“Dentro de siete años, veré tu cara en una Story de Instagram, y diré que no cambiaste mucho aunque haya pasado tanto tiempo.

Veré qué tienes un mocoso y eso que nunca quisiste hijos. Tendrá tu cabello rubio o quizás algo castaño y le queda muy bien tu apellido.

Te encontraré en tantos lugares y talvez en un bar borracho con tus amigos, y seguro eso será gracioso. Estarás feliz y te veré feliz... Más de lo que alguna vez lo fuiste conmigo.

Dentro de siete años estoy segura que mi futura hija sabrá tu nombre, le contaré sobre tus ojos y de tardes que me sabía el número de tus pecas. Le voy a advertir que cuidé lo que tiene para que no se vaya a romper.

Que ni mi hija ni tu hijo cometa los errores que cometimos una vez. No estábamos locos solo... Mentira, si lo estamos.

Dentro de siete años te veré y hablaremos. Me contarás sobre tu familia y yo te hablaré de la mía. Pero hasta entonces, fuiste la locura más bonita, rubia, irónica y sarcástica que ha cruzado mi vida.

—Lif”

Un par de lágrimas se escaparon y el cielo gris le acompañó en la tristeza. Su coleta rubia está empapada igual que la carta que con fuerza aprieta con su mano como sí así...

Como sí así pudiera regresarla a ella.

Vió el avión salir desde que puso un pie en el piso del estacionamiento y ahí supo que en esa tarde, ya era tarde.

Lif se fue y quizás debería estar feliz por ella por irse a estudiar con una beca al extranjero ¡Que lo llamen egoísta! Pero él hubiera dado todo por hacerla quedarse.

Desgraciadamente en ningún momento sintió cuando se fue de la casa, dejando aquel cuarto vacío. Dejándolo con el vértigo de bajar las escaleras, entrar al baño y abrir una gaveta y ver qué nada de lo de ella estaba ahí.

Aquel último abrazo no era vendido con un letrero de “¡Hasta pronto!”, el abrazo de aquella noche era en el idioma de las despedidas.

Y maldita sea, ese lenguaje duele tanto.