Capítulo 1
—¿Una relación... abierta?
Mi novio me miraba con una amplia sonrisa.
—Sí, exacto.
Me llevé una mano a la cabeza, intentando entender la situación. Era demasiado irreal. Me acababa de dejar delante de mi residencia y ya estaba pensando en acostarse con otra persona.
—¿Me estás pidiendo una relación abierta mientras me dejas en la Universidad? —entrecerré los ojos—. ¿No has tenido ningún otro momento?
—Los he tenido, pero... no sabía cómo sacar el tema.
—¿Y ahora es un buen momento?
—No, pero es el último que tengo antes de irme.
Me quedé mirándolo un momento, sin saber qué decirle. Era lo último que necesitaba en esos momentos. Estaba tan nerviosa por conocer a mi compañera de habitación que ni siquiera me había parado a pensar en qué pasaría con mi relación con Monty cuando se marchara. Después de todo, yo me quedaría aquí y él volvería a casa.
Él no iba a la Universidad, sino que jugaba al futbol con un equipo local que le robaba muchísimo tiempo, así que no podríamos vernos en unos meses. De hecho, habíamos quedado en que nos llamaríamos cada día hasta que llegara diciembre, ya que en Navidades nos reuniríamos otra vez.
—No sé qué decirte —murmuré, finalmente—. Ni siquiera estoy segura de entender qué implica eso.
—Es muy sencillo. Somos pareja. Nos queremos, pero... podemos acostarnos con otras personas. Sin sentimientos ni nada, solo sexo.
—¿Y se puede saber por qué quieres acostarte con otras personas?
—No es que quiera ahora mismo, pero... ¿cuánto tiempo vamos a estar sin vernos? ¿Tres meses? No creo que sea bueno para el cuerpo estar tanto tiempo sin hacerlo.
Fruncí el ceño.
—Yo estuve diecisiete años de mi vida sin hacerlo con nadie y estaba muy bien —le dije.
—Pero no es lo mismo si eres virgen. No sabes lo que te pierdes —él me agarró la mano y me acercó—. Vamos, cariño, sabes que te quiero. Pero... ¿qué más da si le doy un poco de amor a otras mientras no estés?
—Haces que ponerme los cuernos suene fantástico —me aparté—. Básicamente, me estás pidiendo carta blanca para acostarte con quien te dé la gana.
—Bueno, y tú también.
—¿Así, sin más? ¿Porque sí?
—No estoy diciendo que sea crucial que nos acostemos con alguien —me explicó—. Mientras tengamos que mantener una relación a distancia, tenemos el derecho a que, si de repente alguien nos atrae, podamos tener sexo sin sentirnos culpables. Sin remordimientos y sin celos.
Volvió a agarrarme la mano y no me aparté, aunque tampoco estaba muy conforme con lo que estaba diciendo.
—No sé, Monty...
—Vamos —me dio un beso en los labios, sonriendo—. Será divertido. Y podemos poner normas.
—¿Normas?
—Sí, mira, por ejemplo... mhm... cada vez que alguno de nosotros haga algo con alguien, tiene que decírselo al otro. Así será mejor.
—No sé si quiero saber que te has acostado con otra, la verdad.
—Pues pon tú otra regla.
—No he dicho que quiera seguir adelante con esto.
—Por si se da el hipotético caso de que aceptes. Vamos, pon una norma.
Lo pensé un momento mientras él me miraba, expectante.
—Vale... —suspiré—. Nada de amigos. No quiero que te lo montes con una amiga mía. Yo tampoco lo haré con un amigo tuyo.
—Me parece justo.
—¿De verdad me estás diciendo que no te importa que me acueste con otra gente?
—Si es solo sexo, no me importa —me agarró la cara con las manos—. De eso se tratan las relaciones abiertas. Aunque te acuestes con otra persona, sabes que quieres a tu pareja. Así de fuerte es nuestra relación. ¿No es genial?
Lo miré de arriba a abajo, pensativa. Él sonreía como un angelito caído del cielo.
—Si es lo que quieres... —murmuré.
Él sonrió y me agarró de la nuca para besarme. Me dejé besar sin muchas ganas. Después, sacó mi maleta de su coche y la dejó en el suelo.
—¿Te ayudo a...?
—A partir de aquí, me las arreglaré —le aseguré—. Deberías irte o llegarás a casa de noche.
—¿Estás segura?
—Segurísima —le di un último beso—. Llámame cuando llegues.
—Y tú mándame mensajes actualizándome de cómo te van las cosas.
En mi furor interno, me esperaba una despedida un poco más emotiva, pero limitó a darme un último beso en la mejilla y meterse en su coche. Me despedí con la mano mientras él me sonreía y aceleraba, marchándose.
Por un momento, me arrepentí de haberle dicho que se fuera. Sin embargo, lo prefería así. Tenía que empezar a concienciarme de que lo más probable era que pasara mucho tiempo sola. Habría que acostumbrarse a ello.
Mi residencia era la más cercana a mi edificio, el de filosofía y letras. La fachada era de un tono de ladrillo rojo un poco viejo. Había un enorme cartel colgado de una de las paredes sobre la libertad de las mujeres. Sonreí de lado mientras subía las escaleras de la entrada.
El interior estaba abarrotado y tenía pinta de ser algo antiguo, pero había tanta gente joven que se me olvidó enseguida. Había un hombre de unos veintipocos años en el mostrador que parecía a punto de explotar en cólera por el estrés de estar pendiente de tanta gente.
En esos momentos, estaba hablando con un chico más alto que yo, cosa que me extrañó un poco teniendo en cuenta que era una residencia femenina.
