Capítulo 3
—Superhéroes —repetí, mirando lo que tenía en la mano.
Ross me quitó el cómic de las manos y lo miró.
—No cualquier superhéroe —lo señaló—. Es Thor. Es un dios.
—Un dios —repetí, enarcando una ceja.
—Y nórdico.
—Estoy muy impresionada —ironicé.
Él entrecerró los ojos.
—Deberías tener un poco más de respeto por los superhéroes, Jen. Nunca sabes cuando puede aparecer un Thanos en tu vida.
No sabía quién era ese, pero supuse que sería un villano, así que seguí paseando por la tienda, mirando los tomos sin entender muy bien qué veía. Naya estaba delante de figuras de acción. Solo reconocí a Spiderman.
Hacía ya dos semanas que estaba ahí con ellos, pero se sentía como si hubieran pasado dos días. Entre las clases, los trabajos y... básicamente, vivir, no había tenido tiempo de casi nada. Apenas había hablado con mi familia o con Monty.
—¿A ti también te gustan estas cosas? —pregunté a Naya.
—Will me enganchó —me dijo, mirando una figura de una chica azul—. ¿Qué te parece esta de Mystique?
—Preciosa.
Seguí mi camino y vi que Will rebuscaba en una estantería, mientras que Ross estaba mirando tomos de una mesa. Me acerqué al último y miré el que acababa de dejar.
—¿No te gusta el... linterna verde?
—Cuando era pequeño, coleccionaba cómics. Ese lo tengo en casa.
—Mis dos hermanos mayores, Shanon y Spencer, también solían gastarse todo el dinero que tenían en estas cosas. Pero no eran así... eran de... ¿Toc top?
—Tip top —me corrigió él, mirándome con una sonrisa—. Pero buen intento.
—¿Y a ti te gustan los de superhéroes?
—Sí. Son mis favoritos.
—¿Cuál es tu superhéroe favorito?
Él lo pensó un momento, dejando un cómic de la liga de la justicia en la mesa de nuevo. Lo agarré y miré su carátula con el ceño fruncido.
—Thor, Batman y Spiderman.
—Thor está bueno —dije, agarrando un cómic en el que salía en la portada.
—Acabas de hacer que me guste un poco menos.
Le sonreí de reojo y me puse a ojearlo sin leer nada. Después, lo devolví a la mesa.
—Creo que empezaré por las películas —dije, metiéndome las manos en los bolsillos—. Leer no es lo mío.
—Dijo la chica que estudia literatura.
En eso tenía razón.
Me acerqué al escaparate de la tienda, pasando por el lado de Will, y me quedé mirando el exterior. Estaba lloviendo otra vez, por eso habíamos entrado en esa tienda. Me gustaba la lluvia, me recordaba a casa, donde llovía incluso en verano.
Los demás se acercaron a mí poco después y hablaron de volver a casa —es decir, a su casa—. Como no era muy tarde, acepté ir con ellos.
Cuando llegamos, yo tenía la sudadera empapada porque había sido la única idiota que no había llevado una chaqueta adecuada.
—Seguro que mi madre está convulsionando ahora mismo en casa —murmuré, viendo cómo Ross rebuscaba en su armario.
—Siempre hablas de tu familia como si tu madre fuera histriónica —bromeó.
—No lo es. Pero se preocupa mucho. Muchísimo. Demasiado.
—¿Y eso es malo? —él sacó cuatro sudaderas y las dejó en la cama—. Elige la que quieras. Son las más pequeñas que tengo.
Me acerqué y las examiné concienzudamente.
—No es malo —continué la conversación—. Pero puede llegar a agobiar. ¿Tu madre no te llama continuamente para saber cómo estás?
—¿Mi madre? —repitió, sonriendo—. No, ni de lejos.
—¿Te llama poco?
Levanté la sudadera azul y la devolví a su lugar, poco convencida.
—No me llama mucho —dijo, bostezando—. Pero nunca ha sido de las que llaman para ver cómo estás. Al menos, no demasiado.
Me dio la sensación de que no era un tema de conversación demasiado fascinante para él, así que volví a centrarme en su ropa. Al final, agarré la sudadera roja y se la enseñé con una amplia sonrisa.
