Capítulo 13
Me quedé mirando a Monty fijamente, como si fuera una aparición fantasmal. Él estaba tenso, con los labios apretados. Su mirada desvió hacia Mike, que no parecía entender nada.
—¿Quién es este? —preguntó, y su tono dejaba claro quién no quería que fuera.
—Mike —sonrió él—. Un placer. Seas quien seas.
Eso pareció calmarlo, pero no mucho, porque se volvió a girar hacia mí.
—¿Qué...? —reaccioné por fin—. ¿Qué haces aquí?
—Creo que lo sabes muy bien.
—¿Lo sé muy bien? —repetí, intentando acordarme de cualquier momento en que me hubiera dicho que iba a venir.
Monty clavó la mirada en Mike.
—Creo que yo me iré —sonrió él—. Nos vemos en casa de Ross, Jenna.
Él se marchó mientras yo cerraba los ojos con fuerza.
—¿En casa de Ross? —repitió Monty—. Es ese, ¿no? El que te estás tirando.
—Monty, cálmate —le pedí, al ver que estaba levantando la voz.
—¿Que me calme? —me agarró del brazo—. Ven aquí.
Me empezó a arrastrar por el campus hacia el aparcamiento mientras yo intentaba librarme de su agarre. Estaba muy enfadado.
En cuanto vi su coche, él se detuvo y me soltó, respirando hondo.
—¿Has conducido hasta aquí? —le pregunté, atónita.
—¡Claro que he conducido hasta aquí! —me soltó—. ¡Hace días que mi novia ha decidido no responder a mis llamadas ni a mis mensajes!
—¿Y tu mejor solución ha sido conducir cinco horas solo para gritarme?
—Una mejor solución habría sido contestar a mis putos mensajes, Jennifer.
Ya habíamos entrado en la fase palabrotas. Me crucé de brazos a la defensiva.
—¿No tienes nada que decir? —me preguntó, mirándome fijamente—. Porque espero que tengas una buena excusa.
—No quería hablar contigo.
Pareció que iba a decir algo muy ofensivo, pero se contuvo.
—Soy tu novio, ¿no tenías otra forma de darlo a entender?
—¿Otra forma a parte de no responderte a los mensajes?
—¿No te das cuenta de que he estado preocupado? No estás en casa, no puedo pasarme a ver si estás bien. Estás... a cinco malditas horas. Con...
Otra vez, se contuvo antes de soltar una palabrota.
Di un paso hacia él. En el fondo, tenía razón.
—Lo siento.
—Sí, más te vale sentirlo —negó con la cabeza, apartándose de mí—. No me puedo creer que haya tenido que venir hasta aquí solo para asegurarme de que estás bien.
—¿Seguro que ha sido por eso, Monty? —pregunté, frunciendo el ceño—. ¿No ha sido para ver cómo es Ross?
—Ah, sí, Ross —repitió, haciendo énfasis en su nombre—. Tu nuevo novio.
—No es mi novio.
—Pero te has abierto de piernas para él en menos de un mes.
—Te estás pasando de la raya —le advertí—. Soy tu novia. Me merezco un poco de respeto.
—Te daré respeto cuando te lo ganes.
—¡De de comportarte como un imbécil!
—¿Qué ibas a hacer esta noche en su casa?
Dudé un momento. Él no sabía que estaba viviendo con Ross y los demás. Quizá creía que lo veía una vez a la semana o algo así.
—Solo... iba a cenar con ellos —dije—. ¿Qué hay de malo en eso?
Monty me miró fijamente unos segundos.
—¿Así vestida?
Me miré a mí misma.
—¿Qué tiene de malo?
—Oh, lo sabes muy bien —se acercó y me subió la cremallera de la chaqueta, ocultando el escote del jersey.
—Dios mío, Monty, solo se me ve el cuello —protesté.
—Dame tu móvil.
—Ya hemos pasado por esto —le dije—. No te lo daré.
—Si no tienes nada que ocultar, dámelo.
—¡No tengo por qué hacerlo!
—¡Entonces, ocultas algo!
—¡No es verdad, Monty!
Él apretó los labios y me agarró del móvil del bolsillo sin pedir permiso. No me molesté en intentar impedírselo. Ya tenía experiencia suficiente como para saber que sería inútil hacerlo. Monty miró mi móvil en silencio, pasando el dedo a toda velocidad por la pantalla.
—¿Dónde está? —preguntó bruscamente.
—¿Quién?
—Jack Ross. ¿Dónde está?
Entonces, me acordé de que se había guardado a sí mismo como chico de los recados. Nunca creí que eso fuera a ser una salvación.
Ross salvando el día de nuevo.
—Ni siquiera tengo su número —mentí—. Cuando quiero verlos, llamo a Naya o a su novio.
