7. Buitres
"Los buitres se deleitaban con las
sobras del banquete".
Rodeamos las cercanías con precaución. Suponiendo que una matanza había arrasado con el lugar, no podíamos lanzarnos de un modo precipitado a pesar que las luces se mantenían apagadas.
No obstante, yo tenía más cosas que hacer. Debía entrar a la casa, debía enfrentarme a los cuerpos putrefactos: a la muerte; debía resolver el crimen, buscar pistas, atar cabos. Debía desentrañar unos cuantos nudos, faltaba mucho por saber.
Dalila y Morgan ayudaban a Bran. El chico recuperaba la conciencia y ya podía sentarse sobre el césped por sí solo.
—¿Estás bien, Bran...? —preguntaba Dalila con la angustia impostada en su voz.
—Dal... —barbulló Bran, en pésimas condiciones. Noté sus ojos claros y sus labios resecos—. No les dije nada, Dal...
—Confió en ti, Bran, más que en mí —musitó ella, dejándole un pequeño beso en los labios.
Así que alguien tenía las agallas de soportar a Dalila.
—Tengo que resolver el crimen de mi padre —dije a Paris, el único que permanecía a mi lado. Dalila tenía a su novio y a su amigo, Frank estaba con la mujer morena, y nosotros dos quedábamos excluidos.
—¿Crees que tus fosas nasales lo soporten? —preguntó Dalila—. El olor a carroña no es un perfume que puedas apreciar.
—Ese es mi problema —respondí adelantándome.
Era estudiante de criminalística, luego de algunos fracasos en otras carreras, recién comenzaba con esta nueva. Si bien llevaba unos pocos meses leyendo algunos textos, e imaginándome peritajes reales, sería un desafío.
—Ten cuidado, Conejita —dijo Paris.
Lo ignoré, de lo único que debía cuidarme era de ellos.
Antes de entrar, di un vistazo general a mi casa. Era demasiado grande para dos personas. Así lo eran todas las viviendas de la zona residencial de Marimé. Dos pisos, salas amplísimas, habitaciones grandes con baño personal, cocheras, recibidores, salas de estar, bibliotecas, despacho... demasiada pomposidad, y ni aun así se acercaba a lo que mi padre de verdad podía comprar. Es decir, su fortuna le alcanzaba para una mansión en las Bahamas. Pero no, quería aparentar sobriedad y mesura, o por lo menos no quería que se supiera que sus tarjetas no tenían límite. O, a lo mejor, ya entendía que se trataba de ocultar algo más que una exuberante cuenta bancaria.
Estiré mi brazo para abrir la puerta trasera, la que daba a la cocina, pero alguien se me adelantó.
Frank se interponía para ingresar primero. La mujer morena me tomó del brazo, y con su otra mano me hizo un gesto de silencio.
En voz baja habló:
—Puede ser una emboscada, —señaló—. Deja que vaya primero. Él puede con esto.
Me guardé los reproches e ingresé a las sombras de la cocina tras la espalda de Frank.
Las arcadas me dominaron al instante, el hedor de la putrefacción quemó mis fosas nasales, me llenó de bacterias el organismo. Los cadáveres estaban en la sala, y en todos lados. Tapé mi boca y nariz con ambas manos, ahogué un agrio espasmo que tocaba mi campanilla, y me quedé atónita con la naturalidad con la que actuaban mis acompañantes, quienes se armaban con los cuchillos que iban encontrando en los alrededores, sin inmutarse por la muerte o la podredumbre.
Caminamos con cautela alrededor de la mesa de la cocina, la que estaba en el centro con banquetas altas y redondas, apenas podía percibir el ambiente, pero Frank me lo hizo notar en cuanto se detuvo. Un cadáver yacía desparramado en el suelo.
<<Dios, ¡qué asco!>>
No podía ver sus detalles, pero estaba segura que la sangre se había coagulado y las moscas ya habían puesto sus huevecillos. Quería esfumarme de ahí, cada segundo que pasaba en ese pozo de infección me sentía más podrida. No obstante, lo que me llenó de repugnancia, fue ver a Dalila, Morgan y Bran entrar y aspirar, con gusto, el aire del ambiente, como si se tratara de un estofado recién hecho. ¡Se deleitaban con la inmundicia insalubre!