—No puedo dejarte subir, Ross —le dijo el del mostrador, como si lo hubiera hecho cincuenta veces más—. El primer día está prohibido.
—¿Por qué me discriminas así?
—Porque es una residencia femenina. Y tú no me pareces una chica.
—Ni tú tampoco, pero veo que trabajas aquí.
El chico se puso colorado y le frunció el ceño.
—Yo soy un trabajador competente y profesional que...
—Bueno, ¿le vas a decir tú a Naya que tiene que subirse las cosas? —le interrumpió el tal Ross—. Porque no me va a quedar otra que echarte la culpa, Chris.
Chris lo miró un momento, pensativo.
—¿Y por qué no se las sube Will? Es su novio —protestó Chris.
—Porque Will está ocupado haciendo un examen y se cree que tengo cara de chico de los recados. ¿Puedo subir o no? Esto pesa.
—Está bien... ¡pero márchate enseguida, que si te ven...!
—Si yo soy muy discreto —le dijo Ross con una sonrisa de oreja a oreja.
Chris por fin pareció darse cuenta de mi existencia, porque volvió a adoptar una expresión seria al verme.
—Tengo mucho trabajo, así que si me disculpas... —le dijo, mirándome.
—El hombre ocupado —ironizó Ross.
—¿En qué puedo ayudarte? —Chris lo ignoró.
Ross puso los ojos en blanco y desapareció escaleras arriba. Me centré en el chico del mostrador.
—¿Te alojas aquí? —preguntó, mirándome.
—Sí —di un paso al frente y le di mi carné—. Jennifer Michelle Brown.
Él se quedó mirándolo.
—¿Jennifer Michelle? —repitió, mientras miraba en su lista.
—Mis padres tenían mucho tiempo libre —murmuré.
—A ver, a ver... mhm... sí, aquí estás. Mira, qué casualidad.
—¿El qué? —pregunté.
—Acaban de subirle la maleta a tu compañera de habitación —dijo él, con cierto tono de cansancio—. Buena suerte. La necesitarás.
Me quedé mirándolo, asustada.
—¿Por qué?
—Era una broma —se apresuró a decirme con una risita nerviosa—. Es que te ha tocado con mi hermana pequeña.
—¿Y... eso es malo? —pregunté, confusa.
—No, no... bueno... ejem...
Intentó disimular y me puso una llave delante, sonriendo.
—Habitación 62. Primer piso. No tiene pérdida.
Justo en ese momento, volvió a aparecer el chico de antes, solo que con las manos vacías.
—Déjame la llave —le dijo a Chris—. Tu hermana no está.
—¿Y dónde está? —preguntó él, cansado.
—Oye, es tu hermana, no la mía. Deberías saberlo mejor que yo.
—No tengo otra copia de la llave, Ross.
—Muy bien, pues su maleta se queda en el pasillo.
Él suspiró.
—Puedes esperar un momento a que termine de hacerle la presentación oficial a Jennifer y luego ella te abrirá la puerta —Chris me miró—. Si no hay ningún problema, claro.
Me quedé mirándolos a los dos.
—Eh... no hay problema.
—Mira, un poco de simpatía para variar —Ross le sonrió al chico.
Él lo ignoró completamente, mirándome.
—Si necesitas algo, me llamo Chris y soy...
—El que se encarga de que no entren chicos sin permiso —me dijo Ross.
—...el encargado de mantener la paz en esta residencia —finalizó Chris, mirándolo con mala cara—. Me alojo en la habitación 1. Está en ese pasillo de ahí. Si necesitas algo pasadas las doce de la noche, me encontrarás ahí.
—Y si no, lo encontrarás jugando al Candy Crush aquí —concluyó Ross.
—No pongas en duda mi autoridad, que luego nadie me hace caso —le dijo él en voz baja—. En todo caso, Jennifer, solo ven a buscarme pasadas las doce si es una emergencia de verdad. Y con eso me refiero a que esté ardiendo el edificio, no a que se te haya caído el móvil en el inodoro y te dé asco sacarlo.
—¿Llaman mucho a tu puerta? —le pregunté, divertida.
—Más de lo que me gustaría —me aseguró.
Soltó un suspiro cansado y volvió a centrarse.
—Puedes pedir una copia de la llave si la pierdes, pero vas a tener que pagar una pequeña multa de diez dólares. Y las visitas son libres de día, pero de noche están prohibidas a no ser que me hayas avisado con, al menos, un día de antelación y tu compañera esté de acuerdo. Los servicios están en el final del pasillo de cada piso. Puedes ir a cualquier hora. Ah, sí.
Se giró y rebuscó algo en un cajón. Después, me enseñó una cesta llena de cuadraditos de plástico.
—La seguridad es lo primero —me dijo, señalando los preservativos—. Regalo de la facultad. Solo uno.
Me quedé mirándolos, roja de vergüenza.
—Yo te recomiendo los de fresa —me dijo en voz baja—. A no ser que no te guste, claro.
—¿A ver? —preguntó Ross, y se asomó para empezar a rebuscar.
—Solo uno —le dijo Chris muy serio.
Ross le puso mala cara y agarró uno al azar.
El mío resultó ser de mora y me lo metí en el bolsillo con una sonrisa incómoda.
—Que tengáis un buen día —me dijo Chris alegremente—. ¡SIGUIENTE!
Di un salto del susto con el grito.
—Entonces... —me dijo Ross al ver que me quedaba parada—, ¿tienes la llave?
—A no ser que me haya engañado, la tengo.