Le quité el móvil a Monty, que me miraba con los ojos entrecerrados.
—No te lo crees ni tú.
—¿Lo has encontrado en mis contactos? —pregunté, enarcando una ceja—. No, ¿verdad?
—No te creo, Jennifer —me dijo—. Ya no me creo nada.
Vi que daba la vuelta al coche y, por un momento, pensé que se estaba marchando. Sin embargo, se detuvo cuando abrió su puerta.
—Sube —me ordenó.
—¿Qué?
—Que subas. Ahora.
—Estás siendo un ridículo —murmuré, subiendo al maldito coche.
Él dio un acelerón y vi que conducía por el campus hacia mi residencia. Estaba intentando pensar excusas para que Chris no se extrañara al verme llegar cuando Monty detuvo el coche delante del edificio.
—Ve a por tus cosas —me dijo.
—¿Eh? —me giré en redondo, olvidándome de Chris por completo.
—Ya me has oído. Nos vamos a casa.
—¿Qué? No.
—No es discutible. Vamos.
—¡No!
Él cerró los ojos un momento.
—¿Tengo cara de estar pidiéndotelo?
—¡No quiero ir a casa!
—Pues qué lástima. Ve a por tus cosas.
No me moví, mirando al frente. Él soltó una palabrota y apagó el motor.
—No me puedo creer que me estés haciendo esto —murmuró.
—¿Y qué estoy haciendo, Monty? —pregunté—. ¿Querer quedarme? ¡Me lo estoy pasando bien aquí!
—Sin mí.
—Pues sí, sin ti —mascullé, mirándolo—. Eres mi novio y... me gusta estar contigo cuando no eres así, pero... tienes que asumir que hay más gente en mi vida.
—Sí, como Jack Ross.
—¡Y para ya con Ross! Él no te ha hecho nada.
—¡Acostarse con mi novia!
—¡Te recuerdo que fue idea tuya!
—¡Pues lo retiro!
Me quedé mirándolo un momento.
—¿Qué?
—Que no quiero seguir con esto.
—¿Con nuestra relación?
—No, con... con esta idea de tener una relación abierta —me dijo, y vi que apretaba los labios, como si estuviera a punto de llorar—. Joder, Jennifer, no te imaginas lo que he pasado estos meses pensando que tú... que...
No supe qué hacer. No podía verlo llorar.
—¿Y si nos olvidamos de eso? —me miró—. Podríamos fingir que nunca ha pasado. Volver a nuestra relación. Una normal y corriente. Cerrada. Solo nosotros dos. ¿No te gustaría?
—Monty...
—Funcionaba bien —me agarró la mano—. Sabes que funcionaba bien. Hemos tenido nuestros momentos malos, pero... lo bonito es poder superarlos juntos, ¿verdad?
Abrí la boca para responder, pero no sabía qué decirle.
—Yo te quiero, Jenny —me dijo—. Tú lo sabes. Sabes cuánto te quiero. No... no puedes culparme por reaccionar así. ¿Tú no harías lo mismo? ¿No te has sentido también mal por todo lo que está pasando?
—Bueno, sí... pero...
—Pues ya está. Terminemos con eso. Volvamos a ser tú y yo. Vuelve a casa conmigo. Olvídate de ese... Ross o como se llame. ¿No nos lo pasábamos bien juntos?
—No puedo volver, Monty.
—Puedes hacerlo, pero no quieres.
—No, no quiero —dije, poniéndole la otra mano en la rodilla—. Me lo estoy pasando bien aquí. He hecho amigos y... no quiero irme.
Monty agachó la cabeza.
—Pensé que me querías.
—Yo...
—Pensé que lo nuestro te importaba más.
—No me digas eso.
—Entonces, no me hagas decirlo.
—Monty... —suspiré.
—Ni siquiera me quieres, ¿no?
No dije nada.
—Yo siempre te lo digo, Jenny. Siempre te digo que te quiero. Tú no me lo has dicho nunca. Ni una sola vez. ¿O vas a negar eso también?
—Bueno, no lo he hecho, pero...
—Pues dímelo —insistió—. Dime que me quieres.
—No es tan fácil.
—Son dos palabras, Jenny. Es bastante más fácil de lo que parece.
—Eso no es justo.
—Sí es justo. Dilo.
—No... me presiones —dije, agobiada—. Siempre lo haces. No me gusta, Monty.
—Pues dilo y dejaré de hacerlo.
—¡Te lo diré cuando...! —me corté a mí misma.
—Cuando lo sientas —murmuró él por mí.
Hubo un momento de silencio absoluto. Me vi en la obligación de hablar.
—Monty, no es tan fácil —repetí—. No puedo decírtelo si no lo siento de verdad.
—Entonces, no me quieres.
—¡No es...! —me separé de él, llevándome las manos a la cara—. No es que no me importes. Me importas, pero no puedes obligarme a decir eso.
