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CAPÍTULO VEINTICINCO - PARÍS

Martes, 19 de julio del 1988

Ya ha pasado mi primera semana de viaje por Europa con Gabi y no me puedo imaginar una mejor compañera de aventuras. Nos hemos reído tanto que hasta a Gabi se le han salido las lágrimas de las risas.

Para ser mayor de edad, mi nueva amiga no ha vivido mucho de una vida de adolescente. Vive cerca de Nueva York con su madre y, aunque no ve a su padre mucho, la relación entre sus padres es buena a pesar de nunca haberse casado.

Su padre es un adicto al trabajo que le compra todo lo que ella le pide y mucho más. Su madre pasó la frontera mexicana cuando era joven y se puso a trabajar sin papeles en la casa de un amigo de su padre. En cuanto se quedó embarazada, él la ayudó a que le dieran la tarjeta verde, que es una especie de permiso de trabajo, y ahora tiene un buen empleo y pueden vivir tranquilas.

Según me contó, su madre es muy protectora y no le gusta que salga mucho. James fue su primer novio y solo llevaban tres meses juntos cuando él le dijo que si se venía a Europa, habían terminado.

Me dijo que no le costó mucho decidirse porque tampoco le tenía tanto aprecio. Era un buen chico, pero había empezado a salir con él porque era la forma más sencilla de que su madre le diera un poco de libertad. Los padres de James y su madre son íntimos amigos.

—¿Diga? —me responde Claudia desde el otro lado del teléfono.

—¿Adivina dónde estoy? —le pregunto, haciéndome el gracioso, porque estoy seguro de que está molesta por no haberla llamado en una semana.

—Espero que en el infierno —me contesta Claudia y sé que, aunque intente aparentar estar enfadada, está sonriendo.

—Estoy en la ciudad del amor. Tienes que decirle a Samuel que debería venir conmigo. Seguro que si le doy un beso en París, será el que marque un antes y un después de nuestra relación —bromeo.

—¿Por qué no se lo dices tú? Al fin y al cabo, solo lo has llamado a él los últimos días —me echa en cara.

—Lo he llamado porque teníamos que hablar de cosas de trabajo. Estoy fuera de España y no puedo estar llamando a todo el mundo.

—¿Dónde has estado? —me pregunta, interesada, y olvidando su enfado.

—El día que te llamé, nos fuimos a Barcelona. La inacabada Sagrada Familia impresiona muchísimo, al igual que toda la arquitectura de la ciudad, además, a diferencia de Madrid, tienen playa, con unos chiringuitos donde vale la pena comer, aunque no creo que por mucho tiempo, puesto que quieren derribarlos antes de las olimpiadas.

—¿Al final compartiste habitación con tu amiga Gabi? —me pregunta con un poco de ironía en la voz.

—Nos quedamos con una amiga de la familia de Jorge, un amigo que hicimos en Pamplona, en un piso muy céntrico. Tenían dos habitaciones de invitados, por lo que no hubo problemas, pero los dos días que estuvimos en Mónaco, tuve que dormir en el sofá del salón —le explico y mi amiga se echa a reír.

—¿Te gustó el país?

—Me lo pasé muy bien, e incluso jugué a los dados en el Casino de Montecarlo. Es todo lujo, estoy seguro de que te gustaría.

—¿Qué han hecho en París?

—Hemos subido a la Torre Eiffel, visitado el Louvre, la Catedral de Notre-Dame, algunos mercadillos y mil sitios no tan conocidos por los turistas. El amigo de Jorge nos ha recomendado un montón de lugares y, como nos vamos a Ámsterdam mañana por la noche, aún nos quedan algunos por ver —le cuento, emocionado, porque realmente me ha encantado la ciudad.

—¿Avisaste al primo-hermano de mi madre? —me pregunta, porque en Ámsterdam nos alojaremos con él y su mujer.

—Sí, en Londres es en la única ciudad donde vamos a quedarnos en un hotel, en las demás ciudades viviremos de la gorra en la casa de los familiares y amigos de nuestros amigos.

—¿Y a dónde vas tan temprano? —me pregunta, porque son las nueve en París, pero en Canarias son las ocho todavía.

