
4. La primera vez
"Flechazo. Es gracioso que la misma palabra para describir atracción también sirva para describir violencia."
Revisé mi libreta de pasta vieja,aquella con la tapa resquebrajada que apenas tenía color y el canutillo abierto, provocando que las hojas quedaran libres y desparramadas por el suelo si no se tenía cuidado.
Al sentarme en la cama, con las piernas cruzadas, la coloqué sobre estas, abriéndola lentamente y pasando la mano por las páginas llenas de una letra cursiva que ni yo era capaz de entender muchas veces. Tachones de bolígrafo y manchas de típex inundaban el cuaderno lleno de sentimientos hacía... Alyson. Letras y más letras de intentos de canciones y poesía ridícula que ya jamás escucharía ni leería.
Lancé un largo suspiro y la dejé con suma delicadeza a un lado antes de abrazar mis piernas y enterrar mi cara entre ellas, cerrando mis ojos con fuerza.
Al abrirlos de vuelta observé mi guitarra, llevaba meses sin tocarla y una sonrisa amarga se dibujó en mi rostro.
La primera vez que había cantado para Alyson fue una fría tarde de noviembre, aún la recordaba como si solo hubieran pasado unos días.
Ella llevaba su vestido salmón con flores blancas que resaltaba su mirada y una cola de caballo alta que bajaba despreocupada sobre su hombro izquierdo. Recuerdo observarla mientras giraba el zumo de mi vaso, haciendo que los hielos chocaran de forma sutil contra el cristal. Aquella pequeña chica, que a penas llegaba al metro y medio, había conseguido hacer suspirar a mi corazón y se había vuelto la musa de unos versos tristes que jamás verían la luz del sol. Ella, en medio del salón de la casa de Paul, daba vueltas y saltaba, riendo al ritmo del pop punk que salía a través de los altavoces estéreo del televisor, sin ser consciente de que cada vez que sonreía el mundo se detenía solo para poder admirarla con plenitud. Tan inocente y atrapada en los mundos que leía que nunca se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor, ni dentro de mí.
Después de la insistencia de mi amigo para que le enseñara una canción a la chica que me gustaba me armé de valor. No voy a mentir. Estaba nervioso, me sudaban las manos y apenas podía pensar con claridad. Sentía que mi corazón se iba a salir del pecho si seguía latiendo a esa velocidad, que las mariposas que alborotaban mi estómago se agolparían en mi garganta y no me darían oportunidad a entonar ninguna palabra junto a unos dedos temblorosos que se sentían inútiles delante de aquel monumento.
Me aclaré la garganta y aparté la vista de ella sin poder dejar de notar su mirada curiosa fija en mí. Mordí mi piercing y eché el cabello rebelde de mi frente hacía un lado, una y otra vez. Los primeros diez segundos se volvieron una tortura, provocando algún que otro gallo en mi voz y notas erróneas mientras rasgaba las cuerdas de la guitarra, pero sus ojos emocionados y brillantes me dieron el empujón que necesitaba, dejando a un lado la flaqueza que ella me ocasionaba.
Cuando terminé estaba llorando, al igual que yo. Quería correr y limpiar las lágrimas que recorrían sus mejillas, pero mi cuerpo no me hizo caso, como si no me perteneciera y algo entre el cerebelo y mis músculos se hubiese roto . Alyson tenía el poder de hacerte perder el sentido y la razón, de resetearte completamente, de dejarte petrificado, sin coherencia y sin voz.
Su hechizo me había atrapado desde el primer día en el que la vi, sentada en una esquina del patio y leyendo una de esas historias de fantasía que tanto la gustaban. Durante semanas me dedicaba a observarla desde la lejanía y Paul a golpearme repetidamente el hombro para que me acercara a hablarla. Pero no podía. En medio de un montón de gente, ella resplandecía como si del sol se tratase, como si una estrella hubiera traspasado el firmamento y hubiera caído en el patio del insituto, sentía que si me aproximaba acabaría abrasado por la luz que emergía de su interior. Solo existía ella entre la multitud, tan diferente e inefable que opacaba a cualquier ser, insignificante a su lado.
Una tarde todo cambió, perdí una apuesta y me acerqué a ella. No la hablé, no me salía la voz, pero le robé una de las galletas que comía mientras se evadía del mundo enfrascada en su lectura. Se quejó y me fulminó con la mirada antes de preguntarme mi nombre, que salió en forma de balbuceos cuando lo pronuncié. Desde entonces así pasamos varios patios, ella leyendo y yo robándole el almuerzo, mientras algo más fuerte que la amistad nos juntaba cada día un poco más. Poco después se sumó su amiga Leia, y detrás de ella, Paul.
Hasta que la llevé a merendar a mi casa y Andrew se interpuso entre nosotros.
—Hermanito —susurró en mi oreja, cerrando mi libreta mientras lo observaba con la mandíbula hasta el suelo—. Está muy bien eso del amor, pero no te puedes fiar de una mujer. Son todas iguales, y si no. —Hizo una pausa —. Deja que te lo demuestre. El amor nos vuelve débiles e incapaces de ver la realidad, por eso te la enseñaré yo.