—¡Son dos palabras!
—¡Pues para mí tienen un significado! ¡Uno muy gordo! ¡No se las he dicho nunca a nadie que no fuera de mi familia, así que quiero hacerlo cuando sienta de verdad que quiero a alguien! Odio que te sientas mal, pero no puedes obligarme a sentir algo que no siento.
Respiré hondo mientras él me miraba fijamente.
—Muy bien —murmuró—. No hay nada más que discutir.
—Gracias —mascullé.
Él se quedó mirando el volante, pensativo. Conocía esa cara. Sabía que no planeaba nada bueno, pero aún así no dije nada.
—¿Y no vas a enseñarme tu habitación? —preguntó, intentando calmar la situación, aunque la tensión era evidente.
Salimos los dos del coche y entramos en el edificio. Chris levantó la cabeza y me miró, confuso.
—¿Jenna? ¿Qué...?
—Este es mi novio —le presenté rápidamente—. Le he dicho que le enseñaría mi habitación, si no te importa.
Chris me miró unos segundos en completo silencio. Vi que la expresión de Monty se volvía un poco desconfiada. Estaba a punto de decir algo cuando Chris reaccionó por fin.
—Es tu habitación, no la mía —sonrió, incómodo.
Noté que el aire volvía a mis pulmones y lo guié hacia la puerta. Hacía tanto tiempo que no pisaba ese lugar que era extraño hacerlo ahora, acompañada de él... y sin Naya. Ella estaría en casa de los chicos.
En tu casa.
En casa de Ross.
Monty miró a su alrededor y se centró en mi mitad de habitación.
—Mira —le señalé la foto que tenía con él, Nel y su amigo—. Qué guapos estamos, ¿eh?
Él asintió sin decir nada. La tensión era obvia. Repiqueteé los dedos en la cómoda, nerviosa.
—¿Y tu portátil? —preguntó él, sin mirarme.
—Eh... —tenía que improvisar—. He tenido que dejárselo a Naya para sus clases de hoy.
—Mhm.
No dijo nada más. Me empecé a poner nerviosa de verdad cuando agarró mis gafas de repuesto.
—¿Y tus gafas? —preguntó, sujetándolas.
—Las tienes en la mano, tonto —me senté en la cama con una sonrisa nerviosa.
—Digo las que usas siempre. ¿Y lo de las lentillas? ¿Y tus zapatos?
—En... en el armario —me quedé pálida cuando vi que iba a abrirlo—. ¡Eso es privado!
Pareció que se detenía por un momento, pero no tardó en cambiar de opinión y abrir de par en par. Se me detuvo el corazón por un momento cuando los dos nos quedamos la poca ropa que había dejado en ese armario. Casi todo eran camisetas de manga corta y vestidos.
—Hace un poco de frío para llevar esto —replicó, enarcado una ceja.
—Es que... —estaba intentando pensar, pero con tanta presión encima era difícil—. Lo tengo en...
—¿También se lo has dejado a Naya? —agarró una de mis camisetas—. Parece que esa es la única excusa que se te ha ocurrido, ¿no?
—Cálmate, Monty.
—No estás viviendo aquí —dijo, mirándome fijamente.
—¿Qué dices? —fingí una sonrisa de incredulidad.
—¿Te crees que soy idiota? —pareció que iba a decir algo más, pero entrecerró los ojos—. No me digas que...
Se detuvo a sí mismo y se dio la vuelta, mirando el armario medio vacío. Me llevé una mano a la cabeza. El corazón me iba a toda velocidad.
—No quiero que pienses que...
Me detuve en seco cuando se giró y me lanzó la camiseta a la cara. La conseguí agarrar con la mano, sorprendida.
—¿Qué...? —me quedé mirándolo con la boca abierta—. ¿Qué haces...?
—Toma, te has dejado ropa aquí —me dijo, lanzándome otra camiseta—. Querrás llevártela a tu casa, ¿no?
—¡Monty! ¡Para!
Me puse de pie cuando vi que empezaba a agarrar mi ropa y a lanzarla al suelo de mala manera. Cuando me intenté acercar, me apartó de un empujón que no lo hizo ni parpadear.
—Estás viviendo con él —masculló, sacando un cajón de su sitio y lanzándolo al otro lado de la habitación—. Solo quiero ayudarte a hacer las maletas.
—¡Para de una vez! —le grité, agarrando el cajón.
—Esto te lo regalé yo —dijo, sujetando el vestido negro que había usado en la fiesta de Lana—. Pero ya no creo que lo necesites.
—¿Qué...! ¡No!
Me quedé muda cuando se lo cargó de un tirón. Tenía los brazos cargados de ropa que iba a llevar al armario, pero la solté toda cuando vi que empezaba a romper toda la ropa que quedaba dentro.
