CAPÍTULO TRES - DEVOLVERLE EL FAVOR
Domingo, 11 de octubre del 1987
Son las siete de la mañana y ya estoy fuera de la cama. Me he acostumbrado a dormir una siesta después de almorzar y así, aunque me acueste tarde, puedo levantarme temprano para salir a correr.
El viernes ha venido Samuel de visita a la isla porque no había venido desde que se fue el mes pasado a estudiar a Madrid. Ayer llamó a casa para decirme que me pasaría a buscar temprano para pasar todo el día conmigo.
Desde que está en Madrid, nos llamamos al menos una vez por semana, aunque en realidad suelo llamar yo porque sigo sin pagarle a Telefónica. ¿Contará como un delito?
He intentado hacer muchas cosas de las que están en la lista, aunque me quedan tantas, que creo que ni en diez años tendré tiempo suficiente para llevarlas a cabo.
No sé si Gabriel lo hizo con esa intención, no obstante, el tener una lista con cosas para hacer, hace que su pérdida sea más llevadera. No estoy todo el día pensando en que ya no está, sino que intento organizarme para seguir cumpliendo los retos que me impuso.
Hasta ahora no he conseguido hacer mucho, solo he hablado más con mis compañeros de clase, tengo algunas conocidas y he tonteado con una chica el fin de semana pasado. Aunque solo han sido algunos besos. Cuando se lo dije a Samuel, no pudo evitar sorprenderse.
No obstante, mi mayor logro es que ayer conseguí correr los prometidos diez kilómetros. Aun así, no voy a dejar de entrenar, es un deporte que me gusta, sobre todo cuando me supero, al igual que el boxeo.
Al parecer, mi abuelo sabe mucho de boxeo, y junto con dos amigos, me ha entrenado los últimos cuatro sábados. Me hacen sudar la gota gorda y sé que muchas de las cosas que me dicen, lo hacen con la intención de que me enfade y estalle y así pueda desahogarme. Pero ellos no entienden que eso ya yo lo hago por las mañanas temprano, cuando salgo a correr.
Aun así, me gusta pegarle al saco y noto que mi cuerpo ha cambiado muchísimo en los últimos dos meses.
—¿Vas a salir a correr? —me pregunta en voz baja mi abuela, que también se ha levantado temprano.
—Sí, Yeya, pero no tardaré mucho en volver. Hoy he quedado con Samuel —le digo mientras me ato las Adidas que me han llegado en un paquete postal hace dos semanas.
—Te veo muy contento con tus nuevas zapatillas.
—¿Por qué no iba a estarlo? Nunca le he dicho que no a un regalo de mi padre, aunque sea la primera vez, que yo recuerde, que sea algo que no está relacionado con un ordenador —le explico mientras me voy dirección a la puerta de mi casa y mi abuela me sigue.
—Últimamente, tus padres han estado incluso hablando por teléfono. Están preocupados por ti, por eso, cuando tu padre se enteró de que habías empezado a correr por las mañanas, te envió ese paquete.
—¿Por qué? —le pregunto, porque no entiendo la razón de que se preocupen.
—A pesar de la bicicleta, el boxeo y todas esas cosas, se te ve muy triste, Colacho —se sincera mi abuela.
—Abuela, tan solo ha pasado un mes. Déjame recuperarme un poco, por favor —le pido antes de encender el walkman de la marca Sony que mi padre le ha enviado a mamá y del cual, prácticamente, me he apropiado hace poco más de un mes.
Correr nunca me gustó mucho, sin embargo, ahora que he descubierto que se puede correr escuchando música y así poder evadirte del mundo, me levanto todas las mañanas con ganas de hacerlo.
Mi madre tiene varios casetes, pero yo, principalmente, le quito tres: Bon Jovi, The Police y Bruce Springsteen. Con la excusa de que así puedo practicar inglés, mi madre no se ha quejado por tener que renunciar a su música cuando también le desaparece por las tardes. Se ha empeñado en que me apunte a clases de este idioma, dice que algún día tendré que hablar con mi padre, pero no está en mi lista y, por lo tanto, no es algo prioritario ahora mismo.
