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31. Langostas

"Sin nada que los detuviera, 

arrasaban con todo a su paso".


Me interné en la espesura del bosque para regresar a la feria de la calle principal. Oí gritos, imaginé que de euforia. Me apresuré para llegar. Miré al cielo y pude distinguir, tras los árboles, una gigantesca fogata emanando humo negro.

Creí que se trataba de las hogueras de la playa, pero al llegar lo supe. Los gritos no eran de euforia, el fuego no era de una fogata. La iglesia del pueblo estaba en llamas, la gente corría tratando de apagar el incendio. Los gritos me ensordecían, entumecían mis tímpanos. Era demasiado escándalo. Hasta que vi el verdadero motivo. Morgan estaba allí, empapado en sangre, en medio del fuego, y a sus pies se encontraba Tara, sin vida.

Adónde vieran mis ojos estaban los anómalos cazando de forma indiscriminada. Sin Pandora no había orden. Sin la caja, los demonios estaban sueltos.

Era mi curiosidad, mi intento por saber quién era esa mujer... yo tenía la culpa.

Corrí hacia Morgan.

—¡¿Qué mierda hiciste?! —lo empujé con furia.

Él me miró.

—Quiso matarme... —farfulló y me mostró su espalda, un cuchillo clavado a centímetros de su columna—. Siempre lo supo, que yo las maté. Forcejeamos...

Morgan miró al suelo, a Tara, lo vi derramar una lágrima.

—Tranquilo —coloqué mi máscara en mi nuca y proseguí a quitarle el cuchillo.

Él no hizo ningún gesto de dolor cuando arranqué el objeto de su cuerpo.

—No quería matarla, hoy le aseguraría su supervivencia en Salamandra —siguió diciéndome—. Todo se descontroló.

—¿Qué sucedió?

La gente seguía corriendo de un lado a otro.

—La Dinastía se enteró lo de Pandora. —Morgan respiró con más calma—. Ella les dejó una nota, la información corrió y hay anómalos que están atacando sin importarles nada...

Morgan tomó el cuerpo de Tara.

—Lo siento mucho, Morgan.

—La quería mucho —confesó, aguantando el llanto—. Iré a dejarla en un sitio más tranquilo.

Lo dejé partir, necesitaba estar solo. Morgan necesitaba procesar lo sucedido. Al menos existía un anómalo con sentimientos genuinos hacia a los humanos.

<<¿A dónde debería ir?>>, avancé en la ciudad, la mayoría de las personas se encontraban dispersas, corriendo, buscando a sus conocidos.

Todo el pueblo de Salamandra deambulaba en la calle.

Corrí hasta La Jaula, tenían que parar el desastre, alguien debía detener la matanza. Los gritos humanos se oían en el bosque, en la playa, en sus casas.

—¡Débora! —grité llamando a la abeja reina.

Las luces seguían encendidas, la música mezclada.

Ada salió de V.I.P en paños menores, tras ella venía Apolo, bastante acalorado.

—Se han ido casi todos —dijo la camarera—. Débora está dando instrucciones a los miembros del enjambre.

—Allí afuera es un desastre. —Tomé mi rostro con ambas manos.

Se suponía que iba a pasarla bien, esa era mi intención.

—La noticia voló —me dijo Ada—. No podemos detenerlos, algunos se sienten muy frustrados de haber sido controlados e investigados por una humana.

Apolo sirvió unos tragos y me alcanzó uno. Era absenta, lo bebí de un sorbo.

—¡¿Las cosas nunca van a estar bien?! —grité.

—Las cosas están muy bien, Alegra —me dijo Apolo—. Lo están para todos los anómalos. Estamos de fiesta, somos libres de Pandora, la isla es nuestra.

—¡¿Por cuánto?! —bramé—. ¡¿Y la gente que está muriendo?!

—Por fin conocen las caras de los asesinos del pueblo —respondió Ada—. Eres bastante pesimista.

<<Una fiesta, la matanza es una fiesta>>.

Salí de La Jaula, los altoparlantes volvieron a sonar, opacaban el griterío. Me acerqué al escenario, las casas se incendiaban a los alrededores, los anómalos llevaban las máscaras, y los humanos el pánico en su expresión. No podían entender lo que sucedía a su alrededor.

Cuerpos, vísceras y sangre.

No quedaría ninguno, no llegarían al cuarto día.

Vi a Paris con su cara de león. Probaba música en el escenario. Su ropa se mantenía impecable, ¿habría asesinado a alguien?

Tapé mi rostro con la cara de conejo. Él me vio parada en medio del desastre. Detuvo lo que hacía para acercarse a mí.

