1.
—Oye, compórtate y ayúdame a cuidar a los niños —le llamó la mujer mientras ataba sus cabellos grasientos en una cola baja. Luego de no obtener respuesta, se giró para percatarse de que su hijo seguía peleando con su hermano. Enfadada, la mujer se le acercó y le tomó brusca del brazo para alejarlo—. ¡YoonGi! Te dije que vinieras, mierda, ¿acaso estás sordo?
El muchacho de apenas seis años la observó con rabia y luego sus ojos rasgados se dieron cuenta de que lo estaba tocando con demasiada presión. Se soltó de un manotazo de su agarre, sin bajar la barbilla de ninguna manera. La mujer dio un respiro de impotencia mientras los alaridos divertidos de sus otros hijos hacían desastre en sus oídos. Ninguno de los dos apartó la mirada, ella, encolerizada, empezó a hablar de nuevo.
—¿Por qué mierda no comprendes cuál es tu lugar aquí? Tienes que cuidar a los menores en vez de estar jugando como perros con tus otros hermanos —gruñó la omega, tomando de nuevo su mano. Su hijo la rechazó, volviendo a darle un manotazo y entonces ella se bajó, dándole una cachetada. El menor no dijo nada—. Me vas a ayudar y te quedas tranquilo.
—¿Por qué te tengo que ayudar yo? —preguntó en voz baja después de un minuto en silencio. Con sus ojos pequeños, negros y rabiosos. Su madre iba a contestar, pero el pequeño siguió hablando. Sonrió luego para echar cizaña con sus ojos venenosos—. Yo no tengo la culpa de que estés caliente como una perra y tengas hijos que no puedes mantener. ¿Eres pobre y no hay nadie quien te ayude? Mala tuya, pero yo no voy a cuidar hijos que no son míos. Cuando yo tenga hijos, a diferencia tuya, no te voy a obligar a que te hagas cargo de ellos. ¿Estás aburrida cuando está ese Alfa? Busca algo de la casa que hacer, deja de tener sexo sin protección y así la comida nos durará más de un día. De todo lo que trabaja ese malhechor, ¿cuánto cuesta el condón? No seas sucia.
La palma de su mano corrió como una lagartija y se marcó en su rostro, dejando cinco dedos largos rojos en su piel. YoonGi abrió sus ojos un poco atónito, para luego volver a guiar sus ojos donde estaba esa mujer llena de cólera y odio. Sí, ya YoonGi lo sabía, ella lo detestaba con toda su vida. Temblaba de la rabia y el descontento de saber las palabras de su hijo.
—Si no fuera porque ya estás comprometido, te hubiese matado —susurró, con el rostro escarlata y ojos brillantes en lágrimas.
YoonGi sintió un retortijón en su estómago que le incomodó, pero no dejó de mirarla.
—Oh, comprendo. Yo soy el que te cuida a esos mocosos, hazme algo y ellos se van conmigo al cementerio —aclaró con voz fuerte, dándose la vuelta para empezar a caminar cuesta abajo—. Cuidaré de nuevo a los chiquillos esos por unas horas. Si me llego a cansar, será culpa tuya si los ves rodando por la cuesta.
—Ni te atrevas a dejarme con la palabra en la boca, maldito error.
—Mira cómo te dejo con tus babosadas en la boca, perra estúpida.
YoonGi se fue antes de que ella siguiera hablando, y aunque escuchaba sus gritos, la ignoró. A la corta edad de seis años, YoonGi había tenido que madurar de forma precoz debido a que había notado de inmediato las injusticias en su casa. Él sabía bastante bien por qué había sucedido aquello, y qué era lo que lo mantenía mirando a sus hermanos desde lejos, separado de ellos por la barrera que eran sus padres. Era omega. Y entendía. Sus hermanos mayores eran alfas ya de más edad, rozando casi los trece y doce años. No, no le molestaba que ellos lo fueran. Ni la diferencia de edad, ni nada.
Le molestaba saber que habían más hermanos omegas, y que él era el encargado de cuidarlos a pesar de ser menor. Eran en total siete hermanos, él era el cuarto. Dos alfas mayores, un omega tercero, él cuarto y tres menores que eran alfas de igual manera. Hablando de ellos, entró a su pequeño cuarto donde dormían los tres. Con amargura se sentó a su lado, no sin antes cerrar la puerta con seguro para que la perra loca aquella no se dignara a entrar y molestar más el mal día que llevaba.