El sonido suave de unos nudillos golpeando con delicadeza la puerta de mi habitación hizo que me incorporara y mirara hacía la entrada, donde a paso lento y decidido entraba Annie, sujetando una bandeja repleta de galletas de chocolate y dos cafés. Solté el aire que llevaba dentro, recordando que mi hermano jamás volvería a irrumpir en mi habitación, y aunque una parte muy dentro de mí sintió alivio, la otra solo quería traerlo de vuelta.
Se sentó a mi lado, dejando el desayuno en el espacio que se dibujaba entre nosotros y me contempló durante unos minutos haciendo una mueca con la boca. Sabía que era dura la situación para ella, pero yo no podía actuar de otra manera, y juro que lo había intentado. Me había vuelto más retraído y antisocial, no quería salir de casa y mucho menos de la cama. A penas había comido en esas semanas, por no hablar de las horas de sueño que parecían inexistentes y hacían mella en mi cansado rostro.
—V-voy... —Carraspeó —. Voy a ir esta tarde a tomar un té con Helen, quizá podrías venir y...
—No.
Cogí la taza entre mis dos manos, soplando con la nariz muy pegada a ella y que el olor a café me aturdiera ligeramente.
—Podríamos preguntarle por Alys, así también haces compañía a Leia, debe de sentirse muy sola ahora que...
—Lo sé mamá —pronuncié por fin, y aunque quería declinar la oferta el brillo de esperanza en sus ojos me hizo suspirar y asentir lentamente con la cabeza, dando un sorbo al líquido cargado de azúcar.
Ella sonrió y agarró su taza, imitándome mientras contemplaba un lugar fijo en la ventana, más allá del cielo nublado, como si pudiera ver algo que solo estaba al alcance de su vista.
Esa tarde gruñí y maldecí en voz baja por haber aceptado, metiéndome a regañadientes en la ducha que llevaba días sin tocar para luego quedarme bajo los chorros del agua durante casi una hora en la que lo único que pude hacer fue sollozar en soledad.
La culpa de lo que pasó aquella tarde me acompañaría hasta el lecho de mi muerte, porque aunque no fui yo el que prendió la llama, sí el que hizo las cosas mal. El que avisó a sus padres antes que a la policía y el que había sido partícipe de esa situación. Si tan solo hubiera pensado de otra manera... Podría haberlos salvado a todos. A sus padres, a ella y a Andrew.
Me enredé la toalla en la cintura y me contemplé en el espejo. Aquella herida que ya cicatrizaba a un ritmo vertiginoso me asqueaba, siempre iba a tener el recordatorio de mis malas acciones y me odiaba por ello. Apreté los puños y tensé la mandíbula. Me repugnaba a mí mismo.
Quise golpear el espejo con todas mis fuerzas y me visualicé haciéndolo, pero me contuve. En vez de eso me pasé la toalla por el pelo, secando las pequeñas gotas que resbalaba por él. Me puse unos vaqueros ajustados, una sudadera negra y até mis converse antes de bajar al salón, donde esperé a que Annie se terminara de preparar.
El trayecto a casa de los Vernon fue incómodo, pero el sonido de la radio se filtraba entre los altavoces del coche, dando algo de sonido al ambiente tenso.
Mi madre tuvo que repetir mi nombre un par de veces para que saliera del coche cuando llegamos, tan metido en mis pensamientos que no fui consciente de que ya habíamos aparcado y el motor del coche estaba apagado.
—¡Qué grande estás! —exclamó Helen cuando me vió, abrazándome con fuerza mientras permanecía impasible ante su gesto.
Nos condujo hacía la sala de estar, donde ya estaba el té preparado con algunas pastas apiladas en un plato de cerámica decorado con pequeñas flores moradas.
—Leia está arriba, puedes ir a saludarla.
—No hace falta.
Los tres nos giramos para observar a Leia, quién, ataviada con una ropa que parecía demasiado grande para su flaco cuerpo, sonreía sin ganas desde la puerta.
Conforme se fue acercando la contemplé sin reparos. Tenía los ojos rojos e hinchados, la piel más pálida de lo normal y el pelo enredado atado en una coleta mal hecha. Me dedicó una sonrisa forzada antes de sentarse a mi lado.
—Te ves horrible. —Su intento de broma me hizo reír —. Aunque seguramente yo me vea peor.
—No todos podemos ser perfectos siempre —dije llevándome una pasta a la boca —. Ni siquiera Leia Vernon.
—¿Tampoco Matthew Hemmings?
—Ni él.
Dejó la pequeña taza de vuelta en el plato y me abrazó, apoyando la cabeza en mi hombro.
—Gracias por venir —susurró —Seguramente seamos los únicos que podamos entendernos.
—Me he sentido obligado, pero sí. —Aclaré mi garganta —. Supongo que no podemos aislarnos eternamente, y más cuando nos tenemos los tres.
—Paul ha estado trayéndome margaritas todas las semanas. —Soltó una pequeña carcajada —. Pero me hace sentir menos mal, ¿sabes? El saber que hay alguien que nos tiende la mano para que no nos perdamos.
Agaché la cabeza, recordando que desde que Paul había venido a mi casa a jugar ya no le había vuelto a ver. Le ponía excusas y me encerraba en la habitación con tal de no verle, no quería saber nada de nadie.
—Tenemos que seguir adelante. —Leia puso la mano en mi rodilla —. Se lo debemos. Si no, ¿cómo la vamos a ayudar?
Tenía razón.
¿Cómo podría salvarte alguien roto? Tendría que ser la mejor versión de mí mismo.
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