—Genial, vamos, te ayudaré.
Agarró mi maleta alegremente y lo seguí escaleras arriba, sujetando mi mochila pequeña. Mientras cruzábamos el pasillo del primer piso, me quedé mirando a los familiares llorosos que se despedían afectuosamente de los que se quedaban. Pensé en mi madre y en la escena que habría montado si hubiera venido. Menos mal que me había traído Monty.
Ross se detuvo junto a la maleta púrpura que había visto antes y se apartó para que pudiera meter la llave en la cerradura, que estaba más fuerte de lo que esperaba. Tuve que abrir la puerta de un empujón incluso usando la llave.
—Bueno —murmuré, entrando—. No está tan mal.
—No es un basurero —bromeó Ross, empujando las dos maletas hacia el interior.
Miré a mi alrededor. La habitación era muy sencilla. Quizá demasiado. Tenía las paredes verdes y blancas, una ventana encima de cada cama, que eran individuales y con sábanas de lunares amarillos, una mesa con una silla y una lámpara, y dos armarios pequeños. Vi que en la cama de la izquierda ya había cosas de mi nueva compañera.
—¿Conoces a la chica que dormirá ahí? —le pregunté, señalando la cama.
—¿Yo? No. Es que me gusta transportar maletas de desconocidos. Es la pasión de mi vida.
Me puse roja. Obviamente, la conocía.
—Es la novia de mi mejor amigo —aclaró—. Se llama Naya.
—¿Y es...? —intenté no sonar muy asustada—. ¿Simpática?
—Cuando le interesa —se quedó mirando la habitación—. También puede llegar a ser muy persuasiva.
—¿Persuasiva? —repetí.
—Ya lo entenderás cuando te veas a ti misma haciendo cosas que no te apetecían hacer porque ella ha conseguido convencerte —se encogió de hombros—. Bueno, si me disculpas, mi trabajo de transportista ha concluido.
—Sí, claro, gracias por ayudarme con la maleta.
—Un placer —sonrió, antes de marcharse.
Intenté sentarme en la cama cuando estuve sola, y esta crujió bajo mi peso, haciendo que pusiera mala cara. Desde luego, se notaba que no era una residencia muy cara.
Estuve una hora colocando mis cosas en el armario cuando la puerta volvió a abrirse. La chica que había entrado era una rubia con aspecto de distraída. Se me quedó mirando.
—Hola —la saludé.
—¿Tú eres Jennifer? —sonrió—. Menos mal. Pareces normal.
Parpadeé, sorprendida.
—Sí, la verdad es que me considero bastante normal.
—Es que mis padres me habían asustado con eso de los compañeros de habitación —me explicó—. No quería tener que dormir con una loca los próximos meses. Soy Naya, por cierto.
Suspiró y se dejó caer en su cama.
—Espero que no te importe que haya escogido este lado —me dijo—. Podemos cambiarnos.
—No te preocupes —le aseguré—. No parece mucho más cómoda que esta.
—La verdad es que he intentado echar una siesta y no he podido —puso mala cara—. Tendremos que acostumbrarnos.
Dirigió la mirada hacia su maleta y sonrió ampliamente.
—¿Ha venido mi novio? —preguntó, mirándome.
—Creo que no. Dijo que se llamaba Ross.
—¿Ha enviado a Ross? —ella negó con la cabeza—. Espero que no te haya molestado.
—No... de hecho, me ha ayudado con la maleta.
—¿Ross? —repitió, confusa—. Sí que le ha dado el sol este verano.
Se puso de pie y abrió la maleta, empezando a rebuscar entre sus cosas. No tardó en imitarme y empezar a meterlas en el armario.
—¿Y qué estás estudiando? —le pregunté, metiendo mis botas favoritas en el armario. Después de todo, habría que conocerse.
—Trabajo social —sonrió, doblando un jersey—. Me gustaría poder ayudar a familias disfuncionales cuando sea mayor.
—Wow —levanté las cejas—. Qué caritativa.
—¿Y tú?
—Filología.
—¿Te gusta la poesía?
—Mhm... no.
—¿Los libros?
—Eh... tampoco.
Me miró, confusa.
—¿Y por qué lo elegiste?
—La verdad es que fue porque no sabía qué elegir.
—Oh —pareció no saber qué decir—. Bueno, igual te termina gustando.
—Eso espero —sonreí—. O los próximos cuatro años se me van a hacer muy largos.
En realidad, no serían cuatro años. Había conseguido convencer a mis padres de ir a una Universidad que estuviera lejos de casa, pero solo por un cuatrimestre. Así que, en diciembre, tendría que ver si seguía ahí o me mudaba más cerca de ellos.
Estuve un rato hablando con Naya, cosa que me tranquilizó muchísimo. Resultó ser una chica encantadora. No entendí muy bien por qué su hermano me había deseado suerte.
De hecho, me cayó tan bien que empezamos a hablar de nuestras familias, de cómo habían llorado cuando nos habíamos ido y de cómo los echábamos ya de menos. Ni siquiera nos dimos cuenta de que se hacía de noche.
—¡Mierda! —soltó—. Llegaré tarde.
No sabía si era muy pronto para preguntarle. Después de todo, acababa de conocerla.
Pero no pude resistirme.
—¿Dónde?
—Mi novio vive a diez minutos de aquí con sus dos compañeros de piso —me explicó—. Quería enseñarme la casa, y va a venir a buscarme en... cinco minutos.
—Oh, vaya —comenté, mirando mi móvil para comprobar que Monty no me había dicho nada.
El primer día y ya había roto la promesa de llamarme. Que romántico era siempre.
