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30. Pavo real

"Me recordaba su majestuosidad, l

a desplegaba hasta verme atontada".


Coloqué hielo en mi brazo, un hematoma se tornaba violeta. Paris me había jalado con demasiada fuerza al momento de la pregunta de Pandora.

¿Irme con ella o quedarme en Salamandra? Debía hacerme cargo de mi decisión.

"Es temporada de celo, y tú la única fértil", decía Mamba. Por lo que tenía entendido, los hombres anómalos eran infértiles al igual que las mujeres, por eso no podían embarazar humanas. El celo o mi fertilidad eran irrelevantes. Yo seguía necesitando de inseminación para poder reproducirme, por eso no entendía a Frank, ni a Mamba.

Traté de despejar esas tontas dudas. No valía la pena pensar en que hubiera pasado si me iba con Pandora. El hubiera no existía. En lo que debía preocuparme era en Frank, ¿cómo podía deshacer el trauma que Daniel había ocasionado en él? Un trauma tan grande, que de solo pensar en la traición podía provocarle la muerte. Mi piel se erizaba con imaginarlo.

Agité mi cabeza tratando de focalizarme al ver a los demás chicos de camino a la playa. Portaban máscaras de animal y traían bebidas consigo. Los reconocía por sus cuerpos y ropas.

Paris, que llevaba una graciosa máscara de león, señaló en mi dirección.

—Conejita, ¿dónde estabas?

Siempre tan despreocupado, ser un anómalo tenía sus ventajas. Era como si todo lo sucedido no les importara en lo más mínimo. Lo olvidaban al instante; la traición, los problemas, todo. Vivían el presente a pleno, sin preocuparse, sin resentimientos.

—¿Qué se supone que están haciendo? —pregunté decepcionada—. Van a atacarnos, Frank y Mamba no hablarán, Pandora se ha ido. La isla está a la deriva y vamos a morir.

Apreté mis puños, ¿era yo la loca?

—¿Y qué se supone que hagamos? —preguntó Paris—. ¿Quedarnos frente al mar esperando avistar un buque? ¿Ponernos nerviosos y correr en círculos?

—No podemos detener lo inevitable. —Dalila llevaba una máscara de su animal, lucía horrible—. El enjambre está al tanto, nosotros también.

—Sí... —comenté amarga—. Imagino que sigo siendo distinta a ustedes.

Me aparté del grupo. Su despreocupación no solo me generaba rabia, los celos me carcomían. Su apatía y su facilidad para pasarla bien era un don que anhelaba. Mi único don era el de siempre tener preguntas en mi cabeza, el de enredarme en problemas, el de sentirme ajena al mundo.

Todos festejaban menos yo. Siempre era igual.

Presas de caza y cazadores, todos tenían un sitio al que pertenecían; humanos, anómalos, incluso Frank tenía a Mamba, y Mamba a él.

<<Única en mi tipo>>, reí amarga de camino a la cabaña.

—¿Con Pandora o en Salamandra? —musité entre dientes, daba igual.

La soledad dolía, mis ojos no podían soportar más la presión. De camino a casa cambié mi enojo por tristeza. Supe que en todas las preguntas que se me presentaban buscaba una sola respuesta: qué sentido tenía para mí seguir viviendo. Era un error para la humanidad, aunque un acierto para una demente, una que se hacía llamar Pandora, porque bien sabía que en mi existencia estaba la desgracia.

—¡Conejita, no te vayas! —Paris me llamó.

—¡No quiero volver a su estúpida fiesta! —grité sin voltear y limpié mi rostro antes de que me viera llorar—. Voy a casa.

Él me alcanzó.

—¡Estar en casa es aburrido! —Paris intentó tomarme de brazo, pero lo aparté de un empujón.

—¡¿No te das cuenta?! —grité—. No somos iguales, nunca lo seremos. Deja de agarrarme y seguirme, ¿qué pasó con el Paris del inicio? El insaciable sexual. ¿No tienes a nadie con quien pasar la noche? Puedes divertirte y dejarme en paz. Pronto se terminará todo para mí.

Lo dejaba sin palabras, al fin.

—Yo me estoy divirtiendo. —Él se rió, y luego hizo silencio para preguntar en un tono más serio—: ¿cómo es eso que todo se terminará para ti?

—El mundo es muy grande para vivir en soledad.

—Puedes solucionarlo, te pueden arreglar.

—No quiero ser como tú.

La forma de tener un verdadero lugar era tratando mi disociación, siendo una anómala completa, entonces continué.

—No quiero que despierten mi animal —solté—. No quiero matar gente, arruinar familias, no quiero vivir sin sentimientos, no quiero tener mis manos manchadas, no poder controlarme... Somos un error, Paris. No tenemos la culpa de existir, pero tenemos en nuestras manos la forma de detenerlo.

—Yo no soy un error. —La voz de Paris sonó áspera—. Que no tengamos empatía por quienes consideramos larvas, no significa que no tengamos sentimientos. Sabes muy bien que no es así. No volvamos a esto otra vez.

—¿Por qué me sigues? —Lo miré fijo, desafiante—. ¿Qué sientes por mí, Paris?