Se echó un suspiro ahogado al estar en tranquilidad, sintiéndose mareado de repente. Una de sus pequeñas manos tocó su frente, buscando signos de enfermedad y sintió un calor extraño que lo relacionó con fiebre. Luego su estómago rugió, sin embargo no hizo amago de volverse a mover. Entonces observó a los bebés durmiendo en el piso, siendo sólo cubiertos por una fina manta que era larga y que podía con ellos tres. Habían sido trillizos que salieron de la nada. Recordaba la panza de... su bendita madre, grande y puntiaguda.
Recordaba sus piernas hinchadas, sus dolores y sus mandados a que fuera a la tienda a las diez de la noche para comprarle una libra de pan y jamón. Sin duda, habían sido los meses más horribles de su vida. Volvió a observarlos, dormían de nuevo plácidos, tranquilos. Por lo que había escuchado de las amigas de su madre bendita y adorada que era todo un Ángel, era normal sentir inclusive desde pequeños el deseo de tener hijos, de verlos y querer ponerlos sobre su pecho, no obstante...
El muchacho sacudió su cabeza, volviendo a sentir dolor de sólo pensar en la situación de él teniendo hijos que sólo estuvieran para molestar una y otra vez. Pensaba en el hecho de tener que esconder su comida para que no le pidieran o tener que levantarse de noche para que dejaran de llorar como si alguien les hubiese hecho algo malo. Abrió sus ojos cansados, pensando de nuevo en la situación. No era que odiara a los bebés ni nada por el estilo, pero el hecho de que sus hermanos tuviesen una buena tarde sin hacer nada ni preocuparse por levantarse para cuidarlos era algo de envidiar estando en su posición.
Él era la oveja negra, el esclavo que hacía todo y que querían que no dijera nada porque era su supuesto deber.
Y estaba harto, en serio. Cuando se dio cuenta que uno de los bebés había empezado a llorar, le observó con odio. Mentira, había mentido una y mil veces, odiaba a esos engendros que no podían hacer nada por su cuenta, que se la pasaban chillando como perros, que se cagaban en cualquier lado. Le observó con tal sentimiento que se sintió ahogado de nuevo, de repente. Tuvo que acercarse con sus débiles brazos y tomarlo en ellos. Tenía la cara arrugada, roja y los ojos brillantes de las lágrimas.
Despreciable como su madre.
Lo colocó encima de su pecho, apretando los dientes al ver que otro de los bebés quería empezar a llorar de igual manera. Y entonces, el tercero abrió la boca y los chillidos se hicieron tanto que juró sentirse sordo. Con enojo les meció en sus brazos, apretando sus pequeños cuerpos, y cuando estuvo más de diez minutos sin lograr callarlos, fue que los dejó en el piso y se acercó a la pequeña ventana donde estaban sus otros hermanos.
Jugaban a la lejanía, se divertían, se reían. Comían lo mejor y para él las sobras. Sus manos se apretaron con fuerza y luego le echó un vistazo a los chiquillos que seguían moqueando en el piso, buscando un poco de calor que YoonGi no les quería dar. Arrugó también como los bebés su entrecejo, ¿por qué? ¿Por qué él tenía que hacer eso? Si los odiaba y sus progenitores lo sabían, ¿por qué lo seguían poniendo con esos mocosos insoportables?
Los odiaba tanto, le dolía la cabeza por la cefalea de escuchar sus gritos irritantes, de tener que verlos y que no pudieran mantenerse en silencio. Se giró, enfadado. Que tuviera seis años no evitaba el sentimiento de molestia que ellos le provocaban. Se acercó a ellos, bajando y tomando uno de los bebés alfas que lloraban a moco tendido. Apretó con una de sus manos el cuerpo del infante, quien lloró peor al sentir el dolor en su piel. El incesante llanto le hizo marearse y lo dejó caer.
—Mierda, tan insoportables —gruñó, acostándose en el piso para buscar relajar su visión—. La próxima que vea a esa perra embarazada, juro que la mato.