Naya agarró un jersey azul y se lo puso. Después, se acercó al espejo que había en la puerta de mi armario y se retocó la máscara de pestañas con un dedo. De pronto, se quedó mirándome a través del espejo.
—Oye, ¿quieres venir?
—¿Yo? —parpadeé.
—Sí, claro. Me has caído bien. Y les encantarás.
—Pero...
—Además, ya conoces a uno de ellos, ¿no?
No sabía qué decirle. No era muy dada a hacer amigos el primer día que llegaba a un lugar nuevo, pero... no conocía a nadie, y quizá podía intentar integrarme.
Además, mi hermano Spencer me había dado una larga charla sobre ser más sociable. Su única norma había sido que dijera menos veces que no a la gente.
—Vamos, son muy majos —insistió Naya—. Y tienen comida china. Gratis.
No podemos decir que no a la comida china.
—Tienen rollitos de primavera —insistió ella—. Y arroz tres delicias...
—Está bien —accedí.
—¡Genial!
Agarré mi chaqueta verde y me la puse, viendo cómo ella se retocaba el pelo. Tenía curiosidad por conocer a su novio. Si era como ella, me caería bien. Naya agarró una llave de la habitación y me hizo un gesto.
—Vamos.
Bajamos las escaleras de la residencia juntas y Naya saludó a Chris con la cabeza, que estaba tan centrado en dar los condones a otra chica nueva que no nos vio.
—Pobre Chris —comentó Naya—. Vive estresado.
—¿No tiene ningún compañero?
—No lo creo. Pero se las apaña bien... a veces —ella sonrió.
—Oh.
—No nos parecemos en nada. Soy consciente de ello.
—No... la verdad es que no.
—Al principio, parece un poco pesado, pero le acabas cogiendo cariño.
Hizo una pausa al mirar fuera.
—¡Ahí está Will!
Will era un chico negro alto que esperaba fuera con las manos en los bolsillos y cara de aburrido. Naya salió chillando como una loca del edificio y escuché que Chris le chistaba, enfadado, pero no le hizo ni caso. Intenté rezagarme un poco mientras ellos se besuqueaban para darles intimidad.
Naya se separó en cuanto me oyó abrir la puerta.
—Mira, cariño, es mi compañera de habitación —Naya le sonrió—. ¿A que es normal?
No supe qué decir. Will me sonrió a modo de disculpa.
—Will —se presentó—. Es un placer.
—Jenna. Igualmente.
—¿Te importa que venga con nosotros?
—Claro que no —Will señaló su coche—. Vamos, subid antes de que esos dos se lo coman todo.
Subí a la parte trasera de su coche y me puse el cinturón, frotándome la punta de la nariz, que estaba helada debido al frío que hacía.
Naya le estaba contando a Will que su hermano se había enfadado con ella esa mañana porque había perdido las llaves de la habitación a los cinco minutos y Will negaba con la cabeza, por lo que supuse que acostumbrado a escuchar historias similares.
Lo cierto era que Will parecía un buen chico. Y con paciencia. Hacían buena pareja.
Naya se giró un momento y me pilló mirando mi móvil con impaciencia.
—¿Esperando a que tu madre te llame? —preguntó, sonriendo.
—¿Eh? No. Hemos establecido que solo puede llamarme una vez por semana y no cada día. Pero no creo que me haga caso.
—Mi madre ya ni se molesta en llamarme —me dijo Will—. Cuando lleves un año aquí, se acostumbrará.
—Bueno —Naya la miró con una sonrisa traviesa—, ¿y a quién esperas tanto?
—A mi novio —le expliqué—. Dijo que me llamaría.
—Se habrá distraído —ella le quitó importancia—. Ahora, también vas a distraerte y no te acordarás de eso.
La miré de reojo.
—¿Los del piso son de nuestra edad? —pregunté, para sacar algo de conversación.
—No. Los tres son de segundo año —Naya suspiró—. Seremos las enanas de la fiesta.
—En realidad, Sue es de tercero —le dijo Will.
—Ah, sí. Se deja ver tan poco que a veces se me olvida que existe.
—No seas cruel —Will sonrió.
—Hemos estado manteniendo una relación a distancia hasta hoy —me explicó Naya—. Durante casi dos años.
¿A qué me recordaba eso?
Aprovecharon ese momento para besuquearse en un semáforo en rojo.
—Dicen que las relaciones a distancia son difíciles —comenté.
—No para nosotros. Llevamos siete años juntos. Tenemos muchísima confianza.
Yo solo llevaba saliendo con Monty siete meses y ya me parecía toda una eternidad.
—Siete años —repetí, sorprendida—. Eso es... casi media vida.
—Lo sé. Es mucho.
—Muchísimo —Will asintió con la cabeza.
—Pero a mi lado se pasa rápido —Naya le sonrió.
—Claro, claro.
Will giró en una calle poco concurrida de pisos y supermercados cerrados. Entró en un garaje y aparcó el coche en el único sitio libre. Cuando bajé, me quedé mirando el de al lado, un todoterreno negro con pegatinas de un montón de referencias musicales y de películas.
—¿Vamos? —me preguntó Naya al ver que me distraía.
—Sí, sí.
Los seguí por la rampa del garaje y Will nos introdujo a un edificio bastante moderno en comparación con nuestra residencia.
—¿No les importará a tus amigos que haya venido? —le pregunté a Will.
Genial. Podrías ocultar un poquito más tu inseguridad.
—Claro que no —me aseguró él, llamando al ascensor.