—¡Suelta eso! —le dije, furiosa, acercándome—. ¡Es mío!
Me apartó de un empujón otra vez. Pero yo ya estaba furiosa. Le devolví el empujón e hice que se chocara contra el armario, que se tambaleó peligrosamente.
Durante un momento, nos quedamos mirando el uno al otro. Me había empujado alguna vez, pero jamás se lo había devuelto. Di un paso atrás cuando vi que se le crispaba la expresión.
Agarró mis gafas de repuesto. Por un breve y aterrador segundo, pensé que iba a lanzármelas a la cara, pero las lanzó al suelo de mala manera.
Escuché el crujido del cristal y se me cayó el mundo a los pies. Los dos sabíamos cuánto costaban unas gafas nuevas. Y que mis padres no podían pagarlas. Con lo que habían tenido que ahorrar para esas...
—Esto —aprovechando que yo miraba mis gafas, petrificada, agarró una camiseta que me había comprado con él y la rompió—. Es basura, como todo lo que hay en esta habitación. Como tú.
No sabía qué decir. O qué hacer. Nunca me había encontrado a mí misma en una situación así. Ni siquiera fui capaz de impedir que siguiera rompiendo toda la ropa que tenía ahí.
—Que te compre todo esto tu novio —murmuró en voz baja—. Porque yo no quiero saber nada más de ti.
No dije nada. Él agarró todos marcos de fotos y los lanzó al suelo. El cristal de estos repiqueteo contra el suelo, desparramándose.
Quizá, el ver que no reaccionaba, hizo que se enfadara aún más, porque agarró uno de los pocos marcos enteros que había y, sin titubear, me lo lanzó a la cara. Lo conseguí esquivar sin siquiera saber cómo. Eso me hizo reaccionar por fin.
—¿¡Qué te pasa!? —le grité, furiosa—. ¿¡Sabes el daño que me hubieras hecho si llegas a...!?
—¿Y el que me has hecho tú a mí? —me gritó, lanzando la ropa a un lado para acercarse a mí, también furioso.
—¡Son mis cosas! ¿Te crees que tienes algún derecho a tocarlas por ser mi novio?
—¡La mayoría de ellas te las compré yo porque no tienes dinero! —me gritó, fuera de sí.
—No sabía que te habías hecho millonario en mi ausencia —ironicé.
Él apretó los labios, mirándome.
—Pídele a tu novio que te las pague a partir de ahora —me dijo—. Porque yo no pienso gastar un segundo más de mi vida en alguien como tú.
—¿Alguien como yo? —reí, aunque tenía ganas de llorar—. ¿Y qué he hecho yo? Desde que empezó esta relación, solo he estado pendiente de ti y de tus idas de cabeza. De tus celos posesivos. De que hagamos siempre lo que quieras. De que te tiraras a mi mejor amiga...
—No me gusta que saques eso, Jennifer.
—¡Pues yo quiero sacarlo, así que cállate y escucha!
Pareció sorprendido de que le hablara así.
—Tuve que aguantar todo eso por... ¿un maldito vestido? ¿Solo eso?
—Más de lo que te mereces.
—Ah, ¿sí? ¿Quieres que te diga lo que hice con ese vestido puesto?
Hubo un momento de silencio absoluto en el que nos miramos el uno al otro. Mi cerebro me estaba diciendo que, quizá, decirle todo eso en un momento así no era lo más inteligente del mundo, pero no pude evitarlo. Solo quería hacerle daño. Igual que él me lo había hecho a mí.
Y, justo en el momento en que Monty daba un paso hacia mí, la puerta se abrió y Chris se asomó con una sonrisa incómoda.
—Chicos, ha habido quejas por el ruido que estáis haciendo y... —se detuvo en seco cuando vio el estado de la habitación—. ¿Qué...?
Monty dejó de mirarme para agarrar su chaqueta de la cama y se acercó a Chris. Lo empujó contra la puerta al pasar. Yo me quedé mirando el desastre y noté que se me llenaban los ojos de lágrimas.
—¿Estás bien? —escuché que me preguntaba Chris unos segundos más tarde.
—Sí —mi voz sonó sorprendentemente segura, porque estaba de todo menos bien.
—¿Quieres que llame a alguien?
—No —le dije enseguida, mirándolo—. Solo... dame un rato para limpiar esto y volveré a casa.
—Está bien... ¿necesitas ayuda?
—No, no te preocupes. Pero gracias.
Para mi sorpresa, obedeció y me dejó sola.
Mi ropa estaba rota, amontonada, arrugada... agarré mi camiseta favorita y me entraron ganas de llorar cuando vi que tenía un desgarro en la parte de delante. La había tenido por tantos años... y ahora ya no. Sin embargo, no fue hasta que encontré mis gafas rotas que tuve ganas de llorar de verdad. Y lo hice. Empecé a notar las lágrimas calientes por las mejillas. A mis padres les habían costado mucho dinero. Y siempre había tenido muchísimo cuidado con ellas. Y ahora... nada. Todo por los celos obsesivos de Monty.