—Acabo de terminar de correr por el Jardín de las Tullerías, muy cerca de donde nos estamos quedando. Iré a comprar unos cruasanes y desayunaremos antes de volver a explorar la ciudad. Eso de estar haciendo turismo te deja agotado —exagero un poco el cansancio.

—¿Seguro que eso de hacer turismo y no otra cosa lo que hace que te agotes? —bromea ahora ella.

—No sabes de lo que estás hablando, es solo una amiga —le hago saber.

—¿No ha pasado nada de nada? —insiste.

—En Pamplona bebimos de más y nos besamos, pero solo fue una vez —me sincero.

—¿Por qué no te lanzas? Llevas demasiados meses soltero.

—Porque no quiero estropear lo que tenemos. Realmente me lo paso bien con ella.

—¿No te gustaría ser algo más? —vuelve mi amiga al ataque, definitivamente, nunca se da por vencida.

—¿Te he dicho que a principios de septiembre se vuelve a Nueva York? —le hago saber el principal obstáculo por el que no me lanzo como Claudia dice.

—Una razón de peso para no estar perdiendo el tiempo.

—Ella no me ve de esa manera.

—¿Y tú a ella sí?

—Joder, claro que sí. Es preciosa y simpática. La llevaré a Tenerife a principios de agosto y te la presentaré.

—Parece que te gusta mucho —ironiza Claudia.

—Claudia, tengo que dejarte, me estoy quedando sin monedas —me excuso para no tener que hablar de Gabi.

—Déjate de tonterías, los dos sabemos que seguro que te sabes algún truco para robarle a la telefónica francesa.

—Se llama France Telecom.

—No te desvíes del tema. ¿Te gusta mucho la chica?

—Sí, me gusta mucho —le respondo, dándome por vencido.

—¿Más que Yaiza?

—A mí Yaiza me gustaba, pero era diferente. Empezamos a salir por hacer algo, pero nunca me gustó de esta manera —intento explicarme.

—Joder, estás enamorado —me dice, entusiasmada, mi mejor amiga.

—No estoy enamorado —le hago saber.

—Sí, lo estás. Por fin una chica que te gusta de verdad. Otra cosa más que tachar de la lista.

—No seas pesada —le riño.

—Cuando por fin te acuestes con ella, quiero ser la primera en saberlo. No te hablaré en la vida, si se lo dices primero a Samuel —me advierte.

—Ella no es de esas chicas. Solo ha tenido un novio y lo dejó para venirse a Europa. Ni siquiera me sorprendería que siguiese siendo virgen.

—Pues vete poco a poco, pero es un hecho que terminarás acostándote con ella.

—Te llamo desde Londres —me despido, porque no sé qué contestar al comentario de mi amiga.

—Pásalo bien —se despide ella.

En cuanto cuelgo, compro el desayuno y me voy al que llamaremos, hasta mañana por la tarde, nuevo hogar.

Gabi todavía duerme cuando llego. Anoche nos acostamos tarde y ella bebió un poco de más. Yo, después de los calimotxos de Pamplona, no he bebido más alcohol. No quiero cometer un error que arruine lo que Gabi y yo tenemos ahora mismo.

Nunca hablamos del beso. Hemos hecho como si nunca hubiese sucedido, pero a veces siento unas ganas enormes de repetirlo. Esta chica me está volviendo loco y no sé qué hacer con mis hormonas revolucionadas. La única solución que se me ocurre es levantarme temprano y salir a correr, así mantengo a raya esas ganas de besarla.

No despierto a Gabi, sino que después de ducharme sigo escuchando música, mientas preparo café para el desayuno. Yo no lo bebo, pero a Gabi le encanta y seguro que, después de la noche de ayer, lo va a necesitar.

Gabi decidió que visitar el Crazy Horse sería una buena idea y yo la secundé. El problema fue que durante el espectáculo conocimos a una pareja de norteamericanos y luego nos fuimos los cuatro a bailar a le Rex Club y no regresamos a nuestro hogar por dos días hasta las tres de la mañana.