Por un momento su actitud sobrante se desmoronó. Sus labios no supieron que decir, así que respondí por él:

—No sientes nada, no me quieres, no me amas —afirmé—. Solo el instinto te guía a mí, lo mismo le sucede a Frank. Si muriera mañana te daría igual, incluso volverías a sentirte libre.

Le enseñé el brazo, la marca que se oscurecía luego de su agarre. La confusión en Paris era más que obvia. Jamás se lo había planteado..., hasta el momento.

Me aparté y continué por el sendero hacia la casa. Podía sentir a Paris quedarse en el sitio, a lo mejor en una lucha interna por regresar con lo demás o seguirme como el animal en celo que era.

La música festiva llegaba hasta allí, como el viento con aroma a algodón de azúcar y mariscos. ¿Podría dormir cuando el final nos acechaba? No, tomaría una taza de café y me sentaría a esperar.

—¡¿Crees que puedes insultarme e irte sin más?!

Paris abrió la puerta de una patada, mi taza cayó al suelo. Llevaba su máscara de león y una de conejo en la mano. Se quitó la suya y las dejó en un sofá.

No me asustaba, solo me sobresaltaba cuando hacía esas cosas.

—Paris...

—¡¿Crees que no soy dueño de mí mismo?! —Él se abalanzó sobre mí, tomó mis muñecas y me acorraló contra la pared—. ¿Qué no controlo mis impulsos?

—No los controlas —alegué, su actitud era una muestra de ello.

Paris me soltó, deslizando sus manos por mis brazos, provocando un cosquilleo. Acercó su rostro hacia mí, tuve sus labios a un centímetro de los mí.

—Repítelo, Conejita —susurró, entornó sus ojos y sonrío con esa malicia que lo caracterizaba.

Me sentí nerviosa, como aquellas primeras veces en el sótano de mi casa.

—Estás guiado por tu instinto, Paris.

—Qué osada... —Paris mordió sus labios—. No me tienes una pizca de miedo y sigues repitiendo lo mismo.

Quise apartarme, pero él me presionó con su cuerpo. Me aplastaba contra la pared, recorría mi rostro con la punta de su nariz.

—¿Estás nerviosa? —inquirió, rozando mi oreja con sus labios—. ¿Qué crees que sería capaz de hacerte, Conejita? A lo mejor podría comerte entera, de un bocado.

Las manos de Paris bajaron a mis muslos, los apretó, sus dedos ardían febriles. Quemaba mi piel.

—Paris, aléjate... —empecé a sentirme débil a su lado, no me gustaba.

—¿Sabes que un león puede estar teniendo sexo hasta cuarenta veces por día?

Coloqué mis manos en su pecho y traté de apartarlo, de forma inútil. Utilizar la fuerza contra Paris era un caso perdido. Me asfixiaba, ¿qué pretendía?

—¿Y dices que te controlas? —balbuceé.

—No te confundas, Conejita —ronroneó—. Yo soy el que manda.

La forma en la que me acariciaba las piernas se estaba volviendo un incendio en mi vientre. Él deslizó su mano entre mis piernas, dentro de mis jeans. Apreté mis ojos, abochornada.

Lo oí soltar una risita maliciosa.

—Tú no te controlas —dijo. En una simple maniobra su dedo índice ingresó en mi cuerpo. Solté un agudo gemido y lo contuve al morder mis labios.

Paris se apartó. Dejó de presionarme.

Mi rostro ardía, todo mi cuerpo emanaba calor, ¿había sido yo? Mis piernas temblaban, y una parte de mí se decepcionaba de verlo calmado, saboreando sus manos.

—¿Qué haces? —sollocé.

—¿Qué quieres que haga? —enarcó una ceja.

No le respondí, la vergüenza me corroía.

—Volveré con los demás —dijo al darme la espalda—. Hay una fiesta increíble allí afuera, la disfrutaré cuanto más pueda. Tú sigue sufriendo por lo inevitable.

Caí al suelo con la espalda pegada al muro. Paris me llevaba al límite para demostrarme que él tenía razón, se controlaba, lo dominaba, y si me seguía era porque tenía sentimientos y yo tenía deseos, impulsos.

Mi naturaleza, la suya, debía aceptar lo que quería.

Me puse de pie y caminé hacia la máscara de conejo que Paris había dejado en el suelo. Lo que quería decir con eso era obvio. En mí estaba decidir si pretendía esperar la muerte llena de dudas, o prefería dejarme llevar, sabiendo que en ese infierno yo también era un demonio.

*

Lo decidí. Tomé un baño y busqué algo que ponerme. Un vestido blanco sobresalía en la bolsa de donaciones. Tenía encaje, olía a jabón de manos. Su tela suave se ajustaba a mi figura, y unos pequeños botones afinaban mi cintura. Peiné mi cabello castaño, la cual estaba por debajo de los hombros. No tenía maquillajes, pero sí mi máscara de conejo blanco.

Tenía dos hoyos en los ojos y un elástico fuerte.

Iría a la Festividad del Celo, sin saber cómo sería recibida, sin saber qué cara pondría Paris al verme aceptarlo al fin. La noche era larga, y yo partí para disfrutarla.

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