Subimos los tres hasta el tercer piso, donde había solo dos puertas y una ventana cerrada. Will sacó las llaves de su bolsillo y abrió la puerta de la derecha.
Al instante en que abrió la puerta, el olor a comida china hizo que me rugieran las tripas. Entramos en un descansillo pequeño que daba con un salón. Will me señaló un perchero.
—Podéis dejar la chaqueta ahí.
Claro, Naya tampoco había estado nunca ahí. Los seguí por el marco de madera hacia un sencillo salón con dos sofás, una mesa de café llena de bolsas de comida, una televisión grande con varias consolas, una mesa redonda con varias sillas junto con un ventanal, un pasillo grande que parecía llevar a las habitaciones y una barra americana que lo separaba de una pequeña cocina.
Y también había dos personas sentadas en el sofá.
—¡Por fin! —gritó uno de ellos—. Me estaba muriendo de hambre.
—Yo también me alegro de verte, Ross —le dijo Naya.
Los dos se giraron hacia nosotros. Ross, el de esa misma tarde, le sonrió malévolamente a Naya.
—Genial, hemos pasado de la tranquilidad absoluta a tener que escuchar gritos en estéreo todo el día —le dijo.
—Si yo nunca me enfado —protestó Naya.
—¿Y quién ha hablado de enfadarse?
Will le lanzó la chaqueta a la cara. Ross se rio y la tiró a uno de los sillones. Sue, la chica del sillón, nos miró a las dos con mala cara y se centró en abrir su bolsa de comida.
—Veo que aún no has salido corriendo —me dijo Ross.
—No la asustes, Ross —Naya lo señaló—. Es mi compañera de habitación. Y quiero que siga siéndolo.
—¿Qué insinúas? —él frunció el ceño.
—Que eres un pesado —ella me agarró de la mano—. Ven, siéntate.
Will me había hecho sitio junto a él en el sofá. Naya se sentó a su otro lado.
—Acaba de llegar y ya me está insultando —le dijo Ross a Will.
—No la espantes —le repitió Naya.
—¡Yo no espanto a nadie! Además, si quiere vivir contigo tendrá que saber que tú y Will sois como un combo. Aguantar a uno implica aguantar al otro.
—¿Qué? —pregunté, confusa.
Ross me miró.
—Cuando cada noche de la semana no puedas dormir por el ruido que hacen, ya volveremos a tener esta conversación —replicó él.
—Déjalo, Jenna. Todos hemos aprendido a ignorarlo —me aseguró Will, sonriendo.
Hubo un momento de silencio incómodo solo interrumpido por el ruido de la chica callada abriendo su bolsa.
—Ellos son Ross y Sue —me dijo Naya, sonriéndome, aunque ya conocía al primero.
—¿Ross? —repetí—. ¿Es el diminutivo de algo?
—Es mi apellido —me dijo él mismo, deshaciendo unos palillos—. Me llamo Jack Ross, pero todo el mundo me llama Ross.
—Su padre también se llama Jack —explicó Will, dejando dos bandejas grandes de comida china en la mesa auxiliar.
—Y yo dije que como me llamaran Jack Ross Junior, me cortaría las venas —finalizó Ross.
Me adelanté para agarrar unos palillos y robar un rollito de primavera.
—¿Y eres de por aquí, Jenna? —me preguntó Will amablemente.
Me apresuré a tragarme el mordisco de rollito de primavera.
—No... —casi me atraganté—. Soy del sur del estado.
—¿Y has venido en coche? —Naya se quedó mirándome—. ¿Eso no son... unas cinco horas?
—Sí —sonreí—. Pero me las he pasado casi todas dormida.
—¿Y por qué has venido aquí? —preguntó Ross, mirándome—. ¿Te ha maravillado nuestra increíblemente escasa contaminación?
Obviamente, era ironía.
Muy bien, Sherlock.
—Tenéis mejores universidades —le dije—. Y me daba la sensación de que me pegaría un tiro si seguía en mi casa durante cuatro años más.
—No puede ser tan malo —me dijo Will.
—No es que fuera malo, pero era un pueblo pequeño, con la misma gente, los mismos sitios... era muy repetitivo.
Me estuvieron preguntando durante un buen rato cosas de mi casa y relacionadas con lo que estaba estudiando. Todo iba bien hasta que Naya me preguntó por mi novio y les conté lo que había pasado cuando me había dejado esa tarde.
—¿Una relación abierta? —preguntó— ¿Eso qué es?
—No sé si se lo ha inventado él, pero dice que es cuando dos personas se quieren, pero pueden acostarse con otras.
—Nunca entenderé la vida en pareja —murmuró Ross, mirando mi plato—. ¿Te vas a comer todo eso?
Me habían movido a su lado para dejar los mandos de la consola junto a Will. Le ofrecí el plato.
—Todo tuyo.
—Me gusta esta chica —dijo él, sonriente.
Will sonrió a Naya.
—Igual deberíamos intentarlo, cariño. Ya sabes, eso de acostarnos con otros.
—Como lo hagas, te mato mientras duermas —le advirtió Naya—. Yo no podría dormir tranquila pensando que éste puede estar tirándose a otra.
—Pero sería sin amor —señaló Ross, y luego me miró con el ceño fruncido—. ¿No?
—Sí, supongo —me encogí de hombros.
—Aún así. ¿Y si algún día le gusta más otra persona y me deja tirada? —Naya negó con la cabeza—. Yo no podría.
Lo cierto era que no me había detenido a pensarlo durante mucho tiempo, pero Naya tenía razón. ¿Y si le gustaba más otra? ¿Qué haría entonces?