Me pasé una mano por la cara y me quedé sentada en el suelo, mirando el desastre. Fue entonces cuando la puerta se volvió a abrir. Pero no era Chris.
Era Ross.
Él me miró, vio la ropa y vi que su cara pasaba de la preocupación a la confusión.
—Cuando vea a Chris, le daré las gracias por no haber llamado a nadie —mascullé, limpiándome las lágrimas.
Ross dio un paso hacia dentro y cerró a su espalda. Seguía sin decir nada. Se quedó mirando las gafas rotas que sujetaba.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, finalmente, agachándose junto a mí.
—Monty —mascullé—. Eso ha pasado.
Él miró mi camiseta favorita destrozada y apretó los labios.
—¿Te ha hecho algo? —me preguntó.
—Sí, por si no lo habías notado, ha dado la vuelta a la maldita habitación.
—No me refiero a eso —me dijo, mirándome—. ¿Te ha hecho algo a ti?
—No —negué con la cabeza.
Ross no dijo nada mientras me giraba y empezaba a amontonar toda la ropa rota. Después, vi de reojo que me ayudaba, lanzando las camisetas rotas a un montón y las pocas que quedaban enteras a otro. No dijo absolutamente nada en los quince minutos que tardamos en recogerlo todo.
Mis fotos estaban por el suelo. Las recogí y las amontoné en la cómoda, junto con las gafas rotas, que apreté entre mis dedos. Ross me miraba en silencio. Todo en silencio.
Odiaba cuando Ross se quedaba en silencio porque me entraban ganas de hablarle y, en ese momento, sabía que si hablaba me pondría a llorar.
Cuando me giré, vi todavía que estaba mirándome sin decir nada, pero por su expresión podía saber perfectamente qué pensaba.
—Soy una idiota —dije, negando con la cabeza.
—Esto no ha sido por ti, ha sido por él. No es culpa tuya.
—Sí, sí lo es —me acerqué al montón de ropa rota y agarré una maleta pequeña que había guardado bajo la cama, empezando a meterlo todo con rabia—. Si hubiera terminado con esto hace tiempo, ahora no estaría así. Soy una maldita idiota.
Ross se acercó y lo escuché suspirar.
—No podías saber que esto pasaría.
—Sí podía —lo miré, y ya supe que iba a ponerme a llorar—. Siempre pasa lo mismo. Le digo a todo el mundo que no nos peleamos, pero no es verdad. Estamos muy felices, él me da regalos, y de pronto, se cabrea por algo que no tiene por qué ver conmigo y empieza a... destrozarlo todo. Pero nunca había hecho esto. Normalmente, me rompe una camiseta y me pide perdón. Pero hoy...
Cerré la maleta y la tiré sobre la cama, metiéndome el maldito mechón de pelo que siempre se me salía tras la oreja.
—Gracias por ayudarme —le dije en voz baja.
Ross apretó los labios y miró la maleta.
—¿Qué vas a hacer con eso?
—Tirarlo a la basura —me encogí de hombros, apretando los labios para no llorar—. No tiene mucho uso. Ni siquiera puedo donarlo.
Noté que él me miraba y me dio tanta vergüenza que estuviera viendo eso que empecé a lloriquear. Me puso una mano en el hombro y me atrajo hacia él, abrazándome. Me dejé abrazar, agradecida por recibir algo que no fuera un empujón o una camiseta en la cara.
—Solo es ropa —me dijo—. Puedo acompañarte a comprar más.
—No debería tener que comprar más —me separé, pasándome las manos por debajo de los ojos. No quería llorar más. Y menos por Monty—. Solo... quiero deshacerme de todo esto.
—¿De la maleta también? —preguntó, sorprendido.
—Me la dio él. No quiero ni verla —lo miré—. ¿Puedes ayudarme?
Ross agarró la maleta sin decir nada y yo metí el resto de cosas en el armario. Cuando bajamos las escaleras, vi que algunas chicas se me quedaban mirando, como si hubieran oído toda la discusión. Chris también me observó, cauteloso, como si esperara que me enfadara por haber llamado a Ross, pero no dije nada. Solo quería salir de ahí.
Además, en el fondo, me alegraba de que lo hubiera hecho.
En el coche, noté que mi móvil vibraba en mi bolsillo y estuve a punto de apagarlo pensando que sería Monty, pero me detuve cuando vi que era Shanon.
—¿Es él? —a Ross se le endureció la expresión.
—No, es mi hermana —murmuré—. ¿Te importa...?
Asintió con la cabeza y descolgué el móvil.