—No sé por qué, pero me imaginaba que elegirías esa —me dijo, negando con la cabeza.
Tenía la silueta negra de Pumba dibujada en el centro. Me la pasé por la cabeza y me alivió enseguida notar el tejido calentito en mi piel. Estaba empezando a congelarme con mi camiseta interior.
Volvimos al salón con los demás. Sue estaba en un sillón comiendo pizza con mala cara mientras Naya y Will hablaban sobre algo en uno de los sofás. Ross y yo nos sentamos en el otro.
—...deberías ir —le estaba diciendo Will en ese momento.
Naya arrugó la nariz y comió una porción de pizza mientras yo agarraba una de la de barbacoa.
—¿Qué pasa? —preguntó Ross.
—Mañana es el cumpleaños de una chica que me hacía la vida imposible en el instituto y, por algún motivo que no entiendo, me ha invitado. Pero no quiero ir.
—Deberías ir —le repitió Will—. Quizá quiere hacer las paces.
—O quizá quiere humillarte delante de todo el mundo para causarte un trauma de por vida —sonrió Ross.
Will le dio un manotazo en el hombro.
—Eso no ayuda —le dijo, frunciendo el ceño.
—A mí nadie me ha pedido mi ayuda.
—¿Ves? —Naya sacudió la cabeza—. Incluso Ross lo piensa, cariño. No iré.
—Han pasado tres años desde que esa chica y tú no vais a la misma clase —le dijo Will—. En tus últimos años de instituto ni la veías. Puede haber cambiado mucho desde entonces.
—No lo creo —dijo ella.
—¿Por qué no? —pregunté.
Naya suspiró y me miró.
—¿No conocías a alguien en el instituto que era engreído, pesado y popular?
—Sí.
—¿Y qué hiciste?
—Salir con él —sonreí.
—Acabas de perder bastante credibilidad —me aseguró Ross.
—No es lo mismo —me dijo Naya—. Estuvo cuatro años de instituto metiéndose conmigo continuamente. No quiero ir a su fiesta. No quiero verla. Ni siquiera sé por qué me ha invitado. Ya ni me acordaba de su existencia —suspiró—. ¿Qué haríais vosotros?
—Dejarle una rata muerta en el buzón —murmuró Sue.
Últimamente, me había dado cuenta de que era la única que se sorprendía cuando decía esas cosas. Los demás se limitaban a ignorarla.
—Yo iría —dijo Will—. Puede que quiera hacer las paces. Y te ayudaría a superar esa etapa de tu vida. Además, iría contigo si no tuviera planes.
—Lo sé, cariño —ella le acarició la mejilla—. ¿Ross?
—Yo no iría —Ross se zampó lo que le quedaba de pizza y la miró—. La gente idiota no cambia.
—Qué pesimista —puse una mueca.
—Yo prefiero llamarlo realista.
—¿Y tú? —me preguntó Naya.
Lo consideré un momento.
—Yo iría —dije—. Lo peor que puede pasar es que te aburras.
—O que te humillen —sonrió Ross al ver que Will se enfadaba con él.
—Si algo va mal, puedes irte —dije—. Tampoco es tan complicado, ¿no?
—Sí, me llevaré dinero para el taxi —murmuró ella, mirando a Will—. ¿Seguro que no puedes ir?
—Estaré ocupado hasta tarde y después estaré cansado para fiestas —le dijo él—. Pero te compensaré.
—Sé que lo harás.
Y empezaron a besuquearse otra vez. Sue y Ross pusieron los ojos en blanco a la vez.
***
La sudadera de Ross estaba en mi armario cuando lo abrí para dejar la ropa que había usado ese día. No lo había visto desde la noche anterior. Tenía que devolvérsela cuanto antes.
Naya estaba dándose los últimos retoques de maquillaje en el espejo. Parecía nerviosa.
—¿Seguro que no quieres que vaya contigo? —le pregunté.
—No. Es mejor que vaya sola —me sonrió—. Además, sé que prefieres quedarte.
—Si es por acompañarte, no me importa ir —le aseguré.
Después de que ella hubiera sido tan amable conmigo esas dos semanas...