Intenté apoyarme en un cojín, pero al instante Sue me señaló.
—Es mío —me dijo secamente.
Me aparté, asustada.
—Uy, perdón —dije, dándoselo.
Ella me miró con los ojos entrecerrados mientras lo abrazaba, como si le hubiera dado una patada a un cachorrito.
—Pedir perdón no soluciona nada —me dijo secamente.
No supe qué decirle. Ross, a mi lado, contuvo una risa.
—No te lo tomes como algo personal —me dijo—. Está así de loca con todo el mundo.
—¡No estoy loca! —le gritó Sue.
—Vale, vale. Entonces, no estás loca. Solo estás mal de la azotea.
Sue le sacó el dedo corazón y se quedó abrazada a su cojín. Mientras, Will y Naya estaban ocupados dándose besitos, ignorándonos.
Así que eran de esas parejas.
—¿Vamos arriba? —preguntó Ross, interrumpiendo el hilo de mis pensamientos.
—Yo me voy a dormir —dijo Sue, poniéndose de pie y desapareciendo por el pasillo.
Me quedé mirando a Naya, que se estaba besando descaradamente con su novio en el sofá.
—Yo voy —le dije a Ross.
Era mejor alternativa que ser la violinista.
—Menos mal que hay alguien no aburrido —dijo, poniéndose de pie.
Lo seguí hacia la puerta y fruncí el ceño cuando abrió la ventana del pasillo. Se me quedó mirando.
—¿Qué haces? —le pregunté—. Hace frío.
—Tenemos que pasar por aquí. Vamos, te ayudaré.
—¿A qué?
Me asomé y vi que había una escalera de incendios.
—¿Vamos a subir por ahí? —miré hacia arriba con la nariz arrugada.
—Es seguro —dijo—. O, al menos, nadie se ha matado en lo que llevamos viviendo aquí.
—Seguro que yo soy la primera —murmuré.
Me quedé mirando un momento la distancia hacia el suelo, y después acepté su mano para saltar el marco de la ventana y agarrarme a la barandilla de la escalera. Mientras empezaba a subir, escuché que él me seguía y empujaba la ventana.
Dos pisos hacia arriba, la escalera terminaba en una azotea grande con grava y dos tubos grandes. Desde ahí se veía la Universidad y el parque que había justo al lado, junto a gran parte de la ciudad. Me hubiera gustado más si no hubiera hecho tanto frío. Me froté las manos y me las metí en los bolsillos.
—No está mal, ¿eh? —me dijo él, pasando por mi lado.
Se estaba dirigiendo directamente a las sillas de camping que había al final de la terraza. Eran cuatro, y tenían mantas gruesas y una nevera portátil. Sonreí de lado. No estaba mal pensado.
—¿Qué hacéis cuando llueve? —pregunté, sentándome en una de las sillas junto a él.
—Correr a esconderlo todo —abrió la nevera.
—¿Y si no llegáis a tiempo?
—Entonces, esperamos a que se seque. ¿Tienes sed?
Asentí con la cabeza y me lanzó una cerveza. Hacía mucho que no bebía ninguna. Monty detestaba el sabor a cerveza y decía que no me besaría si la bebía. Después del primer sorbo, me acordé de lo mucho que me gustaban y me relamí los labios, cubriéndome con una manta gruesa que me pasó.
—¿A vuestros vecinos no les importa que tengáis esto aquí? —pregunté, mirándolo.
—Nadie sube nunca aquí.
—¿Y si lo hacen?
—El plan A es invitarlos a una cerveza.
—¿Y el plan B?
—Tirarlos hacia abajo —levantó la cerveza—. No puede haber testigos del crimen.
—Pues es un sitio precioso —dije, riendo—. Quitando las fábricas abandonadas del fondo.
—Si pretendes que son bosques, parece más bonito.
Vi de reojo que él se encendía un cigarrillo y me acordé de ese lejano tiempo en el que yo también solía fumar. Monty me había ayudado a dejarlo. También le daba asco el olor al humo del tabaco. Por eso, tampoco solía ir a mi casa. Mi madre era fumadora compulsiva. Aparté la mirada.
—¿Y hace mucho que conoces a Naya? —le pregunté, escondiendo media cara bajo la mantita.
—Desde que empezó a salir con Will hace... —lo pensó un momento—. No sé ni cuánto hace ya. Llevan como... toda la vida juntos. Son muy pesados.
—Siete años, según lo que me ha dicho ella.
—¿Siete años ya? —levantó las cejas—. Cómo pasa el tiempo.
Hizo una pausa, bebiendo de la cerveza.
—¿Cuándo la has conocido? —me preguntó.
—Hace como... dos o tres horas.
—Sí que se te da bien integrarte —sonrió, mirándome.
—Qué más quisiera yo. En mi instituto no tenía muchos amigos.
Acabas de perder lo poco guay que podías tener.
—¿No?
—No. Pero era un lugar muy... peculiar. Parecía sacado de una película de Lindsay Lohan del 2000.
Él me miró, entre sorprendido y divertido.
—¿Por qué?
—A ver, porque estaban los populares, los pringados, los invisibles...
—No, espera, déjame adivinarlo. Se me dan bien estas cosas —lo pensó un momento—. Había una chica muy mala pero muy guapa que se metía con las chicas que consideraba inferiores a ella.
—Bingo —sonreí—. Aunque a mí nunca me dijo nada.
—Y un chico malo que se saltaba todas las clases y hablaba mal a los profesores pero que, sorprendentemente, siempre gustaba a todas las chicas.
—A mí nunca me gustó —puntualicé.