—Qué maravilla... —susurró Dalila.
<<¿Qué... mierda está diciendo?>>
—Un mes de abstinencia —rumió Morgan, relamiéndose los labios—. Todo se siente más placentero.
—¡Cállense! —La morena pareció ofuscarse, de inmediato les hizo un gesto de silencio.
—Me adelantaré... —siseé, tratando de mostrarme normal—. Tengo que ver el despacho de mi padre.
Intenté dar un paso adelante, pero alguien me detuvo. Dalila me sostenía con fuerza de la muñeca.
—No te vas a escapar, Alegra Hyde —ella dijo esto con los dientes apretados, con sus facciones de piedra.
La miré con cuanta antipatía pude. No pretendía huir de nada ni de nadie, de verdad quería ir al despacho a tomar pericias del crimen.
—Déjala ya, Dal —murmuró Morgan, sosteniendo su oscura mirada sobre mí. Todavía podía ver algo en medio de la noche.
Dalila me soltó de mala gana y Paris lanzó una risita baja para luego hablar:
—Yo la acompañaré —indicó, quise negarme, pero ya no podía abrir la boca sin sentir mi estómago dar vueltas.
Paris me siguió con un paso que parecía el de un bailarín clásico.
Al entrar a la sala principal sentí el piso viscoso bajo mis pies. En el comedor y en el living se encontraban la mayoría de los cuerpos mutilados. Me atreví a pensar que no había nadie vivo dentro, y encendí las luces desoyendo a los demás; además, no quería seguir alterando la escena del crimen por no ver donde pisaba.
Lo vi. Un panorama general de la situación me estremecía el alma. Yo pretendía resolver crímenes, pero apenas podía con ello, a lo mejor porque se trataba de mi hogar, de un múltiple homicidio que me involucraba a mí, a mi padre.
La casa de toda mi vida se teñía de un brutal y rojizo marrón, un zumbido macabro era producido por las múltiples moscas que formaban manchones en los muertos. Unos diez cuerpos destrozados, mutilados, cercenados de decenas de formas. El sitio, en el que siempre me había refugiado, era un campo de guerra.
El gas pútrido me consumía las células, deseaba tener una máscara urgente. Los insectos necrófagos estaban actuando, se movían en las heridas profundas, se alimentaban de la carne y se reproducían en ella, casi los oía masticar.
Paris se paseaba entre la muerte mirando con mucho interés, quería decirle que respirar ese ambiente iba a enfermarlo, pero si abría la boca la enferma sería yo.
Escruté los cadáveres, el olor y el verdoso de las pieles indicaban llevar más de tres días, pero menos de una semana, eso lo sabía por las ampollas blandas a punto de explotar bajo la piel. Todo coincidía con el momento en el cual había dejado de recibir comunicación.
Las heridas mortales eran de armas blancas. No veía rastros de pólvora, ni orificios de bala. En sí, los cortes eran profundos, alcanzaban a los órganos. En el primer cadáver noté que la hondura de los mismos cortaban en trozos los órganos internos.
Una escena salvaje sin igual. Era de lamentar que las armas homicidas no estuvieran. Tampoco podía tomar huellas o fotografías, mucho menos podía hacer un test de carbonato, fluorescencia, radiografías y demás estudios físico químicos.
Todos presentaban signos similares, y mis acompañantes no tardaron en hacer comentarios al respecto. Deseaba gritarles y decirles que no tocaran nada, pero me detuve en seco cuando vi un rostro familiar.
<<Éste...>>
Me acerqué al cuerpo de un muchacho, lo miré fijo, me parecía conocido de algún lado, luego vi otro, y otro...
Todos me eran familiares, pero ¿de dónde?
—¿Qué sucede, Conejita? —indagó Paris, mi gesto fue evidente—. ¿Acaso nuestros captores te resultan conocidos?
Al presente lo recordaba, Paris ya los había visto tras las cámaras, él reconocía a quienes los habían tenido reclusos, golpeándolos durante un mes.
—Los conozco —admití, y mi mente se embrolló un poco más que antes. Paris elevó sus cejas y esperó a que prosiguiera—. Son conocidos de mi exnovio. Él no está entre los cuerpos.