—No te preocupes. Además, ya deben estar abajo.
—¿Han venido a buscarte?
Ella se ajustó el collar y me miró de nuevo.
—No. Es un taxi. No me queda otra.
—Si te aburres, llámame.
Me guiñó un ojo y abandonó la habitación, dejándome sola.
Me quedé mirando mi deprimente armario y agarré la sudadera de Ross. Olía bien.
No pasaba nada si me la ponía una noche más, ¿no? Me había gustado. Era suave.
Total, nadie lo vería.
Con una sonrisa malvada, me la pasé por la cabeza, por encima del pijama de camiseta y pantalones cortos de algodón que llevaba. Por no hablar de los calcetines gruesos de arcoíris. Menos mal que Monty nunca se había quedado a dormir en casa —era más de los que cumplían con su función y se marchaban— y nunca me había visto así.
Agarré el portátil y estuve un rato pasando apuntes a limpio mientras escuchaba música de fondo, hasta que me cansé y, por algún motivo, terminé a un clic de ver la película de Thor. Dudé un momento antes de hacerlo y acomodarme en la cama.
Me gustó.
Puse otra. El Capitán América.
Cuando estaba terminando, ya estaba buscando otra para mirar.
No sé cuántas películas de superhéroes vi en una noche, pero cuando me tumbé en la cama ya eran más de las dos. Al día siguiente no tenía nada importante que hacer, pero me dije a mí misma que ya era tarde y apagué la luz. No tardé en quedarme dormida.
Cuando volví a abrir los ojos, me daba la sensación de que no había pasado nada de tiempo, pero eran las cuatro de la mañana. Parpadeé. ¿Qué era ese ruido? Me puse las gafas torpemente, ya que me había quitado las lentillas para dormir.
Número desconocido. Me aclaré la garganta, llevándomelo a la oreja.
—¿Sí? —pregunté con voz adormilada.
—¿Puedes venir a buscarme?
Me desperté de golpe. Naya. Parecía haber estado llorando. Me incorporé enseguida.
—¿Qué...? ¿Qué ha pasado? —pregunté mientras me sentaba y me ponía las botas rápidamente.
—Es... ¿puedes venir, por favor? No tengo dinero.
—¿No te has llevado dinero para el taxi? —pregunté, incrédula, abriendo mi cartera.
—Sí, pero... —ella sorbió la nariz—. Es una larga historia. Estoy junto al puente. Junto a un edificio amarillo muy feo.
—¿El puente?
Eso era casi media hora de coche. Iba a ser caro. Me puse de pie y agarré la cartera de la cómoda. Tenía el dinero justo para ir a buscarla, pero no para volver. Y no sabía cómo se suponía que iba a vivir después.
Pero no podía dejarla tirada.
—No le digas nada a Will, por favor —gimoteó—. Se preocupará.
—Naya, tengo que...
—Por favor...
Cerré los ojos un momento.
Esperaba haber mejorado mintiendo.
—No le diré nada —dije.
—Gracias.
—No te muevas. Ahora llamaré a un taxi e iré.
—Vale.
—Llámame si pasa algo más.
—Vale —repitió.
Sin dudarlo un momento, busqué a Ross en mi lista de contactos y lo llamé. Todavía no había usado su número. Esperaba que me respondiera, porque mi única alternativa era Will.
—Seas quien seas... ¿sabes qué hora es? —preguntó de pronto, con voz más grave que de costumbre.
—Necesito tu ayuda —dije con urgencia.
Tardó unos segundos en responder. Creí que me había colgado, pero entonces volvió a hablar.
—¿Jen?
—Sí. Soy yo. ¿Puedes hacerme un favor?
—¿Qué pasa? —preguntó, despierto por completo.
—Naya me ha llamado llorando para que fuera a buscarla, pero... eh... ¿crees que podrías acompañarme a buscarla?
—¿Y Will?
—Ha dicho que no quería que le dijéramos nada.
—¿Sabes lo que me hará si se entera de que no le he avisado?
—Lo mismo que me hará Naya a mí si Will se entera de algo.
—Deberíamos avisarlo y...
—Ross —lo corté—. Por favor.