Sin embargo, no me voy a quejar, me encanta bailar con Gabi. A pesar de que moverme al ritmo de la música no es lo mío, con ella siempre lo paso genial.

—¿Qué escuchas? —me pregunta mi amiga americana, cuando entra en la cocina y me hace señas para que me quite los auriculares.

Voyage, voyage, de Desireless. El casete que compramos ayer. ¿Recuerdas? —le contesto mientras termino de preparar el desayuno.

—Claro, no entiendo esa manía tuya de comprar música en todas las ciudades a las que vamos.

—¿Por qué te has levantado tan temprano? ¿Quieres un café? —le pregunto a la vez que comienzo a prepararle el café como a ella le gusta, una taza de café negro con un poco de leche y sin azúcar.

—Sí, por favor. ¿Cómo puedes estar tan fresco como una lechuga? Yo estoy agotada —se queja.

—Porque he salido a correr cuando me desperté y eso despeja la mente —le hago saber.

—¿Otra vez has salido a correr? ¿Por qué lo haces todos los días?

—Ya te lo he dicho, es bueno para mantenerse despejado. Si estás cansado, no hay nada como correr para activarte. ¿Quieres un cruasán?

—Gracias, Colacho. Te debo una. Mañana seré yo la que prepararé el desayuno. Esta noche me acuesto temprano y nada de probar el alcohol —se compromete.

—No hagas promesas que no puedas cumplir —le digo mientras preparo dos cruasanes con jamón y queso después de prepararme mi colacao, el cual me traje de casa.

—¿Por qué te llevas ese bote amarillo y rojo para todos lados? ¿No te gusta el cacao de los demás países?

—No pienso arriesgarme a no poder desayunarme con mi colacao, por eso me he traído mi bote. Cuando quieras, te preparo uno —le ofrezco.

—Eso es para niños. ¿Cómo quieres que alguien te tome en serio, si te desayunas una taza de eso con leche fría todos los días?

—¿Tú no me tomas en serio? —le pregunto, haciéndome el ofendido.

—¿Yo? Pero si eres un niñito bueno, ni siquiera bebes alcohol —me intenta molestar.

—He bebido dos o tres veces alcohol, pero no creo que por eso sea más adulto. Además, estoy seguro de que después de lo que pasó en Pamplona, mejor me mantengo sobrio —le digo sin tapujos.

—Lo de Pamplona tampoco estuvo tan mal —me dice y se queda tan pancha.

—Casi se nos va de las manos —le digo serio.

—Eres un exagerado y con esa actitud y chocolate en la cara pareces un niño pequeño —me dice mientras con una sonrisa me quita restos de colacao que tengo en la comisura de los labios.

—Gabi —casi gruño, porque su gesto hace que la temperatura de la habitación suba cinco grados.

—Yo pensaba que los europeos no eran tan puritanos —me dice antes de separarse de mí.

Tengo que contar hasta diez y respirar. Si me dejo llevar por mis impulsos, ahora mismo tendría a Gabi entre mis piernas y le estaría comiendo la boca.

No sé lo que me pasa, nunca me había sentido así, tan necesitado por besar a una chica.

—No somos para nada puritanos, pero estoy intentando ser un buen amigo y, además, un caballero. No me lo pongas más difícil —le digo, con súplica en la voz.

—¿Es difícil? —me pregunta, haciéndose la inocente.

—No sabes cuánto —le respondo, acercándome ahora yo y dejándole un beso a escasos milímetros de su boca.

Puedo ver la sorpresa y la duda en sus ojos, si ella juega conmigo, yo también puedo mover ficha. Aunque sea un caballero, no sería justo que no me pudiese al menos defender y, como decía mi profesor de gimnasia del instituto, la mejor defensa es un buen ataque.

Terminamos el desayuno casi sin hablar. Yo intento que mi pulso se tranquilice y ella, posiblemente, esté pensando en lo que hemos hablado sobre el beso de Pamplona. Me gusta no ser el único al que de alguna manera le afectó ese beso.

—¿Qué haremos hoy? —me pregunta Gabi al acabar de desayunar.

