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CAPÍTULO VEINTITRÉS - SAN FERMÍN

 Martes, 12 de julio del 1988

Ya he acabado el instituto y desde el diecisiete de junio me he venido a Madrid y aún no he regresado a Canarias. Mi abuela se ha puesto a llorar la última vez que la llamé y mi madre me dice que no le haga caso, pero que regrese antes de la boda.

Al que veo todas las semanas es a Joaquín, además de que almuerzo con él y su familia cada dos jueves. Le han dado las gracias los amigos a los que les recomendó nuestros servicios y ahora soy el niño bonito de la familia. Está bien sentirte querido por tantos a la vez, es como si, de repente, nuestra familia se haya multiplicado por dos y no solo estén mis abuelos y mi madre.

La empresa ha crecido mucho y desde el siete de mayo trabaja con nosotros Pablo Lorenzo, conocido como LorenzPXX en la BBS, donde hicimos amistad con él, sobre todo Samuel. Es un chico de veintiocho años que vivía en Venezuela pero de padres isleños. Le tuvimos que pagar el pasaje para que viniese porque, según nos contó, se estaban complicando un poco las cosas en su país natal y la empresa donde trabajaba cerró hace tres meses. Es un fuera de serie con todo lo relacionado con las redes inalámbricas y se ha dedicado a la fabricación de diferentes componentes en los últimos dos años.

Lo único que le pedimos por hacernos cargo de su pasaje y el de su madre, la única persona de su familia que aún quedaba en Venezuela, fue que trabajase para nosotros al menos durante cuatro años. Así que ahora es Pablo Lorenzo el que está haciendo mi trabajo en Tenerife. Lo mejor de todo es que estudió dos años en Estados Unidos y habla muy bien inglés, por lo que hemos empezado a trabajar hace un poco más de un mes con TUI, un turoperador europeo, que tiene varias oficinas abiertas en las islas.

Solo con este cliente pagamos todos los gastos que tenemos en las islas, incluyendo el coste de Pablo Lorenzo, y nos han contratado para que le demos servicios de mantenimiento en los próximos tres años, así que no podemos estar más contentos.

—¿De verdad que te vas a poner delante de un toro? —me pregunta David que, junto con Samuel, ha venido la pasada noche conmigo hasta Pamplona.

—Se supone que llevo entrenando un año para este día —les digo a mis dos amigos, que están mucho más nerviosos que yo.

—Sí, pero ahora que prácticamente has obtenido la plaza en la universidad con Samuel y que las cosas les están yendo tan bien con la empresa, sería un poco macabro que te sucediese algo y no pudieses disfrutar de tus logros —intenta convencerme David para que no salga a correr.

—David, aún es de noche. ¿No crees que es muy temprano para esta conversación? —lo molesto un poco.

—No, amigo, David tiene razón —interviene Samuel.

—No me pasará nada —los tranquilizo a los dos mientras termino de vestirme.

—La próxima vez te hago un seguro para que por lo menos tu familia se quede con un buen dinero si te sucede algo —dice David que a principios de mes comenzó a trabajar dos días por semana para un seguro como asesor legal mientras estudia las oposiciones para ser notario.

—Tengo el seguro de vida de la hipoteca del local, pero vale, la próxima vez me haces cinco seguros —bromeo con él.

—Mira que me dan comisión por cada seguro que haga, así que te lo recordaré —me dice mientras me sigue al igual que Samuel.

La calle está llena de tontos como yo, vestidos de blanco con un pañuelo rojo. La verdad es que no estoy nervioso, he corrido varias veces delante de la policía, no puede ser peor que eso.

David ha llegado a Madrid el pasado sábado y se va esta tarde desde Pamplona, aunque haciendo escala en Barcelona y Samuel se irá con él. Vino a relajarse un poco porque parece ser que Silvia lleva muy rara dos semanas y se lo está haciendo pasar muy mal. El pobre chico está enamorado hasta los huesos. Tengo que hablar con mi amiga porque David no se merece que juegue con él.