Fui sincera sobre quienes eran ellos. No tenía relación con ninguno, los tenía visto de cara. Ellos situaban los bares, las calles y los sitios más entretenidos de Marimé. Y la pregunta fundamental no tardaba en aparecer en mi cabeza: ¿qué hacían ahí? ¿trabajaban para mi padre?
—Puedo percibir que estás más confundida que yo —resopló Paris, se cruzó de brazos y me miró de lado—. Te compadezco.
Le dediqué una ojeada abatida y me aparté de ahí en cuanto pude.
Subiendo a la segunda planta, el hedor cadavérico se difuminaba en el ambiente. Desde arriba podía ver a los demás dar vueltas a mi casa. Paris comenzaba a subir tras mi espalda; Frank y la mujer morena se dirigían a las otras salas; Dalila, Bran y Morgan echaban un ojo a los restos con una insondable curiosidad. Más importante, me tocaba lo difícil: reencontrarme con mi padre, con lo que quedaba de él.
Su despacho se encontraba al final del pasillo; y, con pensar en verlo, las piernas ya me bailaban. La desorientación carcomía mis sesos, quería averiguar cuanto pudiera, quería descubrir lo sucedido con lujos de detalles, aunque eso implicara actuar con la frialdad, con "profesionalismo", aunque eso implicara verlo todo desde un lado objetivo en el que mi padre no fuese más que otra pieza, tal vez la más importante, pero no la merecedora de mis lágrimas.
Previendo la peste, tomé cuanto aire pude y, antes de abrir la puerta, noté que la cerradura estaba rota de un duro golpe.
Y allí estaba, el único cadáver asesinado con un arma de fuego. El perfecto orificio en su cráneo lo corroboraba. No sabía mucho de balística, pero podía decir que tal y como había sido sorprendido, le habían disparado una sola vez de manera infalible.
Sus objetos personales estaban en orden, aunque faltaban varias cosas de importancia, exceptuando su computadora que seguía allí. No era extraño pensar que la dejaban con el fin de rastrearme.
—Busquemos alguna pista —dije a Paris, intentando no quebrarme—. Teléfonos, tablets. Lo que sea.
Paris asintió con la cabeza y comenzó a revisar todo. Yo buscaba entre las ropas de mi padre.
<<¿Cómo llegué a esto?>>
Me sorprendía de mí misma, en el modo que trabajaba sin llorar a cántaros por la muerte horrible de mi progenitor, la indiferencia de mis acciones, mi claridad mental. ¿Sería buena la idea de llamar a la policía? De ser así habría sido la primera opción, pero ya no confiaba en nadie, menos en la gente de Marimé.
—Aquí... —abrí un cajón y encontré la corbata verde, doblada a la perfección—. Era parte de un culto, secta o simplemente un club de nominados al premio Nobel. La última vez que lo vi iba hacia su reunión, nunca me dijo que hacía allí.
—Entonces allí tienes la respuesta. —Paris se encogió de hombros—. Tu padre estaba metido en una secta, ellos lo mataron porque querían el secreto de nuestros genes. Caso cerrado.
Negué con la cabeza, no porque pensara que Paris se equivocara, sino que solo era la punta del iceberg y no podía quedarme con eso. Era mi obligación llegar al fondo. De igual modo, ya no podía permanecer un minuto más en ese sitio. Dejamos la habitación antes de que muriera asfixiada y me dejé caer en el pasillo, sintiendo el peso del mundo en mis espaldas. Nunca antes había deseado que el tiempo se detuviera.
—¡Viene alguien! —gritó Dalila desde abajo.
Con Paris nos acercamos al barandal. Podía ver por los ventanales un par de vehículos, con los faroles encendidos, arribarían en mi hogar. Mi pecho se contrajo como hielo y mi corazón comenzó a bombear sin control. Podía asegurar que la escena del crimen se mantenía intacta a fin de encontrar el "trabajo de mi padre".
Mi primer atisbo fue el de esconderme o huir, pero los demás se mantenían estáticos, esperando, ¿esperando qué?
—¡Vamos! —clamé titiritando, empujando a Paris—, ¡debemos ocultarnos!
Tardé en darme cuenta que la locura de mis acompañantes no se trataba de un chiste. Paris ya no pestañeaba, una gran mueca ocupaba todo su rostro, su sonrisa torcida... era tétrica. Sus orbes ennegrecidos mostraban el rostro más descolocado que jamás hubiera visto.