—Y había un club de teatro, una banda de música... donde todos los integrantes eran considerados pringados.
—De hecho, fui miembro de la banda de música por un tiempo.
—No puede ser —se rio—. ¿Y qué hacías? ¿Tocar la flauta?
—Mhm... no exactamente.
—¿La guitarra?
No lo digas.
—Tocaba el triángulo —murmuré.
Él me miró un momento y vi que contenía la risa.
—Me imagino que eso no te llenaba mucho.
—No. Lo dejé en dos semanas. Y empecé con otra cosa.
—Como... ¿cantar?
—Si me oyeras cantar, utilizarías el plan B contra ti mismo.
—Mhm... ¿Bailar?
—Ajá.
—Por favor, dime que no bailabas ballet.
Lo miré, avergonzada.
—No estaba tan mal.
—¿Eso es un sí?
—Durante un tiempo, sí —me crucé de brazos—. Y era muy buena, por cierto. Pero tuve que dejarlo.
—¿Por qué?
No se lo digas. Si tenías alguna posibilidad de parecer guay, la vas a perder completamente.
—Mi profesora me dijo que, si quería seguir, tenía que adelgazar cinco kilos —dije, finalmente.
—¿Y qué tiene que ver una cosa con la otra? —él frunció el ceño.
—No lo sé. Estaba un poco mal de la cabeza.
—Quería dejarte en el infrapeso —dijo, mirándome a arriba a abajo.
—No, si la historia no termina ahí... Mi madre se enteró y se enfadó tanto que se plantó en la academia, la insultó y terminó tirándole café a la cara.
Él empezó a reírse a carcajadas.
—Me cae bien tu madre.
Pensar en ella hizo que me acordara de que tenía que llamarla al día siguiente para que no le diera un ataque de pánico.
—¿Ya has terminado de adivinar?
—Oh, no —dio un sorbo a la cerveza—. A ver, a ver... ¿eras parte del grupo de los invisibles?
—Se podría decir que sí.
—Y tu novio no lo era —terminó, mirándome.
—No lo era, no.
—Seguro que tu novio era el típico chico popular que jamás habrías pensado que se fijaría en ti, ¿no?
—Eres bueno —sonreí.
—Y cuando lo hizo, el instituto entero estuvo una semana hablando de vuestra relación.
—Casi. Dos semanas.
—He estado cerca.
Lo miré de reojo.
—¿Tu instituto también era así o qué?
—No. Pero he visto demasiadas películas con el mismo argumento.
—A veces, los clichés están bien —le dije, acomodándome.
—No he dicho que no lo estuvieran —tiró la ceniza al suelo—. Tu vida parece una novela de Nicholas Sparks.
—¿Quién es ese?
Se me quedó mirando.
—¿Estás estudiando literatura y no sabes quién es?
—Es que no me gusta leer —murmuré.
—¿Estás estudiando literatura y no te gusta leer?
—Es que no sabía qué estudiar, ¿vale? —dije, a la defensiva.
—¿Y no te has leído ninguno de sus libros? —parecía horrorizado—. ¿Ni siquiera has visto alguna película suya?
—¿Cuáles son?
—El diario de Noah, La última canción, Un paseo para recordar, El viaje más largo, Cuando te encuentre...
—Sí que te gusta.
—A mi madre le encanta —me explicó—. Tiene todos sus libros y sus películas compradas. Ya me las sé de memoria. Pero... ¿me estás diciendo que no te suena ninguna?
Negué con la cabeza.
—No me gusta mucho el cine, tampoco.
—¿Y qué haces para vivir? —se había inclinado hacia delante, intrigado—. ¿Mirar las paredes? ¿Escuchar música?
—La música no está mal, pero soy muy selectiva, así que no escucho demasiada.
Eso pareció descolocarlo por completo.
—¿Y se puede saber qué te gusta?
—Pues... me gustaba bailar ballet. Hasta que mi madre bañó en café a mi profesora.
—¿Y ahora?
—Mhm... —lo pensé un momento—. Me gustan los realities de la tele. Especialmente si se pelean mucho.
Él pareció querer matarme, pero no dijo nada.
—Vale, volvamos al tema de las películas —me dijo—. ¿No has visto ninguna película?
—Claro que sí. He visto Buscando a Nemo.
—La cumbre del cine de cultura —ironizó.
—Es que me aburren las películas.
—Será porque no las ves bien.
—¿Se pueden ver mal?
—Pues claro que sí. A ver, ¿no has visto nada de Disney?
—Sí.
—¿Cuál?
—Buscando a Nemo.
Me miró con mala cara.
—Ni siquiera estoy seguro de que eso sea de Disney.
—Entonces, no. ¿Qué tiene de malo?
—Es que no entiendo cómo has podido pasar por la vida sin ver películas como... yo qué sé... ¿El rey León?
—No me suena.
—¿Y qué hay de los clásicos? ¿La vida es Bella? ¿Forrest Gump? ¿Gladiator? ¿El pianista? ¿Regreso al futuro?
—No, no, no y no.
—Y yo que creía que tenía una vida desgraciada...
—Soy muy feliz así —le aseguré.
—De eso nada. Tienes que ver El rey León.
Ya se estaba poniendo de pie. Lo seguí hacia las escaleras mientras él pisaba el cigarrillo.
—¿Por qué es tan importante?
—Porque es un clásico, por Dios —negó dramáticamente con la cabeza mientras pasábamos por la ventana—. No me puedo creer que no sepas ni qué película es.
Abrió la puerta de casa y se quedó un momento mirando el sofá, suspirando.
