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34. Humanos

"De lo peor en la faz de la Tierra".


Lo apunté, no tenía la menor idea de quien era ese hombre que llevaba traje y lentes y no se le movía un pelo al verme.

Miré dentro de la habitación, tenía las cámaras de toda la isla. Era una enorme sala de control tomada por un grupo de siete personas, hombres y mujeres, protegidos por cuatro soldados humanos y cuatro anómalos adiestrados.

Mi cuerpo no dejaba de moverse, tenía un ataque de pánico, ni aun así dejé de apuntar.

—¿Son los Nobeles? ¡Ustedes apoyaban a Daniel! —los acusé—. ¿Por qué hacen esto?

Miré a las pantallas, podía ver la lucha continuar en el jardín.

—Los anómalos son un error. —Una mujer se acercó a mí—. No somos los malos, ustedes lo son. Estamos salvando a la humanidad de su perdición. Lo sabes.

—¡Eso es mentira! —grité enfurecida—. ¡A las amenazas se las elimina y listo! ¡No se las encierra, no se les hace lo que ustedes hicieron con ellos!

—No quieras darnos lecciones de moral cuando ni siquiera eres humana. —Un tipo se me acercó, quise dispararle—. Eres una triste imitación, una anómala enmascarada. Edgar Hyde se equivocó con esto, pretendió ser un dios, Pandora también. Dos científicos en busca de los secretos de la creación, cuyo único objetivo era enaltecer su ego. Mientras que Daniel no fue más que un ferviente admirador, que, ciertamente, nos sirvió demasiado mientras vivió.

—¿Y cuál es su objetivo? —sonreí apretando mis dientes, emblanqueciendo mis nudillos.

—Los anómalos actúan como linfocitos para un virus, para la humanidad —dijo uno—. Pero no podemos ignorar que su fisiología es sorprendente, a través de ellos podemos encontrar vacunas, erradicar enfermedades, extender la vida humana, crear una utopía para la humanidad.

—Así como tener perfectas y dóciles armas —añadió otro—. Los Nobeles cambiamos al mundo, desde las sombras, con nuestros trabajos e investigaciones. Eliminarlos sería un despropósito.

Las lágrimas inundaron mis ojos.

—Ellos sienten, yo siento. —Bajé el arma.

¿Acaso era cierto? ¿No éramos más que un error de laboratorio? ¿Un proyecto sin terminar? ¿Una amenaza artificial que no merecía su lugar en el mundo?

¿Y quién merecía ese lugar? ¿Los humanos?

—Eso no importa —dijo aquel que me había abierto la puerta—. Si siguen reproduciéndose la humanidad se extinguirá. ¿Te parece justo? Miles de vidas inocentes se perderán por un experimento fallido, solo intentamos neutralizar el daño y buscar un beneficio.

—Yo... —el agua salada rodó por mis mejillas—. No lo sé.

Miré una vez más a los monitores. Pocos quedaban de pie. No podía diferenciar sus rostros, no podía saber que bando era el ganador entre tantos cuerpos mutilados.

—Pero estamos aquí, ahora. —Alcé mi pistola de dardos—. Esta es su casa, nuestra casa.

Ninguno se inmutó, de hecho, sonreían, y otros negaban con la cabeza restándome interés.

Me moví y disparé tan rápido como pude. Tres soldados cayeron y los dos adiestrados.

Los dardos se acabaron. Arrojé el arma al suelo.

—Vaya puntería para una coneja —aplaudió uno de los Nobeles.

—De cerca, su vista es regular, mala —añadió una mujer, colocando la mano en su mentón—. De lejos detectan mucho más el movimiento. Lo maravilloso de la disociación es que no opaca su destreza.

—Ni la de huir de sus depredadores para llegar a la madriguera —bromeó otro.

No los apabullaba ni un poco. Tomé el arma de fuego, todavía quedaban cartuchos en el cargador. Los había estado guardando con cuidado.

Sus rostros dejaron de reírse. Uno de ellos tomó un silbato.

—Si disparas, vendrán a ti —amenazó uno.

Jalé el gatillo, y el maldito lo hizo sonar.

Fue un ruido ínfimo, como el canto de un ave a lo lejos. Quemaba en mi oído y llegaba a mi sien. Los Nobeles ya no fingieron estar en paz, comenzaron a gritar y a pretender huir.

Disparé, disparé.

Un empujón me arrojó a metros de mi lugar. Era Frank.

Cuatro cuerpos de nobeles caían al suelo, otros tres procuraban huir.

Frank lucía fuera de sí. Me había atacado. Iba a matarme. Quedé en la habitación sola con él, tirada en el suelo.

Lo apunté.

—Frank, tienes que controlarte —susurré—. Solo un poco más.

De su boca caía saliva mezclada con sangre, sus músculos estaban ensanchados, su respiración sonaba como gruñidos.

—No acabará... —La voz le salió rasposa.

Era inútil, no se trataba de entrar en razón.

—Lo siento, Frank. —Jalé el gatillo.

Mis manos se destrozaron por la fuerza de los disparos, mi nariz solo percibía la pólvora y la sangre. Mis oídos estaban sordos. Mi vista teñida de rojo.

Las balas fueron por él.

Los brazos y piernas de Frank se perforaron. Así y todo seguía avanzando. Hasta caer de rodillas.

