INTRODUCCIÓN
Debí suponerlo. Esos ojos grises, tan espesos como nubes, profetizaban una tormenta.
¿Debí hacer caso a mi instinto de supervivencia? ¿Debí dejarlo morir?
A pesar que nos separaba ese grueso vidrio a prueba de balas, y sus profundas heridas manchaban su camisón, sentí mi cuerpo estremecerse ante su inexpresiva mirada. Sus pupilas me dominaban, me doblegaban, me mantenían frente a él. Sin reacción.
Esa fue la primera vez que lo sentí, mi naturaleza, la suya.
Yo, una presa; él, un cazador.
Tuvo que pasar un tiempo para ponerlo en palabras, para aceptar que mi rompecabezas se armaba al fin, y cuya figura final era una inmunda verdad imposible de digerir.
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