—Yo recogeré todo esto, tú te vestirás y luego podemos elegir entre un crucero por el Sena o dejarlo para por la tarde y cenar en el barco y ahora visitar el museo de Órsay y luego las catacumbas y la Gran Mezquita —le resumo un poco las opciones que tenemos.

—¿Otro museo? —se queja mi compañera de viajes.

—Este te va a encantar. Tienen varias obras de Van Gogh.

—Pues elijo hacer el crucero con cena —dice después de reflexionarlo un poco.

El museo de Órsay me gusta desde que veo su peculiar reloj y quiero pensar que a Gabi también. Ella no se entusiasma mucho con un museo, si lo va a visitar es porque está en la ciudad y es lo que toca. Yo no soy un experto en arte, pero para apreciar las obras maestras del siglo XIX, que forman parte de la colección del museo, no hace falta ser un especialista.

Las catacumbas sí le parecen geniales y antes de entrar a este mausoleo subterráneo, situado a veinte metros por debajo de las calles parisinas, nos sacamos como mínimo cinco o seis fotos.

—Casi me arrancas el brazo —molesto a Gabi, cuando salimos de las catacumbas y después de que se pase agarrada fuertemente a mí todo el recorrido.

—¡Qué poco caballeroso! —se hace la ofendida.

—Vamos, damisela —le digo mientras le paso un brazo por encima de sus hombros y la atraigo hacia mí para seguir caminando.

Después de tener su cuerpo pegado al mío en las catacumbas, no puedo dejarlo ir como si nada. Así que la retengo y disfruto mientras puedo de su cercanía.

***

—¿Me vas a pedir matrimonio? —bromea Gabi, cuando se da cuenta de que todos los que están con nosotros en el barco son pareja y posiblemente más de uno pida matrimonio esta noche en el barco.

—¿Te gustaría que cuando te lo pida lo haga aquí? —sigo con la broma.

—Nunca lo he pensado —responde entre risas.

—¿Nunca imaginaste cómo querías que James se te declarase? ¡Pero si estuvisteis saliendo tres meses! —exclamo, haciéndome el ofendido.

—Lo curioso de todo esto es que cuando empezamos a salir, supuse que iba a estar con él para siempre.

—¿Eso por qué? —le pregunto realmente curioso.

—Porque nunca me había gustado un chico de verdad y cuando empecé a salir con él parecía el príncipe azul que todo el mundo busca, era perfecto.

—¿Qué es perfecto para ti? —le pregunto y no puedo evitar sentir un poco de celos de James, no obstante, me guardo esos sentimientos rápidamente.

—Es tranquilo, un buen chico, cariñoso, considerado y se lleva muy bien con mi madre.

—¿Qué te gusta de él a ti?

—Es guapo y alto, aunque no tanto como tú —añade.

—¿En qué? —quiero saber.

—¿A qué te refieres? —me pregunta ahora ella.

—¿Estás diciendo que soy más alto que él o que soy más guapo y más alto que él? —le repito mi pregunta.

—A que eres más alto que él, aunque también... —comienza a decir, pero deja la frase inacabada.

—Yo no me atrevería a compararte con nadie —me sincero.

—Vaya, gracias —se molesta un poco al malinterpretarme.

—No, no lo entiendes. Yo no podría compararte porque eres lo más hermoso que he visto en mi vida —me declaro antes de acercar mil labios a los suyos y permitir que se toquen por unos segundos.

No puedo apartar mis ojos de los suyos ni por un instante, aunque ella los cierra en cuanto nuestros labios se unen. Ya no puedo negarlo, Claudia tiene razón, me he enamorado perdidamente de esta chica en menos de una semana. Lo peor de todo es que sé que se va a ir de mi vida a finales de verano y, aun así, no puedo evitar quererla todos los días un poco más.

—Allí está el museo del Louvre —digo para romper el silencio después de nuestro casi inexistente beso.

—Es precioso de noche —contesta ella y me sonríe.

Si ya estoy seguro de mis sentimientos por Gabi, cuando sonríe, se intensifican más. No sé cómo lo haré, si tendré que viajar a Nueva York todos los meses para verla, pero no quiero que desaparezca de mi vida.

Aunque no seamos pareja, no dejaré que la distancia estropee esto que tenemos. 

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