—Tenéis una habitación para hacer guarradas —le dijo a Naya y Will, que estaban tumbados en el sofá besuqueándose—. O el callejón de abajo.
—¿Dónde vais? —preguntó Naya, asomando la cabeza.
—No ha visto el Rey león —le dijo Ross como explicación.
—¿¡No has visto El rey león!? —exclamó Will.
Suspiré.
Ross abrió la puerta de la que supuse que era su habitación y me hizo un gesto, dejándome entrar.
Lo primero que vi fue un enorme poster de lo que me pareció una película que no había visto. Seguido de muchos de otras películas que tampoco me resultaban familiares. Tenía un escritorio lleno de papeles, con un portátil lleno de pegatinas, y una cama sorprendentemente grande con un cuaderno encima en el que había estado escribiendo algo. Lo lanzó al otro lado de la habitación de un manotazo y agarró el portátil.
—Prepárate para que cambie tu vida —me dijo, sentándose en la cama.
Miré a mi alrededor. Solo tenía una ventana grande, pero iluminaba mucho más que las dos de mi habitación. Qué suerte.
—Puedes quitarte las botas —me dijo distraídamente.
Hice lo que me decía y me paseé por la habitación, curioseando. Me quedé mirando el poster de una chica con el pelo rubio y una katana en la mano mientras él buscaba la película en Internet.
—¿Cuál es esta? —pregunté.
—¿Esa? Kill Bill. De Tarantino. Un clásico.
—Tampoco la he visto.
—Me lo imaginaba.
—¿Y si la vemos?
—Te recomiendo empezar tu inmersión cinéfila por Disney —me aseguró—. No creo que estés psicológicamente preparada para Tarantino.
Seguí mirando por su habitación y me topé con su cómoda, en la que tenía un montón de fotos con su familia. Su madre parecía muy joven para serlo, y su padre se parecía mucho a él, solo que con el pelo más corto y unas gafas. En una foto, estaba sujetando un trofeo de baloncesto con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Te gusta el baloncesto? —pregunté.
—Me gustaba. Ahora me aburre.
—Parece que eras bueno.
—Sigo siéndolo —recalcó sonriendo—. Ven. Ya tengo la película.
Una hora y media más tarde, estaba sentada en su cama viendo cómo Simba subía la roca del rey con música motivadora de fondo. Ross se me quedó mirando fijamente, esperando una reacción.
—¿Y bien? —preguntó.
—No ha estado mal —le dije.
—¿¡Que no ha estado mal!?
Di un salto del susto.
—Acabas de ver mi infancia en una hora y media, ¿y tu conclusión es que no ha estado mal?
—A ver, sÍ, vale, me ha gustado.
Eso pareció mejor.
—Sabía que no podrías resistirte a los encantos de Simba.
—Pues el que más me ha gustado ha sido Pumba.
—¿Por qué? —preguntó, divertido, mientras buscaba algo más.
—No lo sé. Me ha parecido muy tierno.
—¿Tierno en el sentido de que te lo comerías o en el sentido de ternura?
—Dios mío, en el sentido de ternura —dije, alarmada—. Comerse a Pumba sería como... pisar una flor en peligro de extinción.
—Qué profunda. Quizá sí tengas espíritu poeta, después de todo.
Qué más quisiera.
—Bueno —me miró—. Puedes ir a ver si Naya y Will han terminado de hacerlo o puedes quedarte a ver otra película, tú eliges.
—¿Qué hora es? —pregunté tras pensarlo un momento.
—¿Importa?
Lo consideré un momento.
—No —dije—. Pon otra del Disney ese.
A las tres de la mañana, apoyada en la pared de la cama, estaba viendo el final de La Bella y la Bestia. También habíamos intentado ver Cenicienta, aunque la había quitado al ver que no me gustaba. Cuando terminó, Ross me miró.
—¿Y bien? —repitió
—Ocho sobre diez —opiné.
—¿Más que Cenicienta?
—Cenicienta tira por los suelos todos mis principios morales de feminismo, lo siento.
—En el momento en que se hizo, apenas existía en feminismo —me dijo él—. Hay que mirar las cosas en su momento cultural.
—Deberías estar estudiando literatura en mi lugar —le dije—. Hablas como un filólogo.
—Pues no te creerías lo que estoy estudiando —murmuró.
—¿El qué?
—Dirección audiovisual.
—Ah, claro, claro.
Me sonrió.
—No tienes ni idea de lo que es, ¿verdad?
—Pues no.
—Quiero ser director de cine —me explicó
—Wow —levanté las cejas—. Ahora entiendo todo lo de las paredes.
—¿No te gusta?
—Es original —opiné—. Mi habitación no tiene ni uno. Aunque tampoco es que me gusten muchas cosas.
—Ahora puedes poner uno de Pumba.
—Seguro que a Naya no le extraña nada entrar y ver la foto de un cerdo rojo en mi pared.
Justo en ese momento, ella llamó a la puerta y se asomó sin esperar.
—¿Estáis haciendo algo que no pueda presenciarse? —preguntó, tapándose los ojos, aunque echó una ojeada y sonrió—. Genial. ¿Quieres que nos vayamos?
—¿Ya habéis terminado? —le preguntó Ross.
—Cállate —Naya le puso mala cara—. Vamos, Jenna, he llamado a un taxi y debe estar abajo.
Me puse las botas rápidamente mientras Ross bostezaba con ganas.
—Buenas noches, Ross —le dije, saliendo de su habitación.
Él se despidió con un gesto y volvió a centrarse en su portátil mientras yo seguía a Naya hacia la salida.
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