Samuel es de la opinión de que a lo mejor se ha cansado, que es muy joven y que es normal, que se aburra más rápidamente que nosotros, que ya somos mayores de edad. Pero yo creo que Silvia está tan interesada en David como él lo está en ella, así que prefiero hablar con ella cuando regrese a Tenerife a principios de agosto y hacerme luego una opinión. Además, yo y Silvia nos llevamos solo un año y Samu habla como si fuese de otra generación.

No regresaré a casa hasta pasadas tres semanas porque me voy a hacer el Interrail con mi amigo Gabi, el americano. No sé cómo nos vamos a entender, pero seguro que alguna forma encontramos. Esta tarde nos veremos en la puerta de un bar en la plaza del Castillo de esta ciudad, porque hemos decidido pasar la noche en Pamplona, aprovechando que son las fiestas, y después ya veremos.

Samuel también se tiene que ir porque mañana tiene una reunión importante en Las Palmas de Gran Canaria. Él tuvo que matarse a estudiar desde mediados de mayo hasta finales de junio y yo, como mis exámenes no eran muy difíciles, le pedí tener libre un mes y medio a partir de hoy. Tengo muchísimas cosas pendientes de la lista de Gabriel y tengo que ir haciéndolas poco a poco.

***

No sé cuándo se complica todo de esta manera, pero solo recuerdo que estoy corriendo y bromeando con los demás corredores que conocí antes de llegar a la salida y, de repente, un toro viene en dirección contraria hacia nosotros.

Sin pensarlo dos veces, salto para protegerme en un lugar seguro, pero Jorge, el hombre que corría junto a mí, se queda mirando al toro sin moverse. No concibo hacer otra cosa y vuelvo sobre mis pasos corriendo y tiro del brazo de Jorge.

El tipo pesa mucho más que yo, pero la adrenalina corre por mis venas y siento cómo la sangre es bombeada por todo mi cuerpo, por lo que hacer que Jorge se mueva no me resulta para nada difícil.

Lo complicado es correr delante del toro que se ha vuelto loco y al que le escucho demasiado cerca la respiración.

—Colacho, ¿estás loco? —escucho que alguien dice a lo lejos y recuerdo que bajo ningún concepto este toro me puede atravesar, ni a mí ni a Jorge.

Sigo corriendo todo lo que mis piernas dan de sí, pero Jorge me lo pone cada vez más difícil, así que tiró por última vez de él hasta donde se encuentran mis amigos y lo lanzo pon encima de la valla. Seguro que se ha hecho daño, pero hubiese sido peor una cornada.

Ahora me toca a mí salvar el culo y, contra todo pronóstico, corro devuelta hacia donde está el toro. Él no me mira, ni siquiera se da cuenta de mi presencia de lo enfurecido que está, así que aprovecho una esquina libre y paso corriendo a lo máximo que dan mis piernas para pasarlo y seguir corriendo en la dirección que deberíamos haber corrido todo el tiempo. Escucho gritos de mis amigos y de gente que no conozco de nada, aunque no les hago el mínimo caso. Solamente me concentro en cómo mi corazón late desenfrenado y en la adrenalina que corre por todo mi cuerpo. Solo se trata de sobrevivir y si hubiese seguido corriendo en dirección contraria, me hubiese encontrado otro toro de frente en cualquier momento.

Unos minutos después termino de recorrer los ochocientos setenta y cinco metros que mide el trayecto del encierro y me voy en busca de mis amigos intentando recuperar el resuello. Nunca pensé que consiguiese hacer más de cien metros, pero la adrenalina del principio hizo que, como diría mi abuela, las patas me llegaran al culo.

—¿Eres idiota? —me grita Samuel, dándome una colleja cuando llego a su lado.

—Te dije que no me iba a pasar nada —le resto importancia.

—Esta es la primera y última vez que haces una gilipollez así —le secunda David.

—¿Es la primera vez que corres? —pregunta Jorge que se encuentra al lado de mis amigos.

—Siento mucho haberte lanzado de esa forma, pero no íbamos a aguantar mucho más —me disculpo.

—¿Estás de broma? Se acaban de llevar a seis heridos por culpa de ese toro y uno tiene muy mala pinta. Si no me hubieses sacado de allí, ahora estaría de camino al hospital y posiblemente no vería nacer a mi segundo hijo —dice Jorge y se queda tan tranquilo.