Él estuvo un momento en silencio antes de suspirar.
—En cinco minutos delante de tu residencia.
—Gracias, Ross —solté todo el aire de mis pulmones.
—Si en el fondo, soy una persona caritativa.
Sonreí y colgamos los dos a la vez.
Estuve esperando cinco minutos exactos en la puerta de la residencia hasta que vi que un coche se detenía delante de mí. Ross tenía cara de sueño cuando me subí a su lado.
—Los rescatadores —murmuró, acelerando.
Se me había olvidado que conducía como si no le importara morir.
Aunque en esa ocasión estaba mejor, porque así llegaríamos antes con Naya.
—¿Qué le ha pasado? —me preguntó.
—No me lo ha dicho. Pero sonaba bastante mal.
—¿Y por qué no quiere que Will se entere?
—La conoces más que yo, deberías decírmelo tú.
Me miró un momento con ironía, y vi que se detenía unos segundos en mirarme. Luego, esbozó una sonrisa burlona.
—Bonito atuendo.
Me miré a mí misma y noté que me ponía roja al darme cuenta de que todavía iba en pijama y, por consiguiente, con su sudadera.
Empezamos bien.
—Es que no sabía qué ponerme —dije torpemente—. Pero... te la lavaré y te la devolveré, te lo aseguro.
—Me fío de ti —sonrió.
—Es que...
—Puedes quedártela —me interrumpió—. A mí me va pequeña. Y a ti te queda bien.
Dudaba mucho que le fuera pequeña. Solo lo decía para que la aceptara.
—Pero es tuya.
—Ya no. Ahora es tuya.
No pareció seguir discutiéndolo. Pasamos un rato en silencio. Yo no tenía sueño en absoluto. Miré por la ventanilla, nerviosa, y me puse aún peor cuando vi el puente del que hablaba Naya. Ross aparcó el coche rápidamente y los dos nos bajamos mientras yo buscaba el edificio amarillo y él me seguía.
—¿Qué buscamos? —preguntó él, mirando a un grupo de chicos más jóvenes que nosotros que nos miraban de reojo.
De hecho, estaba lleno de grupos de gente bebiendo. Era una calle larga y con casas grandes. Estaba llena de coches caros mal aparcados y se oía el murmullo de música no muy lejana.
—Un edificio amarillo muy feo —le dije, mirando a mi alrededor.
Él también miró a su alrededor, pero nada por ahí parecía viejo.
Cuando pasamos al lado de un grupo de chicos, uno se me quedó mirando.
—Bonitos calcetines —me sonrió con malicia.
Lo ignoré completamente.
Ross no.
—Bonita cara. Cierra el pico si quieres conservarla.
El chico se quedó mirándolo con el ceño fruncido, pero no dijo nada más. Ross se situó a mi lado y yo lo miré, sorprendida.
—¿Acabo de descubrir tu lado oscuro?
—Soy un hombre peligroso —me sonrió, burlón.
Seguimos nuestro camino y tuvimos que andar unos segundos más antes de que por fin viera un edificio visiblemente más viejo que los demás, de color amarillo azafrán. Aceleré el paso y Ross me puso una mano en el hombro, señalando a Naya.
Ella estaba sentada en la acera de ese edificio, abrazándose las rodillas, completamente sola. Estaba empapada, como si hubiera estado esperando en la lluvia, aunque no había llovido. Tenía el maquillaje que tanto trabajo le había costado ponerse corrido por las mejillas. Al notar que nos acercábamos, se puso de pie.
—¿Ross? —preguntó ella, mirándome—. ¿No habrás...?
—Me ha hecho jurar que no le diré nada a Will —aseguró él.
Naya me miró durante unos segundos antes de lanzarse sobre mí y abrazarme con fuerza.
—¿Qué te ha...? —intenté preguntar
—No debí haber venido —dijo, separándose y negando con la cabeza—. Se han burlado de mí, me ha pedido mi collar para mirarlo, no sabía que decir y se lo he dejado, pero no me lo devolvía... se lo ha quedado.
—¿Y por qué estás empapada? —le preguntó Ross.