—Viniste a la fiesta —podía ver sus ojos entornados bajo la máscara—. Es una pena que haya muerto el vendedor de algodón de azúcar.

Procuré respirar con lentitud, ocultar mi desagrado a lo que veía.

—¿A cuántos mataste? —no pude evitar preguntarle.

—Conejita... —él puso su vista en blanco—, qué manía la de iniciar conversaciones con preguntas molestas. ¿Quieres saber? No maté a nadie. Así es aburrido, así lo hacen los cobardes, a mí me gusta elegir las presas, y sentir el dulce sabor de la espera...

Me quité la máscara, le mostré el temor de mi expresión, la vulnerabilidad de mi ser.

—¿Yo soy tu presa?

Él también se la quitó.

—Eres mi compañera de aventuras —su mano tocó mi mejilla—, mi primer amiga, mi anómala defectuosa favorita.

Mi mentón se contrajo. Mis ojos ya no pudieron contener las lágrimas.

—¿Cómo hago para despertar mi parte animal? —pregunté—. Si voy a estar aquí ya no puedo seguir en un limbo.

—No sé. —Él limpió mis lágrimas—. Si es lo que quieres, hallaremos una forma. Serás como nosotros. Te lo prometo.

Asentí con la cabeza. Era mi última esperanza.

—Paris, ¿puedo abrazarte?

Paris amplió su sonrisa y extendió sus brazos. Di un brinco y me aferré a él con fuerza.

Me mantuve a su lado, con nuestras manos entrelazadas. Paris no demostraba interés en el caos armado por los suyos, por los nuestros. Su estilo era sofisticado, sus años vividos rodeado de humanos le enseñaban de autocontrol, el problema era cuando liberaba tensiones, lo cual hacía de modo sádico en sus mazmorras.

—Deberíamos buscar a Bran —le dije—. Él estuvo en los laboratorios y...

—Vamos al carrusel —me ignoró.

Sangre por los suelo; por suerte, ningún cadáver. El carrusel seguía girando y girando. Paris saltó y se subió a uno de los caballos.

<<Pobre chico sin infancia>>, pensé.

—Ven, Conejita —me llamó.

Le hice caso, me subí a su mismo corcel, con mi espalda en su pecho.

—Hace un momento te estaba diciendo algo importante —insistí—. Si quiero ser una anómala completa...

—¡Te escuché! —Paris volvió a interrumpir—. Bran está disfrutando con Dalila. Es raro que yo lo diga, pero no todo gira alrededor tuyo. Buscaré la forma de ayudarte, todos lo harán, aunque hoy no será el día.

—Lo siento —siseé, él tenía razón.

—Shhh... —Paris colocó su mano en mi boca—. Otra vez, es Frank.

Mis pupilas oscilaron hasta encontrarlo tras los puestos de comida.

—No va a atacarnos —dije.

Aproveché la ocasión para contarle lo sucedido en la playa, el motivo por el cual no hablaban y por qué nos seguía.

—Ya entiendo por qué desconfiabas de mi cercanía —Paris rió.

—Según Mamba, su parte animal quiere estar conmigo —murmuré.

—Qué se aguante por traidor. —Paris enredó sus brazos en mi cintura y me dejó un tierno beso en el cuello—. Ahora estás con tu aliado.

Me recorrió un escalofrío, no le di importancia, Paris era así con todo el mundo.

—El adiestramiento ha hecho estragos en Mamba y Frank —murmuré—. Si pudiéramos revertirlo, podríamos proceder de forma correcta.

—Lo veo difícil.

Cuando el carrusel dio toda la vuelta, ya no vi a Frank. Como un fantasma, ni su rastro quedaba. Mi cuerpo se estremeció en un reciente recuerdo, aún saboreaba aquel beso en la playa. La amargura persistía en mi lengua, su dolor en mi mente.

Con el alba, los alaridos humanos permanecían en el pueblo que vivía su propio apocalipsis, viendo su propia destrucción. Llanto, desolación y muerte. La presión en mi pecho, las dudas de siempre, la incertidumbre y la pesadumbre de estar tomando el camino de la inmoralidad.

Entre todos los edificios y casas de Salamandra, nuestra cabaña se mantenía intacta a los disturbios. Nadie dañaría el hogar de la reproductora y el león.

Mi taza de café seguía en el suelo. Junté los pedazos y limpié el resto. Con todo lo vivido, la cafeína era un chiste si pretendía no dormirme. El asalto a Pandora, su huida, el beso con Frank, mi discusión con Paris y mi decisión final, por último, el descontrol total en Salamandra.