Colocó un brazo en sus ojos, rogando porque se callaran de una buena vez.
***
—¡Grítale, eres un hombre! ¡¿Has visto esta mierda de comida?! ¡Da asco! ¡Siempre déjaselo saber!
JeongGuk miró tímido a su madre, luego a su padre. Este le había echado un escupitajo en la cara cuando había sido justo la hora de la cena. Siempre era un delirio que los nervios del alfa no aguantaban. Tenía las uñas de sus dedos en carne viva que procuraba cubrir con vendajes que usaba también para el boxeo, algo de lo que su progenitor estaba muy orgulloso. Sin embargo estaba la mayoría del tiempo ansioso y lleno de estrés.
La cara de desprecio de ese hombre seguía viéndose en su mente, y acobardado por la situación y porque siguiera con esos gritos, miró de nuevo a su madre, rogando porque él no viera la pena pintada en sus orbes.
—M-ma, sabe... sabe malo —mintió porque al primer bocado no le había sabido nada malo, es más, consideraba que su madre cocinaba perfecto, pero ese tipo siempre le encontraba algo malo. O le faltaba la sal, o estaba muy cocido, o crudo, o no se ve bien, siempre tenía un comentario despectivo el cual decir.
—Oh, ¿cuándo tengas a tu omega así le vas a decir? “Sa-sabe malo” —se burló el hombre, para reírse luego. En segundos dejó de hacerlo mirándole con asco—. Sé más hombre y dícelo bien en la cara. ¡Y tú maldita, más te vale en no volver a cocinar esta mierda! Te las vas a ver conmigo de nuevo.
El hombre se levantó furioso, dejando la mesa para seguro irse a quién sabe dónde, pero sí, muy lejos de ambos. JeongGuk por fin pudo respirar bien durante tantas horas, y luego observó a su madre con lástima. Aunque él también se llevaba esos maltratos con su padre, su madre era aquel punto fijo que este tenía para hacer daño. La mayoría de las veces optaba por un abuso verbal que la había afectado bastante y ya ni siquiera parecía ser aquella jovial mujer de la cual recordaba que era su madre.
Se levantó con cuidado, tomando sus manos con amor y le observó.
—No te preocupes, madre. A mi me gustó lo suficiente —susurró por si acaso, pero la mujer se mantuvo callada y con lágrimas abundantes se fue de allí, seguro que estaba decepcionada de ella misma. JeongGuk la vio desaparecer por el umbral de la puerta, y luego de minutos regresó para llevarse las cosas a la cocina para poder lavarlas y empezar a cocinar de nuevo. El muchacho tenía un nudo en la garganta que era insoportable, y que no le dejaba tragar bien la saliva que se le acumulaba.
Le daba miedo estar allí.
Al verla tan triste quiso hacerle conversación, y entonces se acercó dubitativo.
—Madre —soltó un murmullo, pero la omega no le hizo caso—. Mi boda está pronto, ¿no?
Ella salió de su ensoñación con esa pregunta, para luego asentir con rapidez.
—Sí, es con un muchacho... como tú —dijo, suspirando con voz baja y dolida. Su hijo la observó triste otra vez—. Hace tiempo que no los vemos, cuando nos mudamos pensábamos que íbamos a volver en poco tiempo, pero las cosas se complicaron, así que no se pudo.
—¿Es... igual a mi? Eso significa que... es Anormal, ¿cierto?
Ella asintió sin dejar de lavar los platos. Sus ojos estaban sin vida, acabada y aburrida.
—Sí, lo es. Decidimos que sería lo mejor unirlos para que cambien a como tienen que ser —comentó ella, enojándose de repente—. Si fueses un verdadero macho, me podrías defender del inútil de tu padre, pero lo único que pudo salir de mi fue un gallina.
Esas palabras le dieron justo a JeongGuk donde más le dolía y recuerdos de la infancia afloraron el dolor que siempre estaba punzante en su corazón.
—P-pero má...
—Pero nada, deja de hablarme —exigió, frunciendo su rostro—. Cuando llegue el momento espero que seas un buen macho para tu omega y que este se controle.
No dijo nada más, asintiendo y se fue de allí con un mal sabor en la boca y con el miedo enraizado en sus venas.
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