***
Al llegar a casa, después de una hora corriendo, me encuentro a Samuel con su bicicleta que también está llegando.
—¿Samuel? ¿Qué haces aquí tan temprano? Son poco más de las ocho —le pregunto, preocupado.
—Con el cambio de hora me lio y encima no tengo cortinas en mi habitación. Lo siento. Además, no he desayunado. ¿Crees que a Irene le importará que desayune con ustedes? —me pregunta mi mejor amigo.
—Sabes que puedes venir cuando quieras. Siempre has sido el preferido de mi abuela —le digo, divertido, mientras él intenta darme un abrazo y yo me aparto.
—¿Qué te pasa? —me pregunta al percatarse de que evito que me toque.
—Estoy todo sudado —me excuso.
—Ya me he dado cuenta de que te has tomado en serio eso de ponerte en forma. Se nota que tu abuelo te machaca con lo del boxeo —se burla de mí, ya que le he contado cómo el abuelo y sus amigos me hacen entrenar los sábados durante dos o tres horas.
En cuanto mi abuela escucha que estamos hablando en la calle, nos hace entrar en casa, a mí me obliga a ducharme y a mi amigo se lo lleva con ella a la cocina.
La ducha me la doy casi fría, me he acostumbrado desde niño a nunca bañarme con agua caliente, sino templada, pero después de una buena carrera, prefiero que esté más fresca.
Al llegar a la cocina, Samuel ya está comiendo.
—No pude resistirme a empezar con el bocadillo de pata. Tenemos que llevarnos uno para la playa —me dice Samuel con la boca llena al sentarme a su lado.
—¿Qué playa? No me dijiste nada ayer de ir a la playa —le echo en cara.
—Pero me ha dicho Claudia que has estado yendo a surfear y ya es hora de que vayas a la Caleta, aunque sea con boogie. Me alegro de que por fin te hayas animado y quería ir hoy contigo —me dice mi mejor amigo con un poco de súplica en la voz.
—No te rías de mí, soy malísimo —le pido, antes de darle un mordisco a mi bocadillo.
—Me lo imagino y sabes que me reiré —me dice mi amigo, tan sincero como siempre.
Mi abuela nos prepara unos bocadillos y una fiambrera con croquetas de pollo, metemos dos botellas de agua en las mochilas y nos vamos con los booggies a pillar la guagua. Mi boogie es el de Gabriel, Claudia me lo ha dejado.
Cuando llegamos a la Caleta, no somos los únicos que han madrugado. Bruno y Efrén, dos locales de la Isla Baja, están poniéndose el traje para entrar. Nos quedan tres horas de olas y luego tendremos que esperar a que vuelva a bajar un poco la marea.
—Siento lo de Gabriel —le dice Efrén a Samuel, ya a mí me habían dado las condolencias cuando me vieron con el bodyboard de mi amigo hace un mes, pero en otra playa.
—Son mierdas que pasan —le contesta mi mejor amigo, bajando la voz.
—El guiri no lo hace mal del todo —le cuenta Bruno a Samuel, refiriéndose a mí que, aunque no he salido de esta isla, algunos me llaman el guiri por mi padre.
—Si no se ahoga hoy, será un buen día —bromea Samuel y los dos surferos se echan a reír.
Los cuatro llegamos juntos al pico, el lugar donde se cogen las mejores olas. No hace mucho frío, no obstante, el agua está helada, o quizás sea porque el traje de Gabriel me está un poco grande y no me protege como debería. Menos mal que por lo menos las aletas me quedan bien. Nos pasamos tres horas, los cuatro solos en el agua y los tres no paran de aconsejarme.