Por un momento Paris me dio más miedo que quienes nos acechaban.
Él tomaba la empuñadura de su cuchillo con fuerza, noté sus nudillos emblanquecerse con el fervor de su agarre. Era como si estuviera esperando la oportunidad para asesinar.
—¡Vamos, Paris! —insistí tomándolo del brazo, un brazo que se mantenía tan duro como el hierro.
—Conejita... —canturreó sin siquiera mirarme, pero yo ya podía ver a las personas descender del vehículo, viniendo por nosotros—. No tienes idea lo que es un mes de sobriedad. A mí, los cadáveres podridos no me emocionan en lo absoluto. Soy un cazador, necesito ver la sangre de los vivos salpicar mi piel, saborear su último aliento en mi rostro.
—¿Qué dices...? —pestañeé y encogí mi entrecejo.
De repente noté como todos se apartaban de la sala buscando un escondite cercano a la entrada.
No se escondían para salvarse, se escondían para atacar.
Paris me tomó del brazo y nos ocultamos tras el muro al lado de las escaleras. Los nervios comenzaron a consumirme. La sangre abandonaba mi cerebro, un ligero hormigueo recorría mis brazos y piernas, mi corazón descomedido quería escapar y llevarse mi alma.
Un fuerte estruendo en la puerta principal fue suficiente para endurecerme por completo. El ruido de las botas marchando por el suelo amenazó con provocarme un ataque cerebral.
<<Voy a morir, voy a morir, carajo, carajo...>>
Ya era tarde para fugarse, por culpa de Paris había quedado anclada a ese sitio. No me quedaba más que rezar y maldecir para que Dios o el Diablo me salvaran la vida.
—¡Alguien anda por los alrededores! —bramó una voz que terminó por escarcharme la sangre.
Un ruido metálico me hizo comprender que tenían armas, pero para cuando quise alertar a Paris, él se escapaba de mi lado con una velocidad desaforada, empuñando el cuchillo y saltando por las escaleras a la planta baja.
<<¡Paris! ¡¿Qué... mierda?!>>
Ni siquiera podía procesar mis pensamientos. ¡Paris se lanzaba al vacío por el barandal, asegurando el cuchillo y riendo con locura! Abrí la boca tanto como mis ojos, y entonces empezó el descontrol: la matanza.
Un intenso griterío, un barullo ensordecedor. Tapé mis oídos cuando los disparos salieron, trastabillé en el lugar y me arrinconé más en mi misma, encogiéndome en el suelo, apretando mis ojos para no ver el momento de mi lamentable muerte.
Poco a poco los disparos cesaban, los gritos seguían..., y al final, tras unos segundos, tan solo se oyeron las risas de los vencedores.
—¡Pensé que eran más! —soltó Paris en una carcajada—, ¡qué desgracia! —añadió un poco más decepcionado.
Me arrastré por el suelo para ver con mis propios ojos lo sucedido. Mi cuerpo estaba tan muerto de miedo que ni ponerme de pie podía.
Logré llegar hasta las escaleras, y lo que vi terminó por espantarme. Paris, Dalila, la mujer morena, Bran, Morgan y Frank... todos ellos estaban vivos, todos ellos habían trozado en pedazos, en cuestión de segundos, a los intrusos.
Pintados de rojo, con sonrisas relajadas, lamiéndose los dedos...
A pesar que sus contrincantes tenían armas de fuego, ellos los habían asesinado a todos. ¡Los habían asesinado! Habían usado los cuchillos de mi cocina para clavarlos sin piedad en la carne de esas personas que... ¿quiénes eran? ¿Qué querían? ¿Qué venían a buscar a mi hogar? A Paris o a Dalila no les importaban las respuestas, solo matar.
El pavor consumió mi habla, me vi frente al enemigo.
Seguía yo.
—¡Conejita! —rió Paris, al verme arrastrada por los suelos, en completo shock—. ¿Qué te sucede?
—Está claro —dijo Dalila—. No tiene una pizca de idea del trabajo de su padre. Nunca tuvo idea de nada.
Era verdad, Dalila lo sabía. Mi rostro hablaba por sí solo: no me acercaba ni un poco a la verdad.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro