron por enésima vez, no volvieron a mover los muebles. En el lugar que no deseaba, se hallaba la cama, cuya sábana dorada ocultaba su vejez; la cuna, a unos pasos, no perdía el brillo: fue la última vez que Wolfango había abierto su billetera para comprar algo; al otro extremo, estaba la cocina sufriendo los embates de la oxidación; al medio, una mesa comedora de madera, donde los platos y los cubiertos se hallaban ausentes.

Cuando el hambre anunciaba su llegada, había que hacer sacrificios o sacar dinero de donde se decía que no había. A pesar de todo, a Olaya le gustaba rememorar algunos momentos felices por la mañana. Había silencio, pero la ensoñación de Wolfango era un estruendo para sus oídos. La mujer emitió un bostezo largo y se deshizo de las lagañas. Se movía con celeridad, pues la mañana pasaba volando.   

Cualquier ruido insignificante era molesto para su marido, porque dormía casi con los ojos abiertos. Como si vigilara cada movimiento de su mujer. El hombre se movía mucho en la cama y eso ponía nerviosa a Olaya. Además, su presencia despedía un tufo de indiferencia y chabacanería.  

Wolfango roncaba por la nariz y despertaba a Abigaíl. La cama de plaza y media no abastecía a un hombre que estaba camino a la obesidad. El cabecero rechinaba y el polvo caía sobre la cara de Olaya. Su esposo siempre dormía en compañía de su celular, que no se llevaba bien con su esposa. Ella no entendía cómo aparecía cada cierto tiempo con un celular nuevo. Sin embargo, su bolsillo se estremecía cuando debía saldar las deudas. Otras veces encontraba plata suficiente para ir a beber. 

Olaya fue al pequeño baño a asearse y luego regresó al cuarto, haciendo bulla con sus sandalias. Su bebé despertó y chilló antes de que el agua hirviera. Pero después del biberón tenía ganas de llevarse sus juguetes a la boca. Luego, Olaya fue a la tienda de frente a fiarse pan, porque el único pan que había tenía moho. De qué le servía tener un moderno refrigerador si no tenía qué poner en él. Sin embargo, afuera descansaba el Toyota Coaster blanco, el autobús que los estaba volviendo cada día más miserables. Un vejestorio por fuera y por dentro. Ya tenía un neumático sin aire, enterrado en el lodo.  

A su retorno, la mujer vio que su esposo seguía durmiendo, protegido por un edredón hecho jirones. Su mujer, decidida, se ubicó a una distancia cercana como para despertarlo con un susurro. Se arrepintió, pero la frase ya estaba en el aire y parecía un misil que iba directo a un oído desprotegido.   

—Amor, es hora de levantarse… Mira, tu teléfono tiene una llamada perdida —dijo Olaya con la voz parsimoniosa. 

—¡No me molestes! —dijo él con aspereza y sin abrir los ojos.

Hace algunos meses, escuchar aquella respuesta hubiera resultado inimaginable, ya que su castaña de ojos azules había propiciado un intervalo de orden y caos en su cabeza.

—¿Te queda algo para la comida? —replicó ella con otro tono—. La señora de los abarrotes ya no me quiere fiar nada hasta que no le paguemos los 300ms.   

—¿Estás sorda, mujer? ¡Déjame dormir!

Al parecer, su matrimonio comenzaba a dar estornudos. Un mal síntoma para un amor que luchaba por mantenerse lejos de lo malsano.

—Está bien, pero no me pidas que te cocine.   

—No tengo dinero…   

—¿Y qué haces cuando sales a trabajar?   

—Qué te importa… Espero que te haya resuelto la duda.   

El sonido atroz de una moto que pasaba frente a la casa, lo enfadó y terminó abriendo los ojos. El hombre se levantó con desgano, se deshizo de las colchas y cogió el celular. Frunció el ceño al ver la hora que era. 

—¿¡Por qué no me despertaste, estúpida!? —vociferó el hombre con la voz agitada.

También había cambiado de aspecto, ya que se había desmejorado sin siquiera darse cuenta. Lucía menos atractivo y llevaba una barriga prominente de treinta y cuatro años.

Wolfango abandonó la cama, tirando la almohada al suelo, y corrió al baño a hacer sus necesidades, con el celular en su bolsillo, por supuesto. Olaya arregló el desastre que había provocado en la cama con su zarrapastroso cuerpo de elefante. A pesar de todo, lo seguía viendo guapo.   