—Cuando intentaba quitárselo me han tirado a la piscina. Llevaba el bolso encima y... me he quedado sin dinero y ni siquiera sé si mi móvil funciona. No me he detenido a asegurarme. He tenido que pedirle a una chica que me prestara el suyo y...
Se cortó a sí misma y vi que quería volver a llorar.
—Oh, Naya...
No sabía qué decirle. Yo había sido una de las que la habían convencido para asistir a esa fiesta. Además, debía estar congelada. Yo tenía las piernas heladas y hacía solo cinco minutos que estaba ahí.
—¿Quieres mi chaqueta? —le ofrecí.
—En mi coche hay una de sobra —me dijo Ross—. Vamos, Naya.
—Sí —murmuró ella—. No quiero pasar un segundo más aquí...
Hicieron un ademán de irse, pero al ver que no me movía se quedaron mirándome.
—¿Y por qué lo ha hecho? —pregunté.
—Le gusta reírse de los demás —murmuró Naya—. Supongo que la hace sentirse mejor consigo misma.
—¿Y te has quedado sin nada? ¿Sin móvil, sin dinero...?
—Todo se ha jodido cuando lo han tirado a la piscina.
Negué con la cabeza, mirando la casa que ella señalaba. La que estaba justo delante de nosotros y de donde provenía la música.
Ross me miraba con el ceño fruncido, como si supiera que estaba pensando en algo.
—Eso no es justo —dije, enfadada.
—Lo sé —me aseguró.
—¿Y tu collar?
Ella agachó la cabeza y respiró hondo.
—Fue el primer regalo que me dio Will. Por mi cumpleaños.
—¿Te lo ha roto?
—No. Se lo ha puesto.
—¿Y no le has dicho nada? —pregunté, incrédula.
—No es tan fácil —me dijo Ross.
—Sí lo es —protesté.
—No, no lo es, Jenna —me aseguró Naya—. Después de todo lo que pasó en el instituto... me he acordado de lo insignificante que me sentía por ese entonces. Me... me he bloqueado.
La miré un momento, pensativa.
Recordaba perfectamente una vez que uno de mis hermanos, Sonny, había vuelto a casa con un ojo morado. Nos dijo que se lo había hecho jugando al fútbol y nos lo creímos... todos menos mi hermano Spencer. Él insistió hasta que Sonny se puso a llorar y confesó que había sido un chico de su clase que no dejaba de meterse con él. Ese día había intentado encararlo.
En ese momento, Spencer no necesitó los detalles. Ni siquiera necesitó saber si Sonny había hecho algo más a ese chico. Se limitó a salir de casa, subirse a su moto e ir a por el chico. No sé qué le hizo, pero jamás volvió a molestar a Sonny. Y aunque Sonny nunca volvió a mencionar el tema, supe que siempre se lo había agradecido inmensamente a nuestro hermano.
Y entonces, mirando a Naya llorando, sentí lo mismo que Spencer ese día. No necesitaba saber si esa chica tenía una razón para actuar así. No necesitaba saber el contexto. No me gustaban las injusticias y, aunque no fuera una heroína, alguien tenía que hacer algo. Naya no se merecía eso.
Me puse de pie y le tendí la mano.
—Esperad aquí un momento —les dije.
—¿Que esperemos? —repitió Naya, confusa.
—Voy a entrar un momento a por tus cosas y volveré.
—Voy contigo —me dijo Ross.
—No. Quédate con Naya. Será un momento.
—De eso nada —él negó con la cabeza—. O vamos todos o ninguno.
Los dos la miramos.
Ella dudó un momento antes de asentir con la cabeza y guiarnos. Sus nervios fueron aumentando a medida que nos acercábamos a la casa.. Abrí la puerta sin llamar al timbre, aunque eso no pareció extrañar a nadie. Naya no se detuvo hasta llegar al jardín trasero, donde vi el bolso mojado de Naya en el suelo y a una chica alta, con el pelo rizado, riendo con sus amigos mientras sostenía un cigarrillo y una copa en las manos. Llevaba un collar que reconocí al instante.
—Es ella —me dijo Naya—. Pero no...
—Espera aquí —le dije.