Me apresuré a quitarle el silbato al nobel muerto. Se lo arranqué de su endurecida mano de cadáver y lo soplé con fuerza. Frank se retorció en el suelo, lanzado chillidos ensordecedores, agonizantes. Sus ojos comenzaron a sangrar y sus encías parecieron partirse.

Me detuve.

Corrí fuera de la habitación y busqué la forma de abrir las jaulas.

Dalila y los demás golpeteaban los vidrios.

<<¡Un interruptor!>>

Las celdas eran como las de mi sótano, como las de mi padre, Edgar Hyde.

Contra la pared los encontré. La caja de electricidad, los disyuntores, la botonera y una clave de números.

Lancé vapor, descubrí las huellas de los botones más usados y pensé en las combinaciones más probables. Tal y como aquella vez.

Las jaulas se abrieron.

Los anómalos corrieron en estampida. Caí de rodillas, un brazo me levantó.

—Vamos, tonta. —Dalila me puso de pie—. Dime que Bran está bien o te mato ahora.

—Me trajo hasta aquí por ti... —respondí— supongo que el amor de ustedes es real.

—¡Claro que lo es! —Los ojos de Dalila se empaparon.

Luego de dejarme en brazos de Morgan, corrió en busca de su chico.



El incendio persistía. Los buques y helicópteros estaban en llamas. Mis ojos veían la imagen borrosa. La guerra acababa al fin. Con los soldados y los Nobeles muertos, los adiestrados eran un montón de animales sin rumbo. Lo peor pasaba y algunos no volverían.

El cuerpo sin vida del policía Jean estaba fuera de la mansión, ¿habría vivido de conservar su arma? La angustia se apoderó de mí.

Débora lloraba sin consuelo la muerte de varios miembros del enjambre. Los cuerpos de pequeños anómalos sin vida me quitaban el aliento. ¿De verdad no merecían un sitio donde vivir? Solo una oportunidad, un lugar en el mundo donde no hubieran humanos a quien dañar, ni viceversa.

Dalila cargaba a Bran. Apolo, destruido pero vivo, se reencontraba con Ada.

—¡Paris! —grité cuando lo vi.

Estaba sentado a los pies de un árbol, con sus ojos cerrados, bañado en sangre.

Morgan me dejó en el suelo, corrí a él.

—No, no, no... —sus heridas eran profundas.

—Conejita —musitó intentando sonreír.

—¡Alguien, ayúdenme!

Todos estaban ocupados con sus propios heridos y sus propias heridas.

Con Morgan lo asistimos. Vendajes, torniquetes, como si quisiéramos sacar a flote un bote agujereado. Lo único que me tranquilizaba era verlo intentando reírse de mi llanto por él.



Los heridos de gravedad fueron ingresados a los laboratorios, donde teníamos las herramientas para atenderlos. Vendajes, alcohol.

Limpiaba el rostro de Paris y sus heridas, él dormía con suero a sus venas.

—Deberías descansar. —Dalila me tocó el hombro—. Paris dormirá unas veinte horas, pero estará bien. Es el anómalo más fuerte y resistente que jamás conocí.

—Sí... —hice una mueca torcida.

—Por otro lado —dijo ella girando sus ojos—. Hay otro que está consciente.

Me sentí culpable al principio, pero ansiaba verlo. Corrí entre las camillas y lo encontré tratando de deshacer el collar de su cuello, de manera inútil. Con sus ojos repletos de lágrimas sangrientas. Sucio, solo, con sus heridas abiertas.

En una cama a su lado, dormía Mamba.

—¡Frank! —Lo detuve, al ver que solo se lastimaba más.

Él se detuvo sin mirarme, dejando caer su llanto. Comencé a rehacerle los vendajes.

—Lo siento —murmuré—. No pensé que te dañaría así, no sé qué pensé en ese momento.

—En vivir —dijo él, sus lágrimas caían sin control—. Esto no sale —agitó su collar.

—¿Qué es? —traté de analizarlo—. Tiene un código de números atrás, ¿sabes cuál puede ser?

Me coloqué en su espalda y traté de descifrarlo. Los nervios me carcomían, no tenía ni idea que hacer. Mi único propósito era quitarle esa mierda que le marcaba el cuello y se lo dejaba en carne viva.

—No sé —dijo él, volviendo a forcejear.

—No hagas eso. —Volví a examinarlo en busca de una pista—. A lo mejor debería quitarlo con una cierra o algo así.

Frank se dio la vuelta y me miró a los ojos. Por un segundo, mi corazón se detuvo. Cuando él tomó mis manos, ya no supe que decir.

—Perdóname —pronunció—. Yo... —él juntó aire—, todavía tengo miedo de hablar.

Mordí mi labio inferior, bloqueando el llanto. Tomé algunas gasas y comencé a limpiar su rostro como aquella vez en los laboratorios de mi padre.

—Eres un desastre. —Las lágrimas caían, Frank estaba completo y libre, si bien era muy pronto para asimilarlo.

Él limpió mis lágrimas y yo las suyas, no pude evitar reír.

—Olvidé que no te gustan las lloronas —dije recordando aquellos momentos en los que no decía palabra alguna.

—No me gusta verte triste —me dijo al fin, endureciendo sus facciones, y atrapándome en un abrazo—. Gracias por salvarme, Alegra.

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