—Hola, hola —me saludó Shanon alegremente—. ¿A que no adivinas quién ha encontrado un billete de veinte por la calle?
—Shanon...
—Sé que es moralmente reprobable y toda esa mierda, pero... oye, solo se vive una vez. Iba a comprar comida y me he dado un caprichito. Deberías ver los zapatos que...
—Monty ha venido.
Ella se detuvo en seco.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Monty? ¿Tu novio?
—Sí, ese.
—¿A tu casa?
—No. Se ha presentado delante de mi clase —mascullé—. Ha montado el... maldito número de novio celoso delante de todo el mundo.
Ross no decía nada, pero sabía que podía oírlo todo. Tuvo la decencia de fingir que no me prestaba atención.
—¿Te ha vuelto a romper algo? —preguntó Shanon enseguida.
—¿Algo? —solté una risa amarga—. Todo el maldito armario. Me he quedado prácticamente sin camisetas.
—No me lo puedo creer.
—Y me ha roto las fotos, y las gafas —intenté contenerme para no lloriquear—. ¿Te acuerdas? A papá le costaron un dineral.
—Dime que, al menos, le has dado un patada donde tú sabes.
—No he tenido mucho tiempo de reacción —admití.
—Pero, ¿estás bien? ¿Solo ha tocado tus cosas?
—Sí, estoy bien. Estoy con Ross —le dije, mirándolo de reojo.
—¿Eso significa que no voy a tener que preocuparme de ese chico nunca más? —preguntó—. Menos cuando vuelva, porque pienso presentarme en su casa con una escopeta.
—¡Shanon!
—Alguien tiene que defender el honor de esta familia, Jenny. Estás muy parada.
—No pienso llamarlo, si te refieres a eso.
—Es que, como me entere de que has vuelto a llamar a alguien que te ha destrozado la habitación, pienso presentarme ahí para darte una bofetada.
—Muchas gracias por tu comprensión, Shanon.
—Déjame hablar con Ross.
Me detuve un momento, confusa.
—¿Eh?
—Ya me has oído.
—Pero... ¿para qué...?
—Tú solo pásamelo y cállate.
Me quité el móvil de la oreja, confusa. Ross me miró de reojo cuando se lo pasé.
—Quiere hablar contigo —murmuré.
Él agarró el móvil y se lo llevó a la oreja sin siquiera titubear. Saludó a Shanon y vi que se quedaba escuchándola durante unos cuantos segundos en los que intenté no acercarme para ver qué le decía. Ross no cambió la expresión hasta el final, que esbozó una pequeña sonrisa divertida.
—Muy bien —dijo—. No... O no que yo sepa... Claro que sí.
—¿De qué habláis? —pregunté, curiosa.
—No —él me ignoró—. Sí, tranquila.
Dijo algunas tonterías más que no entendí y me devolvió el móvil. Mi hermana había colgado. Me quedé mirándolo con una ceja enarcada.
—¿De qué hablabais?
—¿No te lo ha dicho?
—No.
—Pues te vas a quedar con la duda. No soy un soplón.
Volví a meterme el móvil en el bolsillo con una mueca.
Poco más tarde, paramos a tirar la maleta a la basura para que se deshicieran de ella. No pensé que fuera a sentirme tan realizada al hacerlo. Cuando volví a subir al coche, cerré los ojos un momento, suspirando pesadamente.
—¿Qué pasa? —preguntó Ross, que se detuvo y no encendió el coche.
—¿Tenemos que volver? —pregunté.
—¿A la residencia?
—A tu piso —le dije.
Ross lo consideró un momento.
—Si tienes una alternativa mejor, no.
—Podríamos... —lo pensé un momento—. ¿Ir al cine?
Él sonrió.
—Tú sí que sabes hacerme cambiar de opinión.
Arrancó el coche y giró en redondo para ir al centro comercial.
—Pero elijo yo la película —dije enseguida.
—Ah, no. De eso nada.
—Yo soy la deprimida.
—Y el coche es mío.
—Pero el cine no es tuyo, ¿recuerdas?
Él apretó los labios.
—Si me hago millonario algún día, te juro que lo primero que haré será comprar ese cine.
Sonreí, negando con la cabeza.
—Para poner películas de terror o de superhéroes.
—¿Y qué tiene eso de malo? —preguntó, ofendido.
—Nada, nada —aseguré.
—No, dilo.
—Nada —aseguré, divertida—. Pero creo que tendrás poco público.
—¿Y qué? Seré millonario. Que le den al público.
—Tendríamos toda la sala para nosotros —bromeé.
—Y barra libre de palomitas y refrescos.
Sonreí, mirando por la ventana, y me di cuenta de que me había olvidado de Monty durante un momento.
Ross tiene ese poder.