Me acerqué a la chica como si fuera Harry el sucio y, cuando estuve junto a su grupo, todos se giraron hacia mí, mirando la forma en que iba vestida. Ross estaba justo a mi lado.
—¿Te he invitado? —me preguntó la chica solo a mí, mirando los calcetines de arcoíris que asomaban en mis botas marrones.
—No —le dije, cruzándome de brazos—. Has invitado a una amiga mía. Se llama Naya. Quizá te suene... llevas puesto su collar.
La chica miró por encima de mi hombro a Naya, que parecía entre avergonzada y asustada.
—¿Y eres su guardaespaldas? —me dedicó una sonrisa burlona—. No intimidas mucho.
—¿Por qué no devuelves el collar y terminamos con esto? —le preguntó Ross.
En ese momento, un amigo suyo se metió de por medio. Era más bajo que Ross, pero lo miraba como si fuera a aplastarlo de un soplido.
—Será mejor que os vayáis —le dijo a Ross.
Ross no respondió, pero le enarcó una ceja, sin moverse de su lugar.
Ella tampoco se movió de su sitio, sonriéndome.
—¿Y por qué iba a dártelo?
—Porque no es tuyo —fruncí el ceño.
—Ahora es mío. Y tú estás en mi casa. Vete.
—No sin el collar —le dijo Ross.
—No lo repetiré —me advirtió.
—No nos iremos sin el collar —se reiteró Ross.
—¿Por qué os la jugáis por ella? —preguntó el chico, acercándose a él—. Decidle a la zorra de vuestra amiga que si quiere el collar, vaya ella misma a por él.
Eso fue suficiente como para agotar mi paciencia. Aparté a Ross suavemente, y encaré al chico, que se quedó mirándome fijamente, casi con gesto burlón.
—Qué miedo —se burló.
No lo pensé. Me acordé de las lecciones de Steve. Pies bien plantados, puños apretados y giro de cintura.
El puñetazo le dio directamente en la nariz.
Él retrocedió del susto, sujetándose la nariz. Le había dado con fuerza. Con tanta que me dolía la mano entera, pero disimulé. Él soltó una palabrota.
—¡Estoy sangrando, psicópata! —me gritó.
—¿El collar? —le pregunté a su amiga, ignorándolo.
Ella había dejado de sonreír. Dudó un momento antes de quitarse el collar y lanzármelo. Al darme la vuelta, vi que Ross y Naya me miraban con la boca abierta.
—¿Nos vamos? —pregunté.
Ellos dos me siguieron cuando recorrí el camino de nuevo hacia la salida. En realidad, me daba miedo que sus amigos se animaran a perseguirme, pero no lo hicieron.
Al instante en que estuvimos en la acera, los dos volvieron a girarse hacia mí.
—Le has dado un puñetazo —me dijo Ross, como si no pudiera creérselo—. En toda la cara.
—No ha sido para tanto —le aseguré—. Deberías ver a mi hermano Steve. Era boxeador. Me enseñó a golpear, pero nunca había tenido que ponerlo en práctica hasta ahora.
Levanté la mano. Tenía los nudillos y la muñeca rojos.
—¡Ha sido increíble! —por fin reaccionó Naya, riendo—. ¡No me puedo creer que hayas hecho eso!
Sonreí un poco. Ross se había acercado.
—¿Te has hecho daño? —preguntó.
—Un poco.
—Con el puñetazo que le has metido, no me extraña —murmuró él, mirando mi mano—. No parece nada grave.
—Podríamos pedirle hielo a Chris en la residencia para que no se hinche —ofreció Naya—. Es lo mínimo que puedo hacer.
—Vamos, os llevaré —ofreció Ross, sonriendo.
Ninguno de los tres dijo gran cosa en todo el camino. Mi mano dejó de doler y Naya se puso su collar. Ross se limitó a conducir cantando en voz baja la canción que sonaba por la radio.
Cuando llegamos, Naya le dio las gracias a Ross y bajó del coche. Yo me quedé mirándolo un momento.
—Gracias por haber venido —le dije.
—No querría meterme contigo. He visto los puñetazos que das.
Sonreí.
—Buenas noches, Ross.
—Buenas noches, Jen.
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