—¿Vas a ser padre y te metes ahí dentro? —le pregunta David.

—Lo he hecho todos los años desde que mis padres me lo permitieron, pero hoy ha sido la última vez. Soy Jorge, por cierto —se presenta mi compañero de Sanfermines a mis amigos.

—Yo soy Samuel, el mejor amigo de este idiota, y él es David.

—Este idiota me acaba de salvar la vida y luego se ha ido tan tranquilo a correr delante de los toros —me defiende Jorge.

—Prefiero que corra delante de la policía —le responde Samuel, aún enfadado.

—No sé qué decirte, yo lo hice de joven y me quedaron marcas durante mucho tiempo —se queja Jorge, recordando otros tiempos.

—Este tiene la suerte del lunático —responde Samuel, ya un poco más tranquilo.

—¿Por qué no venís a casa y me lo contáis? Nosotros vivimos en Madrid, pero mi madre vive a unos metros de donde estamos nosotros —nos invita Jorge.

—Por nosotros no hay problema, pero tenemos que pasar primero por el hotel porque por nada del mundo puedo perder mi vuelo esta tarde —responde David.

Así que Jorge nos acompaña a buscar las cosas de mis amigos que ya las tienen recogidas y ordenadas. Yo las dejo porque pasaré la noche otra vez en este hotel. A mí me gusta, está limpio, la cama es cómoda y se encuentra cerca de todo.

Jorge nos pregunta a qué nos dedicamos y de dónde somos y Samuel se encarga de ponerlo un poco al día. Le sorprende que tengamos una empresa dedicada a buscar soluciones tecnológicas a grandes corporaciones a la vez que a pequeñas empresas y nos pide referencias. Samuel presume de todos los clientes que hemos dejado satisfechos en los últimos meses y le enumera a los que les estamos dando servicios también de mantenimiento.

Jorge nos escucha muy interesado. Es un tipo de unos cuarenta y cinco años, que pesa mucho más de lo que parece, lo digo porque he tenido que levantarlo por encima de la valla, tiene mujer e hijo y que espera que el año que viene nazca el siguiente. Aún no sabe si es niño o niña porque su mujer tiene solo un mes de embarazo, pero está tan contento que no para de decírselo a todo el mundo, a pesar de que su esposa le pidió que no lo hiciera.

—Yo no estaré en Madrid hasta septiembre, pero si me dejáis vuestro número de teléfono os llamaré cuando regrese. Puede que tenga una propuesta interesante que haceros —nos dice Jorge, antes de entrar en la casa de su madre.

—Claro —le responde Samuel que es el más rápido y le entrega una tarjeta suya.

—Y ahora se acabó de hablar de trabajo, mi madre odia ese tema de conversación en casa —nos dice con una sonrisa mientras nos adentramos en una enorme casa, muy tradicional y muy bien conservada.

La madre y la esposa de Jorge, al enterarse de lo sucedido por la radio, ya saben que hay seis heridos en el hospital, como toda España, y se temían lo peor, así que en cuanto lo ven, no pueden evitar dar muestras de cariño.

Luego Jorge les cuenta lo sucedido y las muestras de cariño van dirigidas hacia mi persona. Es un poco incómodo, pero la madre tiene que tener unos ochenta años y yo no voy a hacerle un feo. Samuel pide permiso y llama a mi abuela para decirle que estoy bien y luego llama a Claudia para que se lo diga a los demás.

No me había dado cuenta de que todas estas personas estaban pendientes de que no me sucediera nada en los Sanfermines. A veces me olvido que son muchos los que se preocupan realmente por mí, así que tendré que cuidarme más.

***

No podemos irnos sin antes almorzar de la casa de la madre de Jorge. Al final, un chófer lleva a mis amigos al aeropuerto y yo me quedo en la estación. Aún faltan veinte minutos para que llegue mi amigo americano, pero prefiero esperar. Además, como no sabemos cómo es el otro y no nos podemos reconocer, quedamos en la entrada y que yo lo esperaría con una rosa blanca, algo absurdo, y él con un paraguas amarillo, también absurdo porque en verano en Pamplona nunca llueve, pero ya que él me pidió un sinsentido, yo no quería ser menos. Imagino que cada uno quiso fastidiar al otro de alguna manera.