Él puso música durante el resto del camino y, como era un día laboral por la noche, no había mucha gente. Pudo aparcar fácilmente junto a la entrada. Estuvimos un buen rato discutiendo qué película ver —él quería ver una que tenía sangre en la portada, yo quería ver una de comedia—. Al final, ninguno de los dos ganó y nos metimos a ver una de misterio que estaba a punto de empezar, así que ni siquiera tuvimos tiempo para comprar palomitas.
La película no estuvo mal. Éramos prácticamente los únicos en la sala. Había momentos de tensión en los que le apretujaba el brazo, pero a parte de eso no paso nada...
...hasta que llegó la escena de sexo.
En cuanto vi que los dos protagonistas se empezaban a besar con ganas, tuve el instinto de girarme hacia Ross, que no dio señales de darse cuenta. La cosa empezó a calentarse. Los de la pantalla estaban subiendo el nivel y yo empecé a ponerme nerviosa sin saber muy bien por qué. Tragué saliva y me giré hacia Ross.
Él miraba la pantalla, pero se giró al notar que lo miraba. Volví a clavar la mirada al frente al instante. Pero seguía notando sus ojos en mi perfil. No girarme fue una de las cosas más difíciles que he hecho en mi vida. Repiqueteé los dedos en mis rodillas y él se aclaró la garganta. ¿Por qué estaba tan nerviosa?
No hablamos en lo que quedaba de película. Yo me limité a intentar no mirarlo. Era difícil. Y también intenté disimular lo nerviosa que estaba.
Cuando salimos de ahí, me propuso ir a cenar fuera de casa y acepté. Por un momento, me dio cierta pereza pensar que iba a llevarme a un sitio caro, pero no pude evitar sonreír disimuladamente cuando vi que se detenía en un restaurante viejo, de carretera, que había saliendo de la ciudad.
Como estaba lloviendo, tuvimos que correr los dos hacia la entrada. El interior olía a cerveza, a muebles viejos y a comida recién hecha. Era una mezcla extraña. Las mesas, las sillas... incluso lo que colgaba de la pared parecía viejo. Había unas cuantas personas sentadas en la barra bebiendo. Lo demás, eran personas solas o amigos sentados en las mesas. Solo había otra pareja... es decir, una pareja... al otro lado del local.
Ross se detuvo junto a una de las mesas que estaban junto al ventanal de la entrada y nos sentamos los dos.
—No sé por qué —murmuré, quitándome la chaqueta—, pero me da la sensación de que tus padres no te traían aquí de pequeño.
—¿Cómo te has dado cuenta? —bromeó—. Me traía mi abuela Agnes. Decía que aquí hacían las mejores hamburguesas de la ciudad. Y tenía razón.
—Pues me alegro, porque tengo hambre —murmuré, mirando el menú.
La camarera, una mujer de unos treinta años con cara de cansada, se acercó y cada uno pidió su plato. Incluso en eso, no podía dejar de compararlo con Monty. Él siempre elegía por los dos. Sin preguntarme qué quería. Ross no.
Tardaron, literalmente, dos minutos en traerlas. La camarera las dejó delante de nosotros sin muchas ganas junto con nuestras bebidas. En cuanto le di un mordisco, supe que habíamos hecho bien al ir ahí.
Llevaba media hamburguesa cuando miré a Ross, que casi se la había terminado.
—¿Sabes? —dejé la hamburguesa y me comí una patata frita—. A veces, me da la sensación de que no me hablas nunca de ti.
—Vives conmigo —dijo, confuso—. Creo que me conoces bastante bien.
—Sí, es decir... te conozco a ti, pero no tu contexto —fruncí el ceño—. ¿Me explico tan mal como creo?
—No —parecía divertido—. ¿Qué quieres saber?
Lo pensé un momento. Sabía lo que quería saber. Por qué se llevaba tan mal con su padre. Pero no quería sacar eso ahora.
—Háblame de tu infancia —entrecerré los ojos—. ¿Feliz? ¿Triste? ¿Eras un niño solitario y rarito o un niño risueño y extrovertido?
—Era más bien lo primero —sonrió.
—¿Tú? ¿Solitario y rarito?
—Mi hermano era muy risueño y yo tenía que compensarlo —se encogió de hombros—. No tenía muchos amigos, pero me lo pasaba bien solo.
—Qué triste.
—De verdad que me lo pasaba bien —protestó—. Después, con la pubertad y todo eso... a la gente le parecía guay ese rollo, así que empecé a hacer amigos. Y amigas.
—¿Conociste a tu primera novia?
—Sí —asintió con la cabeza.
—¿Cómo se llamaba?
Él me miró, extrañado pero divertido.
—¿Por qué siento que me haces un interrogatorio?
—¡Vamos! Tú sabes hasta qué bragas uso cuando me viene la regla —protesté, antes de ponerme roja—. Es decir...