Minutos después, Wolfango se puso su ropa con mucha prisa y apareció en el autobús listo para partir. Encendió el vehículo y el motor sonó como un estruendo, que rompía con el silencio de la mañana. Sin despedirse salió disparado de la casa, dejando humo negro y huellas de neumáticos en la tierra.   

Olaya lo miró desde su ventana, deseando que le fuera bien en su trabajo de chófer. Luego, fue a ver a su criatura de cinco meses que balbuceaba en su cuna, pataleando y viendo la televisión.   

Ni en su ausencia, Olaya pudo hallar una pizca de tranquilidad, ya que el silencio era el vocero del desaire de su esposo. Todo ese fuego de la pasión que parecía implacable se había extinguido frente a sus ojos. Él se había ido a trabajar, pero su mala energía seguía rondando por la casa.   

Olaya hubiera querido graduarse o poder trabajar; pero las bonitas palabras de Wolfango parecían dejar una marca indeleble, que ella no podía borrar. Sin pensarlo, se convirtió en la empleada de la casa, en alguien que debía estar trabajando para ella. No se sentía capaz de romper las cadenas del encierro y esa mentalidad de antaño parecía un monstruo que Wolfango alimentaba cada día.   

El hombre a veces ni venía a comer porque la comida de Olaya no siempre convencía a su estómago, que era un abismo cuando tenía hambre. Si la comida no se echaba a perder, se lo daba a los perros vagabundos que venían a deshacer su basura. 

Antes del mediodía, su vecina Tanya, que vivía a la vuelta de la esquina, la visitó de sorpresa. Era una mujer campechana que vestía como reina y hablaba como plebeya. En contraposición a Olaya, que pocas veces lucía algo diferente a sus vestidos largos de colores apagados. Tanya siempre llevaba algo en la mano: si no eran alimentos, eran electrodomésticos nuevos. Ahora traía otra cartera de cuero. Dentro de la casa vio que la seriedad rebosaba en el semblante de su amiga. No había un atisbo de alegría: Olaya estaba peleada con ella.   

—Hola, amiga, ¿puedo entrar? —dijo Tanya de forma acompasada, tocando la puerta entreabierta.  

—¡Oh, pasa, pasa! Me siento sola acá —dijo Olaya y fue a recibirla.  

—¿Cómo va todo por aquí, amiga?   

—Bien… No me puedo quejar.   

—¿Estás segura?   

El silencio se interpuso y Olaya se sentó en la silla para responder.   

—Bueno, él ha cambiado un poco, pero no es para preocuparse. Él es el padre de mi hija y lo quiero.   

—Hum. No me gusta cómo lo dices. 

—A veces está de mal humor y lo comprendo. Pero solo tiene ojos para mí.   

—Bueno, cuando el amor se acaba, lo mejor es... 

—¿Quieres tomar algo? —La interrumpió.  

—No, por ahora. Solo pasaba a saludarte. Ahorita debo ir al supermercado a comprar carne y salchichas.

—Y yo debo ir a la tienda...

—Bueno, te veo luego, amiga. 

—Cuídate. 

En un punto de la ciudad de Minddey, Wolfango manejaba su micro, pero el calor chamuscaba el poco juicio que conservaba y, con el transcurrir de los minutos, el motorizado se convertía en sauna, con un ventilador averiado. Tenía el autobús casi repleto, pero no iba a permitir que una sola mujer caminara. El hombre se detuvo para recoger a una pasajera que se cubría el rostro del sol. Ella subió y se sentó en el asiento del copiloto.  

La susodicha pagó su pasaje y Wolfango le entregó su cambio, que venía con una sonrisa pícara. El micro llegó a la esquina y se detuvo para que cruzara un camión de alto tonelaje. En ese preciso momento, el hombre miró los atributos de dicha mujer. Sus ojos no podían subir más allá de sus piernas, pues la mujer llevaba una minifalda de jean. Pronto, Wolfango y sus pensamientos despidieron humo y el hombre se dirigía por el camino escabroso de la lujuria. Ya había un incendio en su mente e iba a costar apagarlo.   

De repente, Wolfango descuidó el volante por ver a la mujer cruzar las piernas. En consecuencia, cuando vio al frente, un vehículo apareció por su derecha. Acto seguido, el hombre frenó en seco y el micro se sacudió. Los pasajeros se asustaron y protestaron por la imprudencia del chófer. Por un instante, evitó colisionar con un taxi que venía a gran velocidad. La situación pudo tener otro desenlace para Wolfango. Pero el taxista y él compartían la culpa.   

—¡Aprende a manejar, imbécil! —gritó Wolfango que presentía que iba a llegar tarde a casa y de mal humor.

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