Jorge me aseguró que por la tarde no encontraría flores en la estación y le pidió a alguien que le trajese una. Yo no sé quién fue el que la consiguió, pero ya yo estoy en la entrada, con mi rosa blanca y aún vestido de blanco con el pañuelo rojo porque no me ha dado tiempo ni de ducharme ni de cambiarme de ropa después de correr en el encierro.

Cuando quedan cinco minutos de la hora acordada, pasa una chica por mi lado con un paraguas amarillo en las manos. No puedo evitar sonreír y pensar que ya me gustaría a mí que este fuese Gabi. La chica es preciosa.

No es muy alta, pero tampoco es bajita como mi exnovia, medirá un metro y sesenta y cinco centímetros, como mi madre. Lo más que me llama la atención son sus ojos, son castaños y, además de ser grandes y cálidos, los protegen las pestañas más largas que he visto en mi vida. Su piel no es pálida, pero tampoco es morena, más bien está un poco sonrosada, posiblemente haya tenido que correr para llegar hasta aquí y parece que su equipaje pesa.

Su mirada me produce tanta curiosidad que continúo observándola. No es algo que suela hacer, mirar una chica de arriba abajo, pero quizás llevo demasiado tiempo sin intimar con una. La última vez fue el día que saqué el carnet de conducir.

La chica del paraguas amarillo también busca a alguien, aunque no soy yo porque ni siquiera repara en mí cuando busca entre los desconocidos que estamos en la puerta de la estación.

Lleva unos vaqueros que le hacen un culo impresionante y eso sí que es una novedad, normalmente era Gabriel el que se fijaba en los traseros. No es delgada, pero tampoco le sobran kilos, y se nota que no se ha esmerado mucho con la ropa. Lleva una simple camiseta verde lisa y unos All Star negros que acompañan a los vaqueros, al igual que una mochila enorme que tiene en el suelo a su lado.

No puedo evitarlo y vuelvo a sonreír mientras la miro.

—¿Por qué sonríes así? —me pregunta con acento mexicano, directamente, desde los siete u ocho metros que está separada de mí.

—Estoy esperando a un amigo con un paraguas amarillo y he pensado que ya me gustaría que se pareciese a ti, sin intención de ofender —le respondo, divertido.

—¿Eres Cola? —pregunta para mi sorpresa.

—¿Te ha enviado Gabriel? —es mi turno de preguntar.

—Soy Gabriela —me dice y se echa a reír.

Mierda, si voy a tener que viajar tres semanas con esta chica por Europa van a tener que caparme o cometeré una locura.

—Soy Colacho, proviene de Nicolás —me presento después de ofrecerle mi mano al acercarme hasta donde ella se encuentra.

—Gabi, de Gabriela —me acepta la mano y, además, me planta un beso y un abrazo.

Yo se lo acepto, no voy a decirle que no a cualquier contacto que pueda tener con una chica así.

—Perdona, en México nos saludamos siempre con un beso y un abrazo —se disculpa Gabriela.

—Nosotros solemos dar dos besos, así que el abrazo lo compensa —le digo para que no se sienta incómoda.

—Siempre di por sentado que eras una chica. Seguro que a mi madre le da algo cuando le diga que me he estado escribiendo todo este tiempo con un chico.

—Yo pensaba que eras un chico, aunque por mí no hay problema. Dos de mis mejores amigos son chicas y nos entendemos muy bien —le explico.

—Yo no tengo ningún amigo íntimo varón, tú eres el primero —me responde y me deja en la zona de amigos de un plomazo.

—¿Cuántos años tienes? —le pregunto, porque en realidad nunca hemos hablado de nosotros mismos cuando nos escribimos.

Le quito la mochila de las manos, me la cargo al hombro y empezamos a hablar un poco de nosotros. Solo hemos hablado de temas relacionados con los ordenadores, de mi trabajo, programas, lenguajes de programación, redes, tendencias que opinamos que serán algo importante en el futuro, sin embargo, nunca dijimos mucho de nosotros mismos. Ni siquiera se me ocurrió preguntar si Gabi era una chica o a ella si yo era un chico.