Suspiré con desgana, con cierto recelo a abrir la boca y volver a hablar de investigaciones o soluciones. Lo mejor era colocarme el camisón en cuanto los primeros rayos del sol asomaban por la ventana. Era tonto, no dormiría, tan solo quería estar cómoda en tanto escribía una carta para mi yo futuro, en caso que pudieran juntar mis partes y pudiera ser una anómala completa.

"Alegra, sabes por qué lo hiciste. Era la única forma de tener tu lugar en el mundo. No eras humana, no eras animal, no eras anómala. Decidiste quedarte en Salamandra, quitaste a Pandora de su lugar y la isla es un caos en el que solo te espera la muerte prematura.

Todos tus "amigos" son anómalos a los que les debes la vida y la verdad, mientras que de los humanos solo recibiste puñaladas en la espalda. Tengo grandes esperanzas puestas en ti, podrás vivir el presente, podrás dejar las culpas, o eso creo yo. Si nada resulta, debes creer que lo intenté todo, y te doy el derecho de hacer con mi cuerpo lo que no me atreví yo".

Taché la última frase. No quería considerar el suicidio, Ada me llamaba pesimista, sin considerar todo lo que cargaba. Tenía ganas de vivir, de ser feliz, de pertenecer y enamorarme. No era pesimista, tenía demasiada esperanza en un mundo que me quitaba todo. Solamente sentía que, por momentos, el mundo pretendía aplastarme.

Doblé la hoja en tres y la guardé en mi cartera con el miedo a no poder estar completa. Entonces pensé que tener esperanzas me quitaba tiempo. No podía seguir esperando a que sucediera, no podía esperar a que la Alegra anómala tomara las decisiones que yo no me atrevía.

Si eso no sucedía, tenía un plan B, ese era actuar como anómala sin serlo. Mamba era un ejemplo de ello. Tomaría sus estilos de vida, sus costumbres, me adaptaría al ambiente, solo así evolucionaría.

—El momento es ahora —me dije dispuesta a hacer lo que tenía ganas desde el primer día.

Me detuve frente a la habitación de Paris, las inseguridades me invadieron, sobretodo porque cuando nos habíamos conocido, él me había dejado en claro que yo estaba muy por debajo de su estándar.

Detuve mi puño antes de golpear.

¿Dormiría? ¿Si se reía de mí? ¿Si me rechazaba, qué haría luego? ¿Se irían las dudas si me volvía anómala?

—Conejita.

Paris pellizcó mi cintura, el grito que lancé se entremezcló con los de las víctimas del bosque.

—¡Casi me matas! —bramé.

—Ah... —Paris entrecerró sus ojos y me miró con cuidado.

<<Lo sabe, lo sabe, lo sabe>>, me desesperé.

Mi cara siempre me delataba, con su maldita habilidad ya podía imaginarse que esperaba allí.

—No te animaste a golpear —afirmó—. ¿Por qué?

Fruncí mi boca y mi entrecejo.

—Sí, ya sé. —Él asintió con la cabeza—. Cosas de humanos. Vergüenza, miedo al rechazo, sentimiento de inferioridad, traumas...

—Y otro chico en mi cabeza —añadí con una media sonrisa, no entraría en el juego de negarlo todo, Paris tenía razón.

—Franky. —Él puso los ojos en blanco—. ¿Cómo puedes tener sentimientos con alguien que ha actuado como un perro todo el tiempo?

—Quizás buscaba en él lo que a mí me faltaba —dije—. Tú deberías saberlo, sabes todo de los sentimientos.

—Es mi mecanismo de supervivencia. —Se encogió de hombros—. Que lea tus intenciones no significa que las entienda. No soy psicólogo.

Paris hizo un largo silencio, esperando a que dijera algo. Intenté articular alguna palabra, pero no hubo caso. Estaba tan nerviosa que hasta olvidaba lo que quería. Mi cabeza era un desastre. Un helado derretido.

—¿No vas a decirme nada? —Paris se cruzó de brazos, irguió su postura y me miró con picardía desde arriba.

Lo hacía más difícil para mí. Imaginaba su disfrute, su goce con mi pena y mi ansiedad.

—Quería pedirte disculpas por lo de hoy. —Tragué saliva, no pude ser franca—. Te dije que no podías controlarte, y fuiste al único anómalo que vi con las manos limpias.

—No tan limpias. —Paris logró hacerme sonrojar.

—Es todo —di media vuelta, no podía con él.

Me intimidaba demasiado cuando nos poníamos serios. Era un imposible, y por ello era imposible que lo admitiera.

—¡Alegra! —Paris me llamó por mi nombre.

Tragué saliva y vi el enojo en su mirada. No recordaba que hubiera pronunciado mi nombre antes, siempre ese estúpido mote de "Conejita", el cual odiaba, y solo lo aguantaba por resignación.