—Se llamaba Alanna —me dijo, salvándome de la vergüenza.
—Alanna —repetí—. ¿Y qué tal?
—¿Qué parte? —sonrió de lado.
—No quiero saber detalles —protesté, avergonzada—. Pervertido.
—Eres tú la que pregunta.
—¿Cuánto tiempo saliste con ella?
—Um... —lo pensó un momento—. No llegamos a un año juntos.
—¿Por qué?
—Porque... —apartó la mirada un momento—. Me enteré de que se había acostado con Mike.
Me detuve al instante.
—Oh —no sabía qué decirle. En realidad, ya me lo habían contado, pero no pensé que él fuera a soltarlo así.
—Pero tampoco estaba muy enamorado —replicó, encogiéndose de hombros—. Así que no fue una ruptura muy dolorosa.
Lo mismo que le había pasado con Lana. Mike podía parecer un buen chico, pero en ese sentido...
—¿Y qué hay de ti? —me miró—. A parte del pervertido de las fotos y el de las cosquillas... ¿hubo algún otro?
—Una vez me tuve que dar un beso con un chico en una fiesta, pero fue bastante asqueroso —dije, asqueada—. No sé qué había bebido, pero sabía horrible —lo miré—. Te toca. ¿A qué edad te diste tu primer beso?
—¿Beso corto o beso completo?
—¿Qué es un beso completo?
—El que incluye... —hizo un gesto bastante claro.
—Beso corto —dije, intentando no ponerme roja.
—A los catorce —me dijo—. Delante de mi casa. Ni siquiera sabía lo que hacía. No volví a hablar con la chica jamás. Te toca.
—Dieciséis —lo pensé un momento antes de entrar en detalles—. Fue bastante... más bonito que los que lo siguieron.
—¿A qué te refieres?
—Tenía un año más que yo, así que llevó la iniciativa. Pero él llevaba aparatos, así que cada vez que intentaba darle un beso yo, como lo hacía fatal, me cortaba el labio. Me hice tres cortes en un mes y decidimos no volver a vernos.
Ross negó con la cabeza, divertido.
—¿A qué edad perdiste la virginidad? —le pregunté, muerta de curiosidad.
Él me sonrió, enigmático. Parecía ligeramente sorprendido por el descaro.
—¿Y tú, Jen?
—Tú primero.
—¿Crees que me reiré de ti?
—Un poco. Tú primero.
—A los quince —me dijo.
Levanté las cejas.
—La perdiste muy pequeño.
—Te toca —me recordó.
—Em... —lo pensé un momento.
—¿No te acuerdas? —preguntó, burlón—. ¿Hace tanto de eso?
—Mhm... no —solté una risita nerviosa—. ¿Qué día abren las residencias?
La pregunta le pilló por sorpresa.
—¿Tu residencia?
—Sí. El día en que ingresa todo el mundo.
—La abrieron hace dos meses.
—Pues... hace dos meses y una semana.
Ross había levantado su vaso para beber, pero se detuvo en seco para mirarme.
—¿Qué...? —pareció no entenderlo por un momento—. ¿Cuánto llevabas con tu novio?
—Siete meses... más o menos... pero estaba tan nerviosa por eso de perderla —negué con la cabeza—. Además, él era tan brusco que... bueno, no me daba mucha confianza.
Esa vez, sí que parecía que tenía toda su atención.
—Pero, una semana antes, me convenció de que me arrepentiría si me iba sin hacerlo.
Hice una pausa.
—Así que lo hicimos y... la verdad es que me pareció que el sexo estaba sobrevalorado. Es decir, no estaba mal ni nada, pero no era la gran cosa que me imaginaba. Y después... eh...
—Te hice cambiar de opinión —sonrió ampliamente.
—Yo no he dicho eso —lo señalé, roja como un tomate.
—No necesito que lo digas —dio un trago a su bebida y luego negó con la cabeza—. Pues debo decir que no lo parecía. Para nada.
—Cállate.
—Es verdad. Parecía que llevabas mucho tiempo practicando con...
—¡Para! —protesté, avergonzada, mientras se reía de mí.
Después de eso, decidí dejar de preguntar y volvimos a su coche. Durante el trayecto, lo miré de reojo un buen rato. Él ni siquiera se dio cuenta. Me estaba diciendo datos curiosos del cantante que sonaba por la radio. Se emocionaba mucho cuando hablaba de esas cosas. Le brillaban los ojos.
Yo tenía la imagen de Monty en la cabeza. Pensé en todo lo que había pasado en pocas horas y en que, de alguna forma, me había conducido hacia Ross.
Cuando se dio cuenta de que no le respondía, me miró un momento.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Nada —sonreí, volviendo a girarme hacia delante.
Quizá me había hecho un favor dejándome.
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