Cuanto más hablo con ella, más me gusta. Mi amiga americana cumplió dieciocho años hace una semana y este viaje es el regalo de cumpleaños de sus padres. Sus padres están separados, nunca se casaron, pero se llevan muy bien. No ve mucho a su padre, pero él le compra todas lo que a ella se le ocurre y la tiene muy mimada en ese sentido.

Ha sido su padre el que realmente ha pagado casi todo el viaje y el que le ha prometido apoyarla para que estudie dentro de un año donde ella quiera. Yo le cuento que empezaré después del verano a estudiar en Madrid y a ella le encanta la idea, es una de las posibilidades que está barajando para el año que viene.

Su padre es americano, un tipo importante en el mundo de la informática y tiene un puestazo en una multinacional muy conocida. No indago mucho al respecto porque no quiero que me pregunte por mi padre y tener que decirle que no sé ni cómo se llama, pero tomo nota mentalmente para preguntarle a mi madre por el nombre de mi padre la próxima vez que la vea en persona.

La madre de Gabi es mexicana y atravesó la frontera muy joven para llegar a pie a los Estados Unidos. Después de nacer ella, y al ser ciudadana americana, la madre se quedó en el país de manera legal y trabaja de encargada de una gran tienda de ropa. Ni siquiera acabó la escuela, por lo que no se queja de lo que ha logrado hasta ahora.

Yo le estoy contando que vivo con mis abuelos y mi madre cuando llegamos al hotel, donde Jorge, el señor que había salvado hacía unas horas de una cornada, nos esperaba por fuera.

—Colacho, te andaba buscando —me saluda Jorge en cuanto me ve.

—¿Pasó algo? —le pregunto, preocupado.

—No, no ha pasado nada. ¿Y tu amigo americano? —me pregunta, cuando se da cuenta de que estoy acompañado.

—Perdona, a veces soy un despistado y no tengo modales. Gabi, él es Jorge, corrimos esta mañana juntos y ella es Gabi, parece ser que no era un amigo, sino una amiga americana, aunque su madre es mexicana y habla perfectamente nuestro idioma —los presento.

—No corrimos juntos, él me fue a buscar porque me quedé petrificado cuando un toro que se volvió loco venía directo hacia mí y me salvó de acabar en el hospital —le cuenta Jorge, lo que hace que me sonroje.

—¡Eres un héroe! —exclama Gabi.

—No te avergüences, Colacho. Es algo de lo que deberías presumir. ¿Por qué andas todavía así vestido? Me han dicho que el encierro superó los ocho minutos, el más largo de la historia. ¿No vais a ir a la plaza a ver una corrida? —no pregunta Jorge.

—No lo hemos hablado, pero yo necesito una ducha y cambiarme de ropa como tú bien has dicho. Yo prefiero dar una vuelta e ir a un concierto, pero Gabi es la invitada y dejaré que ella decida —le explico a Jorge porque no quiero que mi amiga se sienta incómoda en ningún momento.

—Yo vine a traerte las direcciones y los números de teléfono de algunos amigos y familiares que me han llamado hoy al enterarse de que ha habido varios heridos. Les conté lo sucedido y que ibas a estar viajando por Europa, así que me han dicho que por supuesto estás invitado a quedarte varios días en sus casas si estás en la ciudad —me dice Jorge para mi sorpresa.

—¿Qué ciudad? —le pregunto, ya que no sé a cuál se refiere.

—Tengo un antiguo compañero en París, otro en Viena, un primo segundo en Roma, la hija de una amiga de mi madre que vive en Barcelona, una antigua novia que vive en Mónaco y una amiga que vive en Florencia —me responde Jorge dándome dos hojas llenas de direcciones y números de teléfono.

—No puedo aceptar algo así —le digo sin salir de mi asombro.

—Tonterías, si les vas a hacer un favor. Están más aburridos que una ostra y seguro que una visita vuestra les alegrará la vida. Nos vemos en septiembre —se despide Jorge dando la conversación por terminada.


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