—Dilo —me presionó—. ¿Quieres ser una anómala? Actúa como una.

—Yo... —Tenía el pulso acelerado, Paris lo sabía—. Quiero terminar lo que iniciaste hoy.

No lo miré, mordí mi labio con la vista al suelo. Era seguro que se estaba mofando de mí. Su maldita sonrisa, sus hoyuelos, sus dientes afilados y esa mirada felina en sus perfectas facciones me estarían observando con detenimiento, analizando si valía la pena o no.

—¿A qué te refieres? —Se hizo el desentendido.

No sería tan fácil, no me lo dejaría fácil.

Nunca.

Podía insultarlo, tratarlo de idiota, verlo asesinar personas y violar a mi exnovio. Así y todo, esa parte íntima de él era inalcanzable para mí, por lo que siempre evitaba, con enojo o con falso asco, sus insinuaciones sexuales.

Luego de llevarme al límite, ya no podía mantenerme a su lado sin sentir el calor sofocando mi cuerpo. Ahora que revelaba mis propósitos, su mirada juiciosa me pesaba, quería llorar y suplicar que no me rechazara, y a la vez quería golpearme por pensar de ese modo.

—Cuando estuviste... —murmuré muy bajo.

—¿Qué? —Él se acercó a mí, con la mano tras su oreja—. No te oigo.

Sí, se regocijaba.

—Me gustó. —Tomé aire, solo recordarlo me excitaba—. La forma en la que me tocaste me gustó... quería seguir.

Lo miré a los ojos, me costaba horrores hacerlo. Era demasiado bello para mí.

Paris mordía su labio inferior, sus ojos ambarinos brillaban como el sol, un vapor caliente nos separaba. Él estiró su brazo, tras mi cintura y abrió la puerta de su habitación.

—Entra —dijo, y sonó como una orden.

Obedecí. La puerta se cerró de un latigazo tras mi espalda, salté del miedo y él se rió.

—Voy a ponerte una condición —susurró en mi nuca.

Cerré mis ojos al sentir un espasmo recorriendo mi espina.

Paris se sentó en el borde de la cama y de ahí me analizó de pies a cabeza antes de revelar "su condición".

—Compláceme.

**

Paris tenía el control, una cadena atada a mi cuello. Con su mirada me decía a donde ir, en ese momento era mi amo y mi guía. Mientras fuera humana, él tendría poder sobre mí. Cumplía su promesa, me había cocinado a fuego lento. Estaba lista para ser devorada.

Me arrodillé frente a él, que extendió sus piernas a los lados y acarició mi coronilla con sus nudillos. Una corriente eléctrica recorrió mis venas, mi vista se nublaba, el aroma de las feromonas adormecía mis sentidos, me embriagaba en su calor.

Pasé mis dedos por sus piernas, hasta su centro, deshice la hebilla de sus pantalones. Él solo se movió para que pudiera deslizar su ropa hacia abajo. Tenía una erección. Los dedos de Paris se enredaron en mi cabello, y con un movimiento demandante me atrajo más a él.

Abrí mi boca, lo rocé con mi lengua. Lo saboreé, estaba caliente, palpitante. Mi boca se hacía agua, salivaba, deseaba más. Perdí la vergüenza, me desesperé por probar cada centímetro de su piel.

Rodeé su punta y Paris empujó mi cabeza hasta el fondo. Me ahogaba y no importaba, él me embestía con sus caderas, llegando a mi garganta. Se contraía, jadeaba.

—Eres buena... Conejita —gimió al momento que sentí mi boca llenarse.

Quise apartarme, pero él me mantuvo ahí. No podía moverme, si quería respirar debía beberlo.

Cuando se aseguró que ya no quedaba nada, me apartó para alzarme y arrojarme en la cama y besarme, y comerme la boca a mordiscos.

Mi excitación era distinta a cualquier otra, no era como estar con Frank, algo unilateral, confuso, inexperto. Paris superaba mis expectativas, todavía podía seguir. Su pene estaba intacto y su sonrisa brillante.

Terminó por desvestirse, y arrancó mi camisón de un solo tirón.

—Te esperé demasiado. —Su lengua pasó por mi oreja—. Tu tierna carne lo vale.

Sus manos separaron mis piernas, desgarró lo último que me cubría. Sus manos se posaron en mi cuello, y ahorcándome, con una salvaje sutileza, me embistió duro.

Paris no se detuvo, no se contuvo y yo tampoco. Mis tímidos gemidos se convirtieron en gritos, mis suaves toques en rasguños, golpes, pellizcos. No saldríamos ilesos. Esa era la idea.

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