De repente tomo una ola e intento poner la rodilla y el pie sobre el boogie y esta vez no me caigo. Lo mejor de todo es que casi no hay viento y consigo entubarme. La sensación es única. No solo es adictivo el deslizarte por una ola que está en movimiento, también lo es el contacto con el mar. Sí, si algo puede curar la tristeza y la melancolía que me ha invadido el último mes, son estos momentos asombrosos de calma, de miedo, de adrenalina o agitación. Cuando surfeas, siempre sientes algo.
—¡Tu primer tubo y encima de peralta! —me grita Efrén, cuando salgo del agua y me reúno junto a él.
—¿Peralta? —le pregunto, porque no he oído esa expresión nunca antes.
—Ya sabes, un drop knee —me explica y entiendo que se refiere a cómo coloqué la rodilla y un pie sobre el bodyboard en la última ola.
—Sí, lo había intentado varias veces, pero siempre me caía —me sincero.
—Guiri, se te da muy bien, Gabriel estaría orgulloso —me dice, emocionado.
—Tengo que admitir que esto me gusta mucho más de lo que había imaginado.
—¿Qué sentiste dentro del tubo?
—Atravesar el interior de la ola, oliendo a mar y ese eco del tubo, que recuerda a una habitación vacía, es una sensación difícil de describir —le explico.
—Pues tú lo acabas de hacer muy bien. Lo que tienes que mejorar un poco es el pato —me dice refiriéndose a pasar las olas por debajo.
—¿Viste cómo caí de la ola anterior? El corazón se me puso a mil por hora —le digo emocionado.
—Esa la vi yo —interviene Bruno, que acaba de llegar a nuestro lado mientras Samuel está surfeando, posiblemente, su última ola.
—Las olas aquí son espectaculares, lo que no me gusta es que tenemos que remar un montón para llegar al pico.
—Te viene bien para que te acostumbres a remar, que aún se te nota un poco incómodo —me responde Efrén.
—¿Por qué no ha venido hoy nadie a la playa? —les pregunto, cuando comenzamos a quitarnos los trajes mojados para luego ponernos ropa seca, en mi caso un pantalón de chándal y una camiseta de manga larga.
—Anoche se fueron todos a la fiesta de Granadilla y deben estar durmiendo o se han quedado a dormir en el sur —me explica Bruno.
No hay nadie en la playa ni en la avenida, así que Samuel se desnuda cuando llega al lado nuestro, deja su tabla con cuidado encima de los callaos y, sin prisa, se cambia también de ropa.
—¡Qué sorpresa, Colacho! El próximo día traes la tabla de Gabriel, ya estás preparado para surfear como los hombres —bromea mi mejor amigo.
—¿Te llamas Colacho? —pregunta Bruno, sorprendido.
—Sí —respondo, sin entender a que viene la pregunta.
—¿Por qué te llaman guiri? Yo pensaba que tenías un nombre impronunciable —se sincera Bruno.
—Mi padre es guiri, aunque no lo conozco, pero imagino que será porque soy rubio, tengo la piel clara y los ojos azules. Mi abuela dice que si no abro la boca, parezco un finlandés —bromeo un poco.
—Sí, y es la misma abuela que nos ha preparado unos bocadillos de pata para morirse y unas croquetas de pollo para resucitarte luego. ¿Qué han traído ustedes?
—Una nevera con hielo, una botella grande de Trina de manzana que tiene que estar aún fría por el hielo, galletas y plátanos —contesta Efrén, contento.
—Pues repartimos —dice Samuel antes de sacar los bocadillos y darnos medio a cada uno.
Ya son casi las dos de la tarde y, después de estar tres horas en el agua, todos tenemos ganas de comer. Lo hacemos entre bromas y recuerdos y Gabriel está presente en casi todos ellos. Mi amigo era muy divertido y muy amigo de sus amigos, por lo que todos le tenían un cariño especial. A principios del verano pasado se había comprado una tabla, pero antes solo utilizaba el bodyboard.
Claudia me ha dejado todo lo que tenía Gabriel para surfear, parece ser que ese fue el deseo de su hermano. Incluso las Churchill, las aletas que uso, eran de mi amigo. Los padres de Claudia y Gabriel tienen fincas y se nota que están muy bien económicamente. La madre es maestra en un colegio y, además, da clases particulares por las tardes y el padre es abogado y también lleva las fincas de sus padres. Por lo tanto, su casa es mucho más grande que la nuestra, por lo que dejé la tabla allí, no quería llenar mi casa con más cosas porque sé que no la voy a utilizar en los próximos meses.
***
Mientras Samuel y yo hacemos tiempo para tomar la guagua que sale de Buenavista a las tres y media, aparece un grupo de tres chicas y dos chicos a la playa, entre el que se encuentra Silvia, la chica que se besó conmigo hace unos días.
—Hola, Colacho. ¿No sabía que también surfearas? —me saluda Silvia, ignorando al resto del grupo.
—Sí, es increíble lo bien que se le da —presume Samuel, posiblemente para echarme una mano con la chica.
—¿Te apetece dar una vuelta? —me invita ella antes de acercarse a mi lado y cogerme de la mano.
—En una hora te quiero ver aquí —responde Samuel con una sonrisa traviesa, sin esperar a que yo me pronuncie al respecto.
La verdad es que después del día que he tenido en el mar, me apetece perderme un rato con Silvia. Es guapa y lo sabe, por lo que me habla muy segura de sí misma. Tiene el pelo negro y muy largo, no es delgada, pero tampoco es gorda y tiene unas tetas que casi todos los chicos miran cuando se pone esas camisetas que no dejan nada a la imaginación.
Me cuenta, que pasó por mi casa y mi abuela le dijo dónde estábamos. No tarda mucho en enseñarme un sitio donde nadie nos ve y empezamos a besarnos como el otro día, incluso deja que le toque las tetas y me dejo llevar y me las llevo a la boca.
No sé si es lo que hacen los chicos cuando se esconden en la playa, pero me pide permiso con la mirada y me baja las bermudas, cuando me quiero dar cuenta me estoy corriendo en sus manos.
¡Mierda! Nunca me habían hecho una paja y me siento muy relajado.
—¿Es tu primera vez? —me pregunta mientras se limpia la mano con unos pañuelos que lleva en su bolso.
—Sí —respondo un poco avergonzado.
—¿Crees que puedes hacerme lo mismo? —quiere saber, bajándose ella misma los pantalones y colocando mi mano sobre su ropa interior.
Con Silvia todo es muy fácil, ella me explica cómo masturbarla, cómo le gusta. Unos minutos después ella también llega al orgasmo y nos volvemos de la mano hasta donde están nuestros amigos.
—Aún les quedan veinte minutos —se mete conmigo Samuel.
—No tenemos reloj —le contesta Silvia, como si mi amigo no estuviese insinuando que nos habíamos ido a meter mano a un rincón escondido.
—Nosotros nos vamos ya. Un amigo nos ha venido a buscar —se despide Bruno y Efrén hace lo mismo, pero con un gesto con la cabeza.
Han empezado a fumar porros, se nota el olor en cuanto nos acercamos. Hablamos un rato y luego Silvia y sus amigos se van.
—¿Le has tocado las tetas? —me pregunta Samuel, en cuanto nos quedamos solos.
—Y se las he chupado y mordido —le digo, son una sonrisa traviesa.
—¿Y qué más?
—Me ha hecho una paja, llevaba hasta pañuelos para luego limpiarse.
—¿Y tú que le has hecho?
—Yo también la he masturbado.
—Bien, Gabriel estaría orgulloso.
Nuestro amigo siempre nos recordaba que si una chica hacía que llegáramos a un orgasmo, teníamos la obligación de devolverle el favor de alguna manera y